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Los despachantes de la noche traen las gallinas muertas

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Caras y Caretas Diario

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La costa es una fiesta. Estamos acá con Pamento, en la vereda, cerveceando, pero con ganas de chancletear en la costa. Entre espuma y espuma, nos cambiamos figuritas, visiones en la arena, las rocas, las olas con espuma. Y volvemos a la cerveza.

Con estos vientitos de primavera vimos un lote de botijas remontando cometas, como las de antes, en la punta de Ramírez, antes de llegar a las canteras. Se ven pocas, menos. Pero se ven, se ve al padre peludeando con la piola para ver si levanta la cola de trapo. Ahora son parapentes. En el espigón de Malvín, frente a la isla de la gaviotas. Es una bandada de colores: unos sobre la arena, con rueditas, otros sobre el mar, en tabla de surf. Hasta que se prende algún motor y ahí los tenés, recorriendo playas en el aire, como si estuviéramos en el futuro. En cualquier momento, con la multiplicación de los parapentes a motor, te instalan en cualquier azotea una estación de servicio para repostar. Quedarse sin nafta en el aire no es pachanga.

En todas estas arenas, o camino a las arenas, rodeando el piso firme del Buceo, donde ya son cardumen, aparecen los despachos. Son hijos de la nocturnidad. También de las respetabilísimas creencias, que bajan con ofrendas con gallinas degolladas, coloradas unas, blancas otras, muertas todas (sin alusión), con un acompañamiento de frutas, acaramelado el pop, papas horneadas.

Según los días, cambian de santo, aunque Iemanjá, siempre. Por los aledaños de la playa del Buceo y sobre la arena, o junto a las rocas, no bajan de una docena. Se ve que sus dioses tienen buen diente. Pero lo que les llevan queda ahí. La ofrenda se eleva espiritualmente.

Ahora a los despachantes les importa un bledo que a la mañana siguiente vayan los niños, nietos, hijos, con los padres o la abuela, a escarbar con una palita, cargar un balde de agua, hacer pozos, jugar a la pelota. Las gallinas, ahí, para mayor gloria de una respetabilísima religión, cuyos sacerdotes no respetan a los niños. Niños de todo pelo y creencias tienen que esquivar las gallinas que por las noches mordieron las ratas, que alguna sigue por ahí, las gaviotas picoteándole los ojos, algún perro que se prende al cogote degollado, y culadas de pájaros que le dan al pop, acaramelado.

Y aquí, veredeando con el Negro Pamento, nos preguntamos por qué la autoridad no le dona a cada pastor de gallinas una docena de huevos; que traigan gallinas, eso sí, pero en estado de huevos duros. No hieden tanto.

También nos preguntamos con el Negro por qué son tan segregacionistas con los que no comulgamos con sus creencias. Son discriminadores: discriminan a todos los que no dejan despacho con solicitudes, que nunca son para los discriminados, son sólo para ellos, todo para ellos. Novia, dinero, salud, sólo para los despachantes del emplumado.

¿No habrá una ONG que nos defienda? Que corte una calle, que despliegue una pancarta: “No más gallinas muertas en la playa”, que encienda un coro: “Playa sí, gallinas no”. “Estamos contra la discriminación religiosa”.

Es ahí que Pamento da línea:

–Mirá, botija, si te multan un soretito de perro, ¿por qué no fajan al degollador de la colorada?

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