La otra vuelta venía trillando por Canelones, rumbo a Agadu, cuando desde la vereda de enfrente, un Padre Riente sale corriendo desde Conventuales al grito de: “¡Ruso, Ruso, acordate que el primer asado que comiste cuando salieron te lo hice yo!”. Nos dimos un abrazo en el medio de la calle.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Y una bandada de recuerdos me colonizó la memoria, porque a Conventuales, a la solidaridad franciscana de Conventuales, fuimos a dar los últimos mohicanos después de 13 años que incluyeron bala, biaba, internación, media ración, incomunicación, y si querés otra, viviendo en un pozo, bajo tierra.
Teníamos, si te pareció poco, la espada del caso oscilando sobre nuestro cráneo, porque de pique nos comunicaron que éramos rehenes, que si cualquier acción se producía en el mundo exterior, simulaban una fuga. Éramos boleta. Y una vuelta anduvimos ahí, casi, casi. Porque entre otras, veníamos con la comunicación pública del coronel encargado del operativo de nuestro secuestro, donde decía: “Ya que no pudimos matarlos cuando cayeron, los vamos a volver locos”.
Uno de los nueve la quedó. El Nepo, Adolfo Wassen. Dos enloquecieron. El resto, ahí.
Con el Pepe y el Ñato, que hicimos la vuelta del Uruguay en un calabozo, habíamos reinventado el morse, y hablando bajito a golpe de nudillo, una vuelta nos juramentamos. Lo primero, que, como militantes, la tarea que teníamos ahí era resistir. La segunda, que si alguno salía con vida y en condiciones, iba a dar testimonio, sencillito nomás, de la peripecia.
Salimos. El 14 de marzo último, cumplimos 31 años de la salida, que no fue por amnistía; fue por una ley puntual que establecía que dadas las condiciones de reclusión, cada día se computaba por tres. Por si las moscas, registro que nos quedan años a favor.
Como las familias estaban malheridas, como trabajo no tenía nadie, ni nadie tenía vivienda, y como queríamos reunir y organizar los restos del naufragio, los que aún andaban clandes, la joven guardia, los que llegaban del exilio, de todas partes vienen, sangre y coraje, quisimos permanecer juntos en un solo local. Porque, además, los días no eran moco de pavo, los atentados están en la vuelta y había que crearse una trinchera.
Tuvimos varios ofrecimientos. Y aceptamos por unanimidad la mano que nos tendieron los franciscanos de Conventuales, donde dimos la primera conferencia de prensa, donde vimos a la familia, los amigos, los compañeros, y nos comimos el primer asado.
Estábamos viviendo ahí cuando pusimos en la orden del día el cumplimiento del compromiso asumido desde el calabozo subterráneo.
Y fue así que marchamos con el Ñato (fuimos los dos, alguien tenía que trabajar y quedó Pepe) a un ranchito de mis padres en Las Toscas. Se titulaba “La casita de mis viejos”. Al fondo tenía parral, parrilla, un galponcito. Ahí nos instalamos con el Ñato y una grabadora. Los compañeros nos consiguieron un lote de casetes, en su mayoría usados, y ahí, durante 10 o 15 días, le dimos sin parar, tuya y mía, a mate durante el día y combustible al oscurecer.
De la desgrabación salió este libro. Memorias del calabozo, que quiere ser, que quiso ser el testimonio de todos, de los que cayeron, de los que nos faltan, de las compañeras y compañeros que dieron todo por esta gesta, la gesta de la utopía que nació con la primera marcha cañera.
Por la tierra y con Sendic.