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La paloma sin alas

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Terminé la semana pasada un ciclo de talleres literarios, auspiciados por los Centros MEC, en la ciudad de San José. El resultado fue impresionante, poderoso. No me sentí como una docente, organizadora o moderadora más. Me sentí cambiada, habitada, llena de asombro y de descubrimiento, o acaso de reminiscencias de otra cosa que alguna vez experimenté y que después perdí.

Pude comprobar en esta experiencia, una vez más, la profunda riqueza cultural y humana que existe en todo nuestro país, y que nos damos el lujo de ignorar a diario desde el macrocefalismo montevideano, que tanto mal nos hace y nos ha hecho siempre. En ese sentido, por supuesto, las instituciones han avanzado en alguna medida. Ahí está la tarea, por ejemplo, de los Centros MEC, que ni en sueños habríamos podido imaginar apenas una generación atrás.

Como bien dice el filósofo John Rawls, si las instituciones creadas por los seres humanos no cumplen con una elemental idea de la justicia, deberían ser clausuradas. Pero si la cumplen, así sea en una medida chiquita y trabajosa, podemos aspirar a que la justicia no sea una entelequia, sino un pacto elaborado entre todos.

Yo, que nací en Melo y me crié en una chacra en Minas, nunca tuve especial conciencia de la discriminación que se ejerce desde Montevideo hacia el interior, tal vez porque mis abuelos eran montevideanos y yo los visitaba muy seguido, y Malvín era mi territorio conocido, mi lugar en el mundo fuera de mis campos y de mis sierras minuanas. Pero a todos los efectos, mis hermanos y yo éramos en el círculo familiar unos “canarios” brutos, salvajes, temibles, no muy aseados y no muy educados, aunque no se nos podía inferir la menor ofensa, primero porque mis abuelos lo tenían estrictamente prohibido (al fin de cuentas mi abuela era también una de esas “canarias”, nacida en Chamberlain, Tacuarembó) y segundo porque se nos consideraba capaces de rápidas represalias.

Nosotros nos aprovechábamos de esa fama, en buena medida exagerada e incluso ridícula, y decíamos en familia que sabíamos manejar el cuchillo, la escopeta y hasta las boleadoras como cualquier matrero (y teníamos que explicar qué cosa era un matrero). Mis primas montevideanas ponían los ojos redondos de pavor. A mí me parecían unas niñas enfermizas, timoratas, tremendamente vulnerables, por no decir inútiles. Andaban de vestiditos elegantes y de zapatitos de charol con medias blancas, no sabían subirse a un caballo, ni cruzar un alambrado, ni treparse a una higuera ni andar entre los andurriales del barro y de las chilcas.

Poco después vino la dictadura militar y mi manso y agreste paraíso se rompió para siempre. Tuvimos que emigrar a Montevideo, yo empecé a estudiar en el IAVA y mi vida dio un giro radical. Casi sin darme cuenta, la ciudad me fue domando, calmó mis ansias más o menos cerriles (aunque jamás del todo) y me mostró otro mundo, donde las amplias avenidas, los edificios altos, la Ciudad Vieja, los vehículos, los ómnibus, la gente en las calles y los templos del saber -entre estos cuento a la Biblioteca Nacional y a la Universidad de la República- me asombraron y me causaron una impresión profunda. De las bibliotecas de mi abuelo materno, altas también, larguísimas, interminables, a las vastas extensiones del campo y de la chacra, dos mundos se juntaron, se miraron, se estudiaron en sus partes desconocidas y confluyeron en lo que hago, en lo que soy, en lo que pienso y en lo que escribo.

Y ahora, vuelvo al ‘interior’ a través de mis talleres literarios. Quiero aclarar a quienes no hayan estado en uno que se trata de un espacio singular, especial y por momentos sagrado, donde lo que se comparte son estados de alma. En los míos, la temática giró en torno a la memoria, el recuerdo y la vida. Los estados del alma se desbordaron enseguida y se convirtieron en arroyos y en ríos caudalosos, en calles de tierra, en ranchos más o menos humildes en los que la gente se forjó y se peleó la existencia, en carnavales de barrio, en primus y en planchas a carbón, en máquinas de coser a pedal, en calentadores de alcohol para bañarse, en canchas de fútbol que eran antiguos potreros, en almacenes y bares de farol a querosén, en abuelas y abuelos llenos de arrugas y de misterios, en padres y madres que pocas veces hablaban y dialogaban, en familias de 14 hijos, en niños que se regalaban a otras familias más pudientes, en dulces muchachas tuberculosas que rendían el alma en los hospitales de la época después de haber parido un rosario de niños.

Los estados del alma pusieron todo eso sobre la mesa del taller, lo hicieron subir por el aire, lo exploraron en sus rincones secretos, lo movieron y le hicieron preguntas. Y así aparecieron, por obra y magia del espíritu humano, de la vocación por decir y por escribir, por recordar y por imaginar, otros estados del alma, sucesivos e imbricados unos en los otros como en las cajas chinas o en las muñecas rusas. Y fueron tan hondos y poderosos que, como dije al comienzo, yo salí transformada, sorprendida y conmovida. Y constaté una vez más, con cierta melancolía, cuánto nos estamos perdiendo como país al no ser capaces de valorar y de poner de relieve a tantas voces y talentos como los que tenemos en el país.

No quiero escribir otras vez el ‘interior’ porque esa sigue siendo otra de las brutales manifestaciones del macrocefalismo soberbio de la capital. Deberíamos hablar del país a secas, que existe, vive y lucha con independencia de su capital. Y en el país se encierran y laten maravillosas expresiones artísticas, que van irrumpiendo, cómo no, entre nosotros, al compás de la existencia y sus laberintos. Tenemos las voces de Circe Maia, de Eduardo Darnauchans, del Bocha Benavídez, de Juana de Ibarbourou, de Francisco Espínola, de Juan José Morosoli, de Javier de Viana, de Enrique Amorim, de Marosa di Giorgio y de tantos otros que no nacieron en Montevideo. Pero muchos de ellos se dieron a conocer recién al pisar la capital. Por eso, como nación, como pueblo, como bien querida o mal querida forja de identidades en torno a un suelo, deberíamos propiciar y alentar con mucha mayor energía el despliegue de esos talentos que abundan por todos lados, en todos los departamentos de Uruguay. Ponerles alas, acaso. Porque como dice la poeta Silvia Pérez, una de las talleristas de San José:

“Yo dibujé una paloma

paloma que no volaba,

Vinieron unos pintores

y me le pusieron alas.

Alas de papel le hicieron

para que a todos llegara

entregándole el mensaje

de aquella que al campo ama”.

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