La sucesión de hechos ocurridos en Casarino es suficientemente conocida por todos los lectores. A medida que nos fuimos enterando -cada uno desde las peripecias personales que informaban de esto o de lo otro, con diversos énfasis y en distinto orden, incluyendo un video que se volvió viral-, hemos ido cambiando nuestras opiniones sobre la eficacia y moralidad de cada persona e institución involucrada. Ahora que los hechos dejaron de suceder, que la Justicia falló y que los actores directos o indirectos callaron sus más o menos estentóreas voces; ahora que los titulares mediáticos cambiaron, puede ser un buen momento para hacer una más o menos objetiva y neutral evaluación de todo aquello que nos envolvió y comprometió tan fuertemente durante todo el proceso de hechos, narraciones, discursos y decisiones que nos atropellaron. Listemos los grupos de actores en los hechos originarios de todo el proceso y también de los efectos posteriores de gran influencia pública: los rapiñeros y sus fugaces apoyos posteriores (grupo 1); los dueños de la pollería rapiñada, clientes y el barrio perseguidor y movilizado (2); la fuerza pública policial actuante (3); la actuación y decisiones judiciales (4); la cobertura periodística, principal insumo de trasiego de conocimiento y opiniones (5). Los rapiñeros Nada especial en la decisión judicial recibida por ambos rapiñeros, y correctamente diferenciada en la sentencia. Lo único particular del caso fue que ambos tuvieron la desgracia de un traspié que facilitó su alcance por la turba de dueños, clientes y gente que, valientemente, salió en su persecución, pero que no actuarían luego con similar valentía. Seis años de penitenciaría para el rapiñero de 30 años, con profusos antecedentes penales por otros delitos, amenazante oral y armado de inocentes durante la rapiña, acusable de tenencia ilegal de armas y tentativa de disparos hacia sus perseguidores, que por suerte no salieron. Para la cómplice, de 19 años, sin armas ni agresividad oral, sin antecedentes y menor de 21, tres años de penitenciaría. Juicio correcto, claramente ajustado al código penal, con agravantes y atenuantes para ambos, según el caso. Rápidamente resuelto, como pide el nuevo código del proceso penal y la expectativa pública reclamando justicia (o sea, castigo, claro). Aunque, como veremos, para juzgar el linchamiento hayan ‘cobrado al grito’ en alguna medida. Hubo por ejemplo algunas referencias a amenazas que conocidos del rapiñero principal, ajenos al barrio, habrían proferido contra vecinos actuantes en el linchamiento-arresto ciudadano ocurrido, que se diluyeron rápidamente con el paso de las horas y el claro rumbo tomado por el proceso judicial, la información mediática y la reacción pública. Persecución, linchamiento y movilización Las tres actividades desempeñadas por los vecinos de Casarino son diferenciables, distinguibles por su evaluación moral y legal y por los distintos momentos en que sucedieron e influyeron en la opinión pública y posiblemente en las decisiones judiciales. En un primer momento, en una población que ya cuenta con vecinos movilizados, alerta e intercomunicados, como sucede al menos en siete barrios de Montevideo y en nueve localidades de Canelones, la persecución fue una iniciativa valiente que después degeneró en cobardía, abuso y sadismo. Un ‘arresto ciudadano’ se configura cuando se intenta una detención de alguien en flagrante delito, en el caso de ausencia o incapacidad inmediata de acción eficaz de la fuerza pública. Pero la innecesaria violencia de la detención y castigo, típica de una acción de ‘masas’, obnubilada por fuertes emociones lideradas por hiperreactivos actores (como lo describió Le Bon ya hace 120 años) volvió el racional nucleamiento defensivo -quizás motivado racionalmente por ausencia sentida de seguridad estatal suficiente- en un linchamiento ilegal, delictivo, abusivo. En definitiva, un acto cobarde y sádico, indefendible como evolución de una iniciativa originalmente valiente, racional y ajustada a ley, susceptible de ser acusado de delitos como ‘justicia por mano propia’, ‘asonada’, ‘lesiones graves o gravísimas’, ‘asociación para delinquir’ u otras figuras penales al alcance del tribunal judicial a cargo, y cuya aplicabilidad dependería de la evaluación de la prueba disponible en el expediente institucional. Aunque pueda ser entendida la conducta irracional como una evolución de una acción racional, legal y valiente, no cabe duda de su extrema peligrosidad e ilegalidad. Así como los rapiñeros fueron ambos sentenciados, aunque diferencialmente seis o tres años, así también, aunque reconociendo las diferencias entre una acción provocadora y una acción provocada, reactiva, dicha conducta también es ilegítima y merecedora, según nuestro Estado de derecho vigente, de un castigo ejemplar, capaz de cumplir funciones preventivas ulteriores, seguidoras de la misión judicial en la sociedad. Varios autores, entre ellos Lipovetsky, han narrado la historia del abandono progresivo por la humanidad, de la justicia privada por mano propia, con todas las venganzas y vendettas del pasado. Sin embargo, en ese proceso y tendencia, hay excepciones. En efecto, no siempre el proceso adquiere igual velocidad de instalación y quedan remanentes de la cultura de justicia privada; o bien en algunos lugares o grupos aún no alcanzados por la nueva legitimidad de Estados nacionales centralizados, abolidores de la justicia privada sustituida paulatinamente por la pública. Muchos de los mensajes de las repugnantes redes sociales, y también de comentarios que acompañan las coberturas noticiosas, demuestran la cantidad y radicalidad de los que apoyan la legitimidad del abuso cobarde, sádico, potencialmente letal e ilegal cometido. Sus únicas restricciones parecen haber sido la estupidez de filmar y divulgar, ante la necesidad de llegar a la muerte ejemplar como único modo prevención eficaz, aunque realmente sea una catarsis históricamente demostrada como ineficaz, tanto o más que el castigo con pérdida de la libertad. Hay excepciones, como se dijo antes, en este proceso: la insuficiente sustitución de la justicia privada por la pública, a veces ausente, tardía o inadecuada; la naturaleza del caso (por ejemplo, una estafa no excita linchamiento como una rapiña violenta o una violación); los lugares de resistencia o insuficiente penetración de las nuevas legitimidad y legalidad. La ilegalidad debería superarse por la inteligencia y coraje de la legítima, moral y moralizante acción letalmente represiva reactiva, vista como legítima, parte del deber ser individual y colectivo, pero subsiste en enclaves de actividades clandestinas, ilegales, restringidas, informales, que se rigen aún por justicia privada -ajustes de cuentas- a falta de recurso normal a la justicia pública. La atomización territorial de Canelones es especialmente adecuada para registrar episodios de pervivencia, resistencia o surtos de justicia privada, por ausencia, insuficiencia o inadecuada penetración de la justicia pública. La justicia pública, en lugar de cobrar al grito y contribuir a la hegemonía y dominación de la justicia privada, debería haber profundizado la presencia de la justicia pública; pero la radicación local del tribunal judicial, la presión de los locales organizados, el carácter reactivo de la asonada de linchamiento, contribuyeron a que tuvieran sentencia condenatoria, pero no penitenciaria, personas claramente delincuentes, de alta peligrosidad para otros, tales como los que innecesaria, cobarde y sádicamente le hicieron perder un ojo, le destrozaron la cara y dejaron en estado delicado a alguien ya esposado. ¿Es más peligrosa la cómplice del rapiñero -desarmada, sin siquiera insultar ni amenazar, de 19 años, sin antecedentes, madre- que el que solicitó que le dieran al esposado y reducido para hacerle un submarino y destrozarle la cara? ¿Quién es más peligroso para el prójimo? ¿Por qué ella tiene que cumplir tres años de cárcel y el otro fue exento? Entendible sociológica y futbolísticamente como ‘cobrado al grito’, sin que tampoco tengamos elementos suficientes como para juzgar la actuación de la Policía, que no nos impresionó como buena, pese a la calificación judicial obtenida. Si se subraya el carácter de padre, trabajador, etcétera, de quien reaccionó excesivamente y con extrema peligrosidad, no se hizo lo propio con la mujer de 19 años, como sucede habitualmente con todos los delincuentes comunes, que parecen no padecer dificultades económicas, ni trabajar o querer hacerlo, ni formar parte de familias o tenerlas a su cargo ni son jamás entrevistados, ellos o los suyos, sobre sus motivos o necesidades. Así narra la historia la prensa, así la recoge parcialmente el Poder Judicial, así se conforma la opinión pública.
¿Linchamiento o arresto ciudadano?
Por Rafael Bayce.