Hace pocos días fui invitada a hablar durante los festejos por los 60 años de la biblioteca de AEBU. Integraban la mesa, junto a mí, los escritores Jorge Chagas y Marisa Silva y las palabras preliminares estuvieron a cargo de Pedro Stéffano, presidente de AEBU, y de Fernando Pereira, su homólogo del Pit-Cnt. El tema de las charlas giraba en torno a los trabajadores y los libros, y a partir de ese núcleo común cada uno tomaría el rumbo que su intuición y su razón le dictasen. Yo recordé que mi principal vínculo personal con AEBU (digamos, con nombre y apellido) consistió en un premio de poesía que obtuve hace unos cuantos años, en un concurso organizado por la asociación. El premio era la publicación de la obra. Lo mencioné y nada más, porque el tiempo es tirano allí y en todas partes, pero a ustedes les agrego que así salió al mundo mi primer libro de poesía, finito y heroico, apenas más grueso que un celular, pero triunfante y bien plantado frente al mundo. ¿Por qué? Porque la poesía consiste más que nada en eso: en el ejercicio de plantarle cara al mundo, en esto o en aquello; en desnudar la angustia y el miedo ante las cosas que no podemos cambiar; en el eterno juego de espejos de lo que somos capaces de ver y lo que no. A veces permanecemos ciegos toda la vida, y a veces un resplandor póstumo de comprensión nos alumbra. Los gestos y las motivaciones de gente amada que ya no está, la sordidez y la miseria de la existencia, la belleza y la tragedia del instante fugaz, la relación intangible del ser humano con sí mismo, con su alma, con el agujero negro del universo y con los objetos cotidianos de insospechados contrastes que nos miran comer y dormir, trabajar y descansar, pensar y rumiar, llorar de a ratos, recordar y olvidar, eso y mucho más está presente en la poesía, y ella es capaz incluso de renombrarlo todo, de inaugurar cada mañana el mundo con significados nuevos, inquietantes, que ningún ser humano había usado hasta entonces y que ningún ser humano volverá a usar de la misma manera. Otra cosa que mencioné, más que nada porque se resaltó varias veces la importancia de la sindicalización, fue el tema de la seguridad social de los artistas, asunto que entre nosotros está verdaderamente en pañales; todavía seguimos creyendo que los artistas no trabajan de verdad y que, por tanto, no tienen derecho a cobrar por lo que hacen. Este pensamiento existe en nuestra mente individual y colectiva a la manera de un limbo como el que describe el relato bíblico: está y no está definido. No es ni una cosa ni la otra, pero ciertamente creemos que, por ejemplo, sería un verdadero desperdicio de recursos pagarle a un escritor para que se dedique a escribir, aunque así salváramos al pobre hombre o a la pobre mujer de la condena a una jornada de ocho horas -o de diez o de doce-, que nada tiene que ver con su arte, pero de la cual vive y da de comer a sus hijos. En este mundo neoliberal en que vivimos, donde el signo del dinero corre parejo con el trabajo industrioso, traducido en resultados duros y tangibles o en resultados financieros que a su vez produzcan más dinero, sigue pareciendo casi inconcebible pagarle a un sujeto para que sólo se dedique a tocar la guitarra, o a manchar telas con colores, o a bailar… o para que cuando esté cansado y viejo y le llegue la edad del retiro pueda tener derecho a una jubilación por su actividad artística. Y, sin embargo, ¿qué habría pasado si un John Lennon hubiera tenido que irse de marinero en un carguero rumbo a África y los acordes de ‘Imagine’ sólo hubieran sido oídos por los albatros y los tiburones? O dicho de otra manera, ¿a cuántos John Lennon hemos perdido o mutilado por haberlos obligado a cumplir extenuantes jornadas en oficinas plagadas de expedientes, en sucursales comerciales de cuanto rubro a usted se le ocurra, en trabajos que día a día le cercenaban a ese artista un poco más de su creatividad y lo condenaban, en buena medida, a la locura derivada de la impotencia y de la frustración? Ahora extienda usted los nombres y piense: a cuántos grandes escritores, pintores, escultores, actores, músicos y mucho más hemos perdido. A ellos o a una parte trascendental de la obra que pudieron haber dejado. Esta es una de las caras, sólo una, del problema del arte y la sociedad. Hay otras, que hacen más que nada a la tan mentada seguridad social del artista. Una bailarina sólo puede bailar hasta determinada edad. ¿Y qué pasa después? Los actores de este país trabajan como fieras para organizar y montar sus obras, y el elenco entero de muchos teatros independientes se reparte, a cada función, en las tareas más variadas: uno cobra entradas, otra atiende la cafetería, otra y otro se ocupan de miles y miles de asuntos más, y encima actúan, ensayan, y repiten con suerte decenas y decenas de funciones, y, como si todo esto fuera poco, trabajan en cosas que nada tienen que ver con el arte; de manera que, cuando salen del teatro un jueves, un viernes o un domingo a las doce y pico de la noche, están paladeando de antemano la amargura casi escandalosa de esa otra jornada que los está aguardando. Se dirá que hacen arte no por obligación sino por gusto. Se dirá incluso que el arte es inútil de solemnidad. No le aprovecha a nadie en resultados puros y duros. El arte no es, como si dijéramos, una azada para dar vuelta la tierra, o una máquina que produce envases de jabón, de salsa de tomate o de dulce de leche. El arte no es siquiera el oficio de enseñar a leer y escribir a alguien. No es un seguro contra incendios, o una acción de la bolsa, o un depósito a interés en un banco o un programa virtual que posibilita realizar balances contables. En definitiva no sirve para nada y, por tanto, no merece que ninguna sociedad humana pague un peso a quienes se dedican a tal actividad, ni como trabajadores ni como jubilados, ya que, en conclusión, ¿qué le han dejado como ganancia útil a la sociedad? Este es un argumento tan trivial que no resiste el menor análisis. Para empezar, el ser humano no solamente piensa en términos de conocimiento científico; no solamente produce bienes materiales o inmateriales que redunden en beneficio o en utilidad de sus semejantes; no solamente construye casas, vías férreas, barcos o plantas nucleares; no solamente gana o da de ganar a terceros en el negocio de las finanzas, de la especulación, del pasamanos del dinero. El ser humano también se pregunta por cosas muy complicadas como el alma, el universo, la idea de dios. Se enamora, y no sabe decir qué cosa es sentir amor. Tiene pasiones y emociones. Hace cosas que no están destinadas al beneficio o al provecho concreto de nadie. La creatividad forma parte de la naturaleza humana, es la expresión de nuestro yo individual, recóndito e invaluable. Más arriba hablé de la poesía. Ahora les digo que la creatividad produce, precisamente, esas cosas que todavía no tienen un nombre. Pero para ponerles un nombre necesitamos hacerlas presentes. Y para hacerlas presentes necesitamos arte. Y para tener arte necesitamos artistas; porque no todo, ni mucho menos, pasa por la utilidad o la inutilidad. Sólo es inútil un sacacorchos que se rompe. El arte está en el cuartito de al lado y no en este; nunca podrá pasar a la habitación de los trastos en reparación. Y usted podrá preguntarse todavía cuál es la relación entre todo esto que digo y la seguridad social del artista. Varios problemas hay en juego aquí. El primero es la insalvable brevedad de este artículo. Los demás vienen no en fila india, sino algo desordenados. Le propongo continuar con este asunto en futuras entregas. Le cuento, para cerrar, que a algunas personas les interesó bastante el tema en aquella conferencia de AEBU. Una madre me escribió al día siguiente, diciéndome que su hija es bailarina y que ya sabe que nunca vivirá de la danza. Y los ojitos de una de las actrices que asistieron al evento brillaban. Era una actriz muy joven, una muchacha de escasos veinte años, y llevaba ropa de fiesta -porque además actuó- probablemente prestada. Y ya sabía, ella también, que jamás podrá vivir de su arte. Yo me pregunto y le pregunto si eso es justo, sensato, deseable. Si no habrá, después de todo, ciertos intereses sociales que aún no somos capaces siquiera de vislumbrar.
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