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Lula y Mujica: el modelo Maradona

Por Rafael Bayce.

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Encuestas recientes en Brasil y en Uruguay muestran la permanencia de la popularidad de Lula y de Pepe, mucho más allá de los fuertes avatares políticos y de los episodios de corrupción que los han tocado más o menos directamente. ¿Cómo explicar ese resiliente liderazgo, ese chaleco antibalas electoral que los protege? Es posible que, comprendiendo la sacralidad popular del exfutbolista argentino Diego Maradona, nos acerquemos a entender mejor qué hechos y cualidades hacen posible la construcción de un héroe, un ídolo, un modelo popular.   Lula, espejo proyectivo Los ascensos políticos de Lula y del Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil han sido certeramente analizados en los últimos 20 años a partir de factores específicamente políticos e incluso sociales. En lo que creo que no se ha buceado con suficiente profundidad es en los significados carismáticos de la figura de Lula, en su distintividad respecto de la clase política y de los políticos clásicos y tradicionales de Brasil. Como veremos, algo similar sucede con Pepe Mujica: ambos encarnan al antipolítico, al político diverso de los cuadros partidarios, al político que se parece más física, lingüística, culturalmente, a la gente común. Y ese mayor parecido con el “pueblo” los beneficia claramente porque parecen “encarnarlo”, materializarlo concretamente. Estos fenómenos parecen explicarse por una tendencia civilizatoria del occidente urbano que se impone progresivamente en la segunda mitad del siglo XX: la de la “desutopización” de los héroes, ídolos y modelos. Los admirados de hoy ya no son superhéroes como los que nacen en el Renacimiento y se actualizan, pero manteniendo ciertos caracteres que ya venían matrizados de Plutarco en la Antigüedad y desde las vidas ejemplares católicas del medioevo. Esa línea se prolonga con Robin Hood, Alejandro Dumas, las novelas policiales y, finalmente, toda la serie de superhéroes del tipo de Superman, algunos de sus antecesores y todos sus descendientes; con superpoderes  y supervirtudes para servir al bien, castigar al mal y proteger mágicamente a los que podrían no estar personal ni institucionalmente equipados para hacerlo por sí mismos ante las superiores fuerzas del mal y el vicio. Los superhéroes comienzan a ser en la segunda mitad del siglo pasado menos superpoderosos y menos virtuosos, más parecidos a todos. A los vengadores, desde el famoso anónimo de Charles Bronson, ya se les perdonan imperfecciones e inmoralidades profundas en su búsqueda, hasta inescrupulosa, del bien; comienzan a justificarse los medios para la persecución de fines considerados “civilmente sagrados”; las series policiales ya no pintan virtuosos superdotados, sino bellos inescrupulosos superequipados al servicio de bienes superiores a la modestia y la moralidad teórica. James Bond profundiza el nuevo superhéroe. Ya no se quiere ser superheroico sino superdotado en algo, superior en algo a todos pero no radicalmente diferente. El acápite de un capítulo de La muchedumbre solitaria, de David Riesman, menciona a una niña que afirma que le gustaría tener superpoderes siempre que no llamaran la atención de la mayoría. En paralelo a estos cambios, el gregarismo y la sociedad de masas se van consolidando. Una derivación particularmente perversa de la alegada soberanía popular es la dominancia seudodemocrática de la opinión pública y del sentido común como guías de la virtud y la capacidad de pensar, sentir y decidir. Se ha invertido el estereotipo del superhéroe: de superhumano, superdotado y supermoral, pasa a ser admirada la encarnación de la medianía, ser como todos, mayoría silenciosa, a veces coagulada en sentido común y opinión pública registrada. Es más admirada la persona común que encarna a todos y los representa, pero sin intentar diferenciarse de ellos. Porque los superhéroes son admirables, pero a la vez distantes y susceptibles de envidia y sentimientos de inferioridad que los pueden llevar a ser odiados o a desearse secretamente su desventura, errores o defectos para que su superioridad pueda socavarse; la distancia lo hace tan admirable como envidiable y odiable, pero nunca querible y sentido como “uno más de nosotros”. La consigna básica de Disney para sus dibujantes era “make it cute” (hacelo lindo) y fue sustituida, a partir de estudios psicosociales, por “make it motherable” (hacelo querible como por una madre). El común que llega al poder, la fama y la riqueza es más admirado y querido que el superbello o superrico; la atracción del jet-set es el ascenso brusco de la nada, o desde poco. Lula y su carrera -nordestino emigrado, obrero metalúrgico feo, desarreglado y mal hablado, con un dedo cortado trabajando- simbolizan la accesibilidad de la presidencia, o sea, gloria, fama, poder y riqueza para todos. Si Lula pudo, entonces todos podemos. No hay que tener tradición familiar, trayectoria en cuadros políticos, vestir pulidamente ni hablar cultamente o tener mucha educación para llegar al pináculo del poder. Esa ilusión empodera psíquicamente a la persona común. Proyecta en Lula toda su esperanza, que era desesperanzada y ahora tiene asidero real; además, promete repartir redistribuyendo como Robin Hood. Cualquier derrota sólida de Lula es la derrota del sueño proyectivo de la gente; flotará como corcho en cualquier vicisitud maldita, inmune a cualquier sólida desventura. Es indestructible, no por sus planes, programas y realizaciones, que casi nadie conoce bien, sino por su perenne simbolismo profundo; no será derrotado salvo que abdique abrupta y violentamente de lo que lo hizo espejo proyectivo de esperanzas de estatus.   Mujica, la versión criolla Pepe no sale de tan abajo como Lula. No es del interior discriminado, sino capitalino, pero con jerga rural; no es obrero pero sí modesto cuentapropista, casi pequeño burgués, con estudios secundarios casi completos. Pero se disfraza de algo más popular que su origen real: chacra sin lujo, fusca desvencijado, motoneta obsoleta, perra discapacitada. No es lindo ni posa de bien vestido, ni bien afeitado ni lo veremos jamás de camisa, corbata y saco (ninguna camisa le cerraría). Lleva pantalón informal, remera barata con las puntas dobladas, pelo desarreglado, jerga rural pero chispeante, argumentación lógicamente insuficiente pero matizada de proverbios, refranes y dichos populares que están diciendo lo siguiente: yo tengo tu saber y argumento con todas tus imperfecciones lógicas, pero con tus virtudes retóricas y tu viveza chispeante; todas virtudes de los que no son ricos, ni poderosos, ni famosos, ni educados ni refinados cotidianamente. Ahora parece que se puede ser popular en los medios, discutir con los sabidos, acarrear votos, sin nada de eso que yo no tengo ni puedo tener; entonces voto al que me hace sentir capaz de lo máximo sin tener nada de lo que creía necesario para eso. Fue capaz de imponer como obvia sabiduría la históricamente falsa afirmación de que “los chanchos no votan a Cattivelli”, cuando en realidad lo han votado y votan entusiastamente. A alguien como Mujica, que cambió la apariencia y el discurso político acercándolo a los de la gente, se le permite cualquier cosa y se lo sostiene siempre, bajo la intolerable amenaza de que perdiendo él, perdamos todos por ser como él y ser derrotados al ser él derrotado. Como pasa con Lula. Como con un penal que hace o erra un uruguayo en la segunda división de Guatemala: estamos todos involucrados y nos toca lo que suceda. Nadie permite la pérdida de la ilusión, ya que lo último que se pierde es la esperanza, lo que más encarnan simbólicamente Lula y Pepe. Difícil que pierdan si se presentan; no votarlos es como una traición o un gol en contra. Algo similar sucede con Maradona en este contexto civilizatorio de nuevos superhéroes desutopizados, ucronizados.   Maradona, el villero vengador de Malvinas Argentina salía de una dictadura militar desventurada en lo económico, con las clases populares perjudicadas y miliqueadas. Los militares intentan tapar el cielo del descontento con el harnero del orgullo nacionalista bélico del David criollo contra el Goliat europeo, en este caso inglés. Fracasan estrepitosa y humillantemente en la Guerra de las Malvinas, casi un surto masoquista. La autoestima argentina y todos los empoderados por el peronismo histórico sufren. De repente, un pequeño pero fuerte y hábil futbolista villero, melodramáticamente equipado como para encarnar a un napolitano y a un argentino con ascendencia italiana, redime a los argentinos con una doble hazaña redentora: hace un gol lícito que humilla a los ingleses con la mejor jugada técnicamente posible en ese entonces, a cargo de un argentino contra ingleses, ante los ojos del mundo y jugándose la continuidad en el torneo deportivo más importante del mundo. Ya era una revancha. Pero la verdadera revancha, y venganza completa es el gol que les hace ilícitamente, con la mano. Ante los ojos del mundo entero, los villeros argentinos redimen, por habilidad y viveza, a la nación humillada. Capítulo aparte merece el nombre recordatorio del gol ilícito: la “mano de Dios”. ¿Es Dios el que hace el gol, guiando el destino de la mano de Maradona, para vengar la ofensa? ¿O es Maradona Dios para los argentinos por hacerlo? ¿O ambas cosas? Los villeros, no los militares ni los políticos, han vengado y redimido a la Argentina; por más vivos y por mejores. Gloria in excelsis deo. Lula, Pepe Mujica y Maradona comparten tantas, demasiadas cosas.  

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