Por Ricardo Pose
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Algunos de ellos saben comprender perfectamente la economía: Talvi, Arbeleche y algún asesor de Manini tienen bien claro que tampoco fue un gobierno de “Robin Hood”, que los extremos, el de pobreza y riqueza en la escala del Índice de Gini, aumentaron sus ingresos.
Los excluidos pasaron a una pobreza más digna (mal que nos pese y duela), los pobres dejaron de ser pobres y los ricos, más ricos (que más nos pesa y duele).
Por eso, es que en ese acuerdo de 13 puntos de los coaligados se cuidan muy bien de expresar sus verdaderas intenciones.
Ellos necesitan, para volver a la vieja práctica del “crecimiento y derrame”, evitar el holocausto social, por lo menos durante los primeros años, en una gobernabilidad que institucionalmente debe buscar acuerdos parlamentarios.
Tienen la experiencia de la región y las sugerencias de los Chicago boys.
Sostener la presencia organizada de los trabajadores y su participación en los consejos de salarios para poder, en el marco de desregulación laboral, aumentar las ganancias empresariales sin que los trabajadores tengan la fuerza jurídica suficiente para librar las batallas que permitan distribuirlas entre ambas partes.
Hacer desaparecer, bajo el argumento de las ineficiencias, los planes sociales, operando en el crecimiento de la población que los necesite con el debilitamiento presupuestal para sostenerlos.
¿Administrarán las conquistas obtenidas por la sociedad en estos quince años de gobiernos frenteamplistas, en materias de ingresos, vivienda, salud, educación, obras públicas? Posiblemente, pero administrar no implica sostener.
Las medidas de shock anunciadas tendrán un impacto más cercano o lejano en el tiempo, según a los sectores que incluya; saben que no cuentan con una contundente hegemonía social que les permita imponer el plan neoliberal, que los coaligados, como ha sido su historia, son un cheque en blanco, y que los sectores populares mantendrán una firme y prolongada resistencia.
En ese sentido buscan no abrirse varios frentes al mismo tiempo, evitando el proceso de acumulación que vieron en Argentina, o los estallidos sociales de Chile y Ecuador.
El otro problema que tienen es que a pesar de representar los intereses de los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros, estos amasadores de fortunas no están invirtiendo dentro de fronteras y en tanto su rentabilidad esté en otros países, nada hace suponer que aún con un gobierno neoliberal regresen a invertir en el país.
Así, el bloque neoliberal liderado por Luis Lacalle Pou, en caso de ganar, tiene los días contados.
“El canto de sirena” que tiene esperanzados a vastos sectores de clase media volverá a defraudarlos, más temprano que tarde.
Lamentablemente, en el mientras, serán los sectores más vulnerables y los trabajadores que cargarán sobre sus espaldas la apuesta irresponsable y egoísta de quienes aspiran a ser empresarios exitosos por un día.
Luis, el “artificial”
Ha habido en la historia política uruguaya pocos dirigentes que se construyeron artificialmente. Luis Lacalle Pou es uno de ellos.
El Uruguay ha sabido de caudillos (José y Luis Batlle, Herrera) y líderes políticos (Seregni, Sanguinetti, Jorge Batlle, Lacalle, Vázquez, Mujica), aunque en algunos nombres el encasillamiento entre caudillos y líderes políticos sea un poco difuso. También ha tenido, sufrido, la presencia de gobernantes construidos artificialmente.
Jorge Pacheco Areco, el duro representante del riverismo colorado, sujeto emergente ante la muerte de Gestido, y favorable a la creación del empresariado nacional, al que premió con la designación como ministros de varios de ellos; Bordaberry, artificio de los sectores ruralistas y terratenientes; Aparicio Méndez y Gregorio Álvarez, producto de la aleación fascista cívico-militar.
Y adelantando la línea de la historia, Luis Lacalle Pou, un pituco caído en el Parlamento en lugar cedido por su madre para abrirse camino de una buena vez por sus propios medios, y creciendo de a poco en un Partido, el Nacional, sin renovación de liderazgos en el corto plazo.
Un extraño “outsider” en la arena política, palanqueado por el abolengo y las estructuras herreristas. Un personaje que no alcanza ni convence como estadista.
Su gestualidad de líder político se basa en una aceitada y cada vez más experiente maquinaria de construcción de imagen ante la opinión pública.
Da un poco de vértigo pensar a Luis Lacalle tomando decisiones ante sí y por sí, en la soledad que a veces genera el poder.
Genera incertidumbre saber cuáles son las certezas que ofrece ese equipo de asesores al resto de los grupos coaligados.
Por esas incapacidades en su ADN, además, el programa neoliberal le entra como anillo al dedo. No forma parte de sus preocupaciones, que además no sabría cómo resolverlas, mantener los necesarios equilibrios sociales dentro del marco de relaciones del capitalismo y por eso apuesta todas sus cartas de gobernabilidad, sin desconocer la extracción de clase, a políticas que vuelvan a favorecer a los sectores empresariales y financieros.
Caras maduras en viejas banderas
¿Qué ofrece de nuevo el plan de los coaligados? Nada.
Si repasamos la historia del país, en los largos años que ellos han sido gobierno no hay una sola propuesta que, adaptándolas a las condiciones históricas, no hayan hecho.
Los nacionalistas podrían haber vuelto a seducir a la sociedad uruguaya con el programa wilsonista de Nuestro compromiso con usted, los colorados podrían haber traído la propuesta de profundizar las obras de Luis Batlle Berres y aquel coloradismo radical, con la construcción de Ancap, la creación del Instituto Nacional de Colonización y otras obras de rango nacional pensando el país.
Lo que ofrecen es lo ya realizado por todos los gobiernos colorados desde Pacheco a Jorge Batlle, el único de Luis Alberto Lacalle y la política económica del gobierno cívico-militar.
Sin inmiscuirme en la disputa de la identidad histórica de las divisas, de que blancos voten colorados y al revés, estamos ante una nueva oportunidad histórica, no ya solo de dos modelos claramente de país en términos económicos, políticos y sociales, sino de consagrar la desaparición de las pertenencias políticas y los ideales que enarbolan.
Cuesta pensar a los wilsonistas, que ya se debieron sentir defraudados por Larrañaga y que fueron entregados al herrerismo, que acepten ahora una nueva coalición con el riverismo colorado , de los cuales Talvi y Manini son la simbiosis perfecta.
Cuesta pensar a los batllistas del “Estado escudo de los pobres” votando a un herrerista construido artificialmente.
¿Será que el wilsonismo y el batllismo están destinados a desparecer? ¿O tendrán, sin renunciar a sus convicciones y sentidos de pertenencia, la oportunidad de sumar sus voluntades a un país que se sigue construyendo, más parecido a aquel que erigió José Batlle y soñó Wilson?