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Martí entre nosotros

El exministro de Cultura de la República de Cuba y escritor Abel Prieto, publicó una columna destacando el rol central que el pensamiento del héroe de la independencia tiene en la ideología de la Revolución Cubana.

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Por Abel Prieto

Hemos llegado a este 28 de enero de 2021 luego de atravesar un camino espinoso, lleno de obstáculos y trampas, con el bloqueo multiplicado hasta más allá de todo límite y una pandemia cuyo saldo letal rebasa los dos millones de muertos en el planeta.

La digna resistencia de Cuba hizo fracasar las 240 medidas impuestas por Trump, dirigidas a asfixiar la economía y a debilitar el apoyo del pueblo a la Revolución. Como dijo el Presidente Díaz-Canel, «nos tiraron a matar, y estamos vivos».

Los proyectos subversivos, con el empleo de mercenarios, «medios independientes» y redes sociales, solo lograron confundir de modo fugaz a alguna gente y añadir un nuevo capítulo caricaturesco a la campaña anticubana.

Ante las agresiones de Goliat, frenético, rabioso, enfermo de odio e impotencia, David aparece como lo evocó siempre Martí: como un gigante moral.

La pequeña Isla cercada y calumniada ha enfrentado la covid-19 con rigor científico, espíritu solidario y resultados incuestionables, tanto dentro de sus fronteras como en otros 40 países y territorios. Se encuentra además entre las poquísimas naciones que avanzan en la fabricación de vacunas propias.

El Imperio del Norte, en cambio, la mayor superpotencia mundial, dio a la epidemia una respuesta negligente, inhumana, atenta a las repercusiones electorales y económicas del virus y no a las que tuvo y tiene en la salud de sus ciudadanos. La población de  EE. UU. está pagando la insensibilidad de sus gobernantes con la pérdida de muchas vidas, en particular entre los más humildes.

Al propio tiempo, la maniobra para desacreditar a nuestros médicos naufragó ante el ejemplo de profesionalismo y generosidad que han ido dejando en todas partes.

También Martí tuvo que responder a difamaciones echadas a rodar en la prensa norteamericana contra su causa y sus compatriotas y defender, con pasión y argumentos, la capacidad de los cubanos para gobernarse a sí mismos y edificar una República ajena a los vicios que vio y sufrió en varios países de América Latina y, sobre todo, en EE. UU. Una Cuba libre, soberana, justa, capaz de frenar el empuje imperial, junto a Puerto Rico y las demás Antillas, y contribuir así «al equilibrio aún vacilante del mundo».

Los «sietemesinos que no tienen fe en su tierra» lo tildaron de «loco» por sus convicciones, integridad y fervor patriótico. Muchos años después, otros sietemesinos muy cínicos, los ideólogos del neoanexionismo, arremetieron de la misma manera contra él y descalificaron ásperamente sus «delirios» en torno al destino de una Isla que creen condenada a subordinarse a su poderoso vecino.

Por supuesto, han atacado a la par a su mejor discípulo, a Fidel, heredero de aquella noble «locura», quien fundó una Patria martiana, socialista, internacionalista, e hizo aportes trascendentes al equilibrio del mundo.

En el aniversario 150 del natalicio del Apóstol, Fidel volvió sobre la influencia de Martí en los protagonistas del asalto al Moncada:

«(…) de él habíamos recibido, por encima de todo, los principios éticos sin los cuales no puede siquiera concebirse una revolución. De él recibimos igualmente su inspirador patriotismo y un concepto tan alto del honor y de la dignidad humana como nadie en el mundo podría habernos enseñado».

Ese legado que nutrió a la Generación del Centenario se hizo desde 1959 patrimonio de la gran mayoría del pueblo cubano y continúa siendo imprescindible.

No ha perdido vigencia el combate que libró el Apóstol para contrarrestar la difusión entre políticos e intelectuales latinoamericanos del «modelo» yanqui como paradigma idealizado, sinónimo de «modernidad», «desarrollo» y «libertad».  Por eso se empeñó en desmontar el mito. Denunció, entre otros muchos rasgos degradantes del supuesto «modelo», la soberbia y las ambiciones hegemónicas de «la Roma americana», el culto obsesivo al dinero como un cáncer que roe las bases de esa sociedad y el control ejercido por «las empresas colosales y opulentas» en las elecciones.

Escribió estas palabras lapidarias acerca de la «democracia» de EE. UU.:

«Quiero que el pueblo de mi tierra no sea como éste, una masa ignorante y apasionada, que va adonde quieren llevarla, con ruidos que ella no entiende, los que tocan sobre sus pasiones como un pianista toca sobre el teclado».

La descolonización cultural es otro componente básico del pensamiento martiano. Si bien la pandemia sacó a flote didácticamente la crueldad del neoliberalismo y aceleró la decadencia y el desprestigio del Imperio, la maquinaria colonizadora de la industria publicitaria, informativa y del entretenimiento mantiene su eficacia.

En la operación descolonizadora que diseñó Martí –desde La Edad de Oro hasta su periodismo deslumbrante– hay instrumentos de enorme valor para la formación del ser humano culto, libre, no manipulable, que está en el centro de nuestro proyecto educativo. En ese campo dejó lecciones únicas para su época y para el futuro, para Cuba, la región latinoamericana y caribeña, y la humanidad toda.

De ahí que Fidel se preguntara con tanta fuerza en aquel aniversario: «¿Por qué no se levanta un monumento vivo a la hermosa y profunda verdad contenida en el apotegma martiano “ser culto es el único modo de ser libre”?».

Fidel no estaba proponiendo hacer una escultura o un obelisco. Pensaba muy probablemente en el ejercicio hondo, pleno, continuo, de uno de los pilares de su concepto de Revolución: aquel que nos convoca a «emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos».

 

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