Hace unos días me referí al debate entre la pretendida civilización y la pretendida barbarie, que sigue dividiendo a la gente y causando estragos por doquier en América Latina y en el mundo. Para muestra mencioné los dichos, ciertamente infelices, de Mauricio Macri, el presidente de Argentina. El asunto tiene, sin embargo, múltiples caras, algunas de ellas sorprendentes, y casi todas ignoradas de solemnidad. Cuando visité el Rockefeller Center, en Nueva York, me encontré con una gigantesca reproducción -un verdadero mural de más de cinco metros de largo- de aquella famosa fotografía de Charles Ebbets tomada el 29 de setiembre de 1932, de once obreros almorzando sobre una viga suspendida del vacío, o poco menos. Se afirmaba a quien quisiera oírlo que esos hombres estaban a unos 244 metros del suelo. Luego surgió el rumor, o la comprobación, de que era trucada. El peligro que rodeaba el trabajo de los obreros, sin embargo, era constante y muy real. No existían medidas de seguridad, ni leyes de protección laboral, ni asomo de indemnización por el concepto que sea, incluida la muerte por estrellamiento contra el suelo. Se vivían los tremendos impactos de la crisis de 1929 y la gente aceptaba el trabajo, si tenía la suerte de conseguirlo, o se iba a pedir limosna con un cartel al cuello. Pero lo más interesante es que una buena parte de los trabajadores que levantaron los edificios del Rockefeller Center no eran inmigrantes irlandeses, escoceses, italianos o eslavos, como podría suponerse, sino que se trataba de indios de la tribu de los Mohawk, originaria de Canadá. Eran los “ironworkers” u obreros del hierro, a quienes se denominó “hombres sin vértigo”, que se especializaron en dicha construcción en los albores de la arquitectura de los rascacielos, allá a fines del siglo XIX. Los Mohawk ayudaron a levantar, entre otros, casi todos los puentes de Nueva York y varios de los rascacielos de la isla de Manhattan. Poseían una cualidad que los convertía en mano de obra inapreciable: no tenían vértigo, vaya a saber por qué. Eran capaces de caminar con toda naturalidad a lo largo de las vigas más altas. Tenían el andar aplomado y preciso de una cabra montañesa, y percibían el riesgo con el sigilo y la sabiduría de un animal salvaje. Pronto pasaron a ocuparse de la operación más arriesgada y mejor pagada, que era la de ensamblar las vigas. “Hemos construido América”, parece que dijeron alguna vez, aunque su condición nunca haya pasado del estatus de la más vulgar explotación laboral, aunque al resto de sus congéneres lo hayan diezmado y expulsado a la peor parte del oeste, y aunque hayan ganado algún dinero en una tarea casi tan trágica como ir a la guerra y disparar desde la primera línea de batalla. Esta historia de los Mohawk inspiró incluso la novela Las catedrales del cielo, de Michel Moutot, en la que el autor muestra a una familia indígena enorgullecida de haber construido Estados Unidos. Esas miradas, oblicuas o tangentes, sobre la condición de los “bárbaros” que glorifican a sus opresores me recuerda a aquella negrita de la famosa película Lo que el viento se llevó, que acepta su condición de esclava con toda naturalidad, e incluso con cierta alegría y complacencia, porque es lo que Dios ha dispuesto, según inapelable declaración de su ama. Hay otras maneras de referirse a la pretendida barbarie desde la pretendida civilización. El inefable Rodolfo Valentino, que llegó a provocar orgasmos en masa en sus admiradoras, hizo de gaucho en dos películas: Los cuatro caballeros del Apocalipsis, de 1921, y Un demonio santo, de 1924, cinta que al parecer se ha perdido. En ambas bailaba tango y seducía a hermosas damiselas. Su traje y su actitud (y todo lo demás) era una rabiosa mezcla de accesorios orientales y gitanos, entreverados con cierto desenfreno salvaje que pretendía ser campero. Cuando a Carlos Gardel lo disfrazaron de gaucho, para una de sus actuaciones, no le fue mejor: el atuendo es una aberración de sedas, de bordados y de flecos, con más reminiscencias de un torero o de un bailador de flamenco, que de un nativo habitante de las pampas. Todo esto no es casual, más allá de que el cine siempre haya dedicado poca atención a las investigaciones antropológicas y a la historia a la hora de armar sus escenografías. De los Mohawk y su vil explotación a las películas de Valentino y Gardel, hay un vínculo plagado de malos entendidos y de entorpecimientos interpretativos, cuya columna vertebral es la olímpica indiferencia hacia ese universo considerado como bárbaro, que vale sólo por lo útil o por lo pintoresco. Por estos lares también supimos contar, aunque mucho más modestamente, con nuestros constructores indígenas. Las primeras viviendas de la Banda Oriental y de la ciudadela de Montevideo fueron levantadas por los tapes guaraníes, procedentes de la región de Tapé (de ahí su nombre), que formaron parte de las famosas reducciones jesuíticas y muy pronto se destacaron como hábiles constructores. Dominaban no solamente el arte del barro y del palo a pique, del techado de paja y del tallado a hachuela de puertas y ventanas, sino también el muy preciado de la teja muslera y de la piedra. En Montevideo levantaron, en un abrir y cerrar de ojos, las chozas de cuero donde habitó el clan de los hermanos Carrasco, por ejemplo, del cual formaba parte Juan Antonio Artigas, abuelo de nuestro prócer. Es una lástima que a nadie se le haya ocurrido, ni durante esos tiempos ni después, a lo largo del siglo XIX, escribir alguna pieza literaria sobre ellos. Seguramente, como formaban parte de la chusma bárbara, no habrán sido motivo de interés para nadie, fuera de sus notorias habilidades constructoras. Frente a tanto silencio o indiferencia contamos, en cambio, con ese formidable relato de Enrique Hudson, denominado La tierra purpúrea, en el que el autor, descendiente de ingleses, relata con lujo de detalles sus aventuras por territorio oriental, a la manera de un Ulises criollo, o por lo menos originario de la rubia Albión. Volví a leer ese libro, no sé si por décima vez, en casa de mi hijo, hace muy poco tiempo. Se trata de un ejemplar muy hermoso, con ilustraciones de Florencio Molina Campos, de tapa dura y realmente lujoso; yo ya lo había leído con placer, sin embargo, en ediciones humildísimas, de hojas amarillentas y cuarteadas. Lo importante es que volví a asombrarme ante esas páginas, cuya lectura recomiendo fervorosamente. Por algo se convirtió en un clásico. Debe ser uno de las poquísimas obras del siglo XIX (publicada en 1885 y reeditada en Londres en 1904) que no adopta de manera implícita el punto de vista del “blanco superior” sino que muestra, indaga, comparte, aprende y, en definitiva, vive y goza. Como dice el escritor y ensayista argentino Ezequiel Martínez Estrada, en referencia a Hudson: “Su hazaña consiste en que descubrió un mundo ya descubierto y que había quedado sepultado, como las ruinas de alguna ciudad bajo la tierra o la lava, por la insensibilización del hombre fabril occidental… En esta proeza de reconstruir el mundo de vida salvaje -no el pintoresco, sino el de las cosas vivas en sí- reconstruye al mismo tiempo una facultad perdida, la de entrar en comunión sana y comprensivamente con los demás seres”. Esa comunicación sana y comprensiva, indispensable para edificar verdaderos vínculos humanos, queda de manifiesto, entre otros pasajes, cuando Hudson -recordemos su origen europeo- empieza por lamentarse de que las invasiones inglesas hubieran fracasado en la Banda Oriental, y termina por arrepentirse de semejante pensamiento. ¿Por qué? Porque, como él mismo dice, las tales invasiones no fueron ni mucho menos una oportunidad de progreso perdida. “No puedo creer que si este país hubiera sido conquistado y recolonizado” por Inglaterra, “mi relación con la gente hubiera tenido el aroma silvestre y delicioso que encontré en ella. Y si ese aroma característico no pudiera poseerse al mismo tiempo que la prosperidad material resultante de la energía anglosajona, yo expresaría el deseo de que esta tierra nunca conociera tal prosperidad”.
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