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Manini no tiene cara

Por Martín Generali.

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A decir verdad, tiene una cara pero parece sujetarla, disciplinarla, usarla para ocultarse bajo una cara sin reacción. Un envaramiento con el que modela su aire de persona a la que pocas cosas la hacen reír o disimular su poca capacidad para hacerlo, acaso. Cuando el costado derecho de la boca se levanta un poco, lo hace sosteniendo qué, me pregunto.

Tiene un gesto. Lo usa de un modo delimitado, estricto. Nada excede las líneas rectas, ni su mueca (en una curva que asciende, pero a la vez cae) parece querer quebrar el almidonado proceder de sus ojos fríos, burocráticamente duros.

Manini no tiene cara, tiene una expresión facial. Una emotividad cercana a cero, una mirada no negra pero sí oscurecida. Su expresión es la de alguien a quien reír le cuesta, pero ser serio le nace. Y exigir que los demás no rían parece que también le nace.

No hay placer, no hay conmoción, no hay goce. No allí. Manini no tiene cara, dibuja una, o eso parece, formula una, o eso parece, retrata una, o eso parece. Insisto, parece, porque al rostro de Manini solo cabe suponerlo dado que no enseña, guarda.

Una y otra vez, noticias mediante, enfrento el rostro de ese hombre en el centro de una ronda de micrófonos, un poco por encima de los zócalos de la televisión, donde el personaje del “azote de la delincuencia” lo convoque y, siempre, por detrás de su discurso, pareciera sin sueños. Despojado de metáfora. Incapaz para la fantasía o el deseo, un rostro útil, no mucho más que una rutinaria herramienta de trabajo.

Públicamente, el de Manini no es un rostro, es un hecho político. Cabildo Abierto dice no ser de izquierda, de derecha, ni de centro, y el rostro de su líder no expresa alegría, ni fastidio ni dolor; Manini no expresa, reprime.

Se pueden, con la mirada de Manini, ofrecer honras fúnebres. Se puede, con la mirada de Manini, dictar una ley de endurecimiento de las penas para los menores infractores. Se puede, con la mirada de Manini, hablar de valores que él cree perdidos -y cree valores- en esta sociedad. Se puede, con la mirada de Manini, considerar que la juventud está perdida. Se puede, con la mirada de Manini, coincidir con un obispo. Se puede, con la mirada de Manini, ser ese vecino que considera que el volumen de la música está muy alto y se pregunta qué estarán haciendo esos jóvenes en la plaza.

No se puede aprobar la riqueza de una charla de universitarios que prefirieron faltar a la clase para seguir discutiendo sus ideas en un café. No se puede teorizar sobre vanguardias. No se puede proponer una ley que subsidie los teatros. No se puede recibir con beneplácito la noticia de que un hijo cambiará Derecho por Bellas Artes.

Quien tenga la mirada de Manini podrá liderar un partido como Cabildo Abierto y enfrentar a la sociedad como quien no tiene cara, apenas un gesto anímicamente liso, de grisura controlada.

Se puede reír, pero como si reír fuese un hecho menor, un acto sin importancia. Con la mirada de Manini se puede estar -o ser- triste.

No hay error, no hay falla, no hay locura. No está la frágil humanidad, no está la débil condición, determinada piedad por lo imperfecto no existe en un gesto que emplea sin corazón y con el que parece amonestar, vigilar, poner en falta, cuando mira.

La de Manini no es una cara, es un procedimiento. No el fiel reflejo, sino el calculado reflejo. El rostro se viste, la cara se uniforma y, detrás del uniforme, su esencia se esconde o, tal vez más revelador cuando se trata del rostro de alguien, se enmascara.

Ignoro si Manini es muy distinto de lo que su rostro militar sugiere, pero sé perfectamente lo que me sugieren sus ojos, ausentes por completo de empatía. Porque Manini efectivamente es así, o bien porque así lo prepara, su cara -la que usa- me dice que la vida es una reglamentación, sin palabras de más, sin tristezas filosóficas, sin flojeras de bohemio. La vida es un lugar serio. La vida es para no perder el tiempo con la literatura. Menos poesía y más paso militar. Pelo corto. Marchar derecho. Me dice que la vida es eso, o es recreo. El recreo con el que piensa terminar. La vida que él y muchos de los que a él lo votan no parecen necesitar demasiado. El amor va dentro de un casamiento, la camisa, dentro de un pantalón, el pelo, dentro de un largo de muchacho que parece de familia. Dentro, autocontrolado, quieto.

Nadie, después de esa mueca, sonríe. Nadie, después de esa mueca, cree en el amor libre. Difícilmente, después de esa mueca, alguien no crea -y no diga- que muchos trabajadores protestando en las calles son una amenaza para la sociedad. Difícilmente Manini no use esa mueca.

Con una mueca como la de Manini, solo se puede pensar en Jack el Destripador.

Sobre el particular -ya saben, “ni a Jack el Destripador se lo ha perseguido 40 años”, aseguró Manini-, supongamos los siguientes episodios.

Aunque 40 años después de sus crímenes, Jack el Destripador es encontrado por las autoridades. Primera puntualización: autoridades que pasaron 40 años buscándolo sin saber dónde estaba y no compartiendo asados y jornadas electorales con él.

Identificado y localizado Jack, las autoridades informan a los hijos, padres y madres de sus víctimas que, no solo no será castigado, lo exonerarán de culpa y cargo, sin intentar saber sobre el paradero de los cuerpos porque, como no podía ser de otra manera, alegan, casi en camaradería con el destripador, respetarán el pacto de honor que lo une en el silencio con, por ejemplo, otros Jack.

Es lo que cabe entender de la analogía que Manini hizo, olvidando que entre el caso de acusados de gravísimos delitos que sí sabemos quiénes son y dónde están, y el de Jack -que jamás se supo quién era y mucho menos aún dónde estaba- no hay analogía posible.

Manini ha dicho luego que, promoviendo el restablecimiento de una ley que solo beneficiará a represores y torturadores, no se defiende a represores y a torturadores.

No nos sorprende. Ya sabemos que, para decirlo, hay que tener un silencio con el que manda callar empozado en los ojos, una calma más escalofriante que tranquilizadora o, lisa y llanamente, no tener cara.

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