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coronavirus | pandemia |

La velocidad del hambre

Por Leandro Grille.

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Caras y Caretas Diario

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Siempre estuve en contra de la exhortación, porque detrás del canto libérrimo a la voluntad se oculta la cara del poder. La recomendación de quedarse en casa es una forma elegante de convertir una enfermedad viral en una presión selectiva sobre la gente. Es como si el Estado recomendara, pero no obligara, a padres y madres a anotar a sus hijos en la escuela. ¡Edúquelos, que a los niños les va a hacer bien! Pero si te exhortan, ni sueñes con que van a construir escuelas públicas. El Estado se obliga cuando obliga, pero cuando exhorta, se desentiende. Ocurre que un virus circula en la comunidad y la mejor forma de contenerlo es no salir de tu casa y el gobierno lo sabe, y lo dicen, pero en la práctica el Ejecutivo decide en nombre de una noción aviesa de libertad individual que la sociedad se divide en tres compartimentos: los que se pueden quedar hasta que pase la calamidad, los que tienen un poco de espalda para guardarse, pero no tanto, los que ni por asomo pueden dejar de salir a ganarse el pan. Y esa es la cara del poder que se esconde detrás de la voluntad, porque voluntad sin poder no es nada.

Las declaraciones del director general de la salud, Miguel Asqueta, revelaron el alma de este proceso y por eso cayeron tan mal en las alturas gubernamentales. Fue un sincericidio, pero hay que reconocerle la honestidad para decir lo que siempre fue así y no se explicitaba: la decisión de fondo es modular una epidemia para que la gente se vaya contagiando, no de a poco -que es una quimera-, sino en orden, en un cierto orden infranqueable. Los primeros expuestos serán los que tengan la voluntad de acogerse a la exhortación, pero no el poder. Los siguientes, la multitud de los que pueden bancar un rato, pero no hasta el final de la partida. Los últimos serán los privilegiados. Es una forma descarnada de darwinismo social y nada tiene que ver con la libertad de los individuos. Ya deberíamos saber que la proclamada libertad individual muchas veces no tiene nada que ver con la libertad, sino con la decisión de que opere la desigualdad en su dimensión exacta y pura, sin compensaciones ni contratiempos.

Es irritante. Tanto más justo sería dejar que el virus se contraiga por sorteo. Que la enfermedad y la muerte fueran un designio del azar y no de una indisciplina obligatoria para los que no pueden darse el lujo de confinarse. Ahora mismo en el mundo se discute la falacia de oponer la salud pública a las economías nacionales como si fueran pares excluyentes. Es una oposición falsa porque no hay economía que deba sostenerse en la posibilidad de enfermarse o morir. Todos tenemos derecho a protegernos de esta pandemia y son los Estados, como instrumento de la voluntad colectiva, los responsables de buscar el camino que nos proteja a todos por igual, pero especialmente a los más vulnerables, que no son los más viejos, son los pobres y, entre los pobres, los pobres viejos.

Es evidente que mucha gente ha bajado la guardia. Si no debía esperarse otra cosa de una campaña chauvinista de la excepcionalidad de los uruguayos acompañada con una secuencia de datos alentadores, aunque misteriosos, y cuya construcción se desconoce, menos podía esperarse de una carrera de fondo voluntaria, sin apoyo real. La gente aguantó lo que pudo y bien que aguantó bastante, sin poder trabajar y sin un mango en el bolsillo. Ahora en la calle hay más gente, las corporaciones empresariales presionan por restaurar la normalidad y el gobierno da zancadas en esa dirección, aun cuando sabe que el virus circula en la comunidad y sabe, si creyera en sus propios datos, que bastaría una cuarentena estricta para erradicarlo.

Nos gobierna una derecha ignorante, mal asesorada y mal intencionada, que en el medio de una crisis sanitaria monumental no ha hesitado en montar campañas de desprestigio de la izquierda y los movimientos populares, a la vez que va fabricando la culpa social de lo que pueda acontecer. Si el virus avanza, será porque la gente no hizo suficiente caso a la exhortación; si la pandemia nos pasa por arriba, será porque el gobierno de Tabaré no tomó las medidas necesarias, cuando en el mundo nadie tenía ni idea de lo que se venía. Siempre habrá alguien para echarle la culpa y siempre estará la culpa en el terreno de los otros, la izquierda, los sindicatos, las ollas populares, los cientos de miles de uruguayos que viven al día.

La pobreza crece exponencialmente como las epidemias en las comunidades susceptibles. Se replica: uno, dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro. La carestía se expande y arrastra, se contagia: los que pierden sus ingresos dejan de comprar y los que venden dejan de vender. Todos van cayendo en cascada, se multiplican los que no tienen nada. Se amontonan despidos y seguros de paro. La pobreza es una enfermedad infecciosa -de las pesadas- que converge en el hambre. Para captar el hambre no se necesita ningún sofisticado test molecular de PCR, basta recorrer las ollas populares que brotan en los barrios: el hambre crece a la velocidad de la exhortación.

Y el virus sigue allí, medio escondido, agazapado en los mocos de los cristianos, esperando su turno para dar el zarpazo que nos devuelva al mundo de la realidad.

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