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Martí, Rodó, Chomsky: contrapunto a tres voces

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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El cementerio de Santiago de Cuba parece, en muchos sentidos, un campo de batalla en donde no se ha librado ninguna contienda particular con la muerte, sino tan sólo con la indiferencia, la cobardía y el olvido. La tumba de José Martí debe ser, por lejos, la más esplendorosa y cautivante. Sus muchos símbolos darían para desarrollar todo un tratado de hermenéutica. Martí, tan pequeño físicamente, tan entre vulnerable y quebradizo, se acreció en vida, a través de su prédica incendiaria, su visión y su empuje revolucionario. Y luego, en esa muerte nunca acaecida del todo –la que les toca a ciertos seres a los que el mundo llama héroes–, continuó elevándose y llegó a adquirir una dimensión de cien mil resonancias. El guía que nos llevó a recorrer el cementerio de Santiago era, él también, símbolo viviente de una semilla de dignidad que Martí anduvo desparramando a manos llenas por la isla y por sus territorios circundantes. Delgado y negro como el ébano, generoso y a la vez prevenido contra la muchedumbre de turistas a la que consideraba –eso se le notaba bien– frívola, intrusa y decadente, poseía una vehemencia que no dejó de causarme admiración y, por qué no, cierta envidia en la que caigo de manera recurrente cuando asisto al espectáculo de un nacionalismo tan espontáneo y ferviente. No hablaba como un guía, sino como un líder o profeta. Puede decirse que nos hipnotizó, mientras el sol del invierno santiagueño nos quemaba las cabezas y nos obligaba a entrecerrar los ojos ante el reflejo blanco que despedían los mármoles. En Santiago, y después de Santiago, mientras viajábamos de una punta a la otra de Cuba, Martí no dejaba de salirnos al encuentro en carteles, bustos, nombres de escuelas, de centros culturales, de hospitales y de cuanta cosa se le pueda ocurrir a la imaginación. Después de esa experiencia me di cuenta de que mis sospechas habían dado en el clavo. En efecto, siempre pensé que la Revolución cubana, la de 1959, era en muchos sentidos una consecuencia directa del pensamiento de José Martí, artículos periodísticos, consignas políticas, poesía y ensayos incluidos. La literatura, la filosofía y el pensamiento en general suelen marcar destinos humanos, señalar rumbos, trazar imaginarios tan fuertes como para que nada pueda deshacerlos. Buena parte de la fraseología de Martí parece haber sido hecha a medida como para jalonar el camino de la revolución de Fidel Castro y de todo su derrotero posterior, tan doloroso, paradigmático y preñado de contradicción, exaltación y sacrificio. “El desdén del vecino formidable que no la conoce es el peligro mayor de nuestra América”. Martí no llegó a ver el bloqueo a Cuba, pero es como si lo hubiera presenciado. “El norte revuelto y brutal que nos desprecia”, según sus propias palabras, fue también calibrado en su justo peligro por el uruguayo Rodó, apenas unos años más tarde. José Enrique Rodó habló, en 1900, y es como si acabara de hacerlo, y no sé muy bien si ello es motivo de orgullo, de alegría o de preocupación. Por estos días, Uruguay ha recibido a Noam Chomsky, uno de esos raros intelectuales estadounidenses que, junto a algunos otros, se dedica desde hace muchas décadas a predicar contra el mismo gigante de las siete leguas contra el que nos previno Martí. Chomsky dijo durante su conferencia en Montevideo que “disminuir la democracia es una característica típica de los programas neoliberales; la concentración del poder económico se traduce en concentración del poder político”, y esto conduce a políticas destructivas. ¿Y qué dijo por su parte Martí, unos 120 años antes? Que “el monopolio está sentado, como un gigante destructivo, a la puerta de todos los pobres”. Chomsky señaló el enorme riesgo que representan actualmente las armas de destrucción masiva y el calentamiento global. Defendió, ante ello, la estructura de una “democracia funcional en la que ciudadanos informados e involucrados se unan para superar las amenazas”. Una unidad cerrada, para decirlo con mayor claridad, como principal estrategia ante el avance arrollador del imperialismo. Fácil de predicar, increíblemente difícil de lograr en los hechos. Martí, en su ensayo Nuestra América (1890), dijo que “los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante de las siete leguas. Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes”. Las brevísimas pinceladas que he intentado dar sobre estos tres pensadores vienen a ser un contrapunto, o un extraño coro a tres voces, en el que se juega, como telón de fondo, nuestro destino. Me apresuro a señalar que no se trata de coincidencias discursivas casuales. La apelación a la dignidad humana universal suele manifestarse en ideas más o menos análogas, por lo menos en algunos aspectos, y es esto lo que debería interesar a cualquier sujeto bien intencionado, con independencia de su tiempo histórico o de su nacionalidad. La prosperidad y el poder que todo imperialismo conlleva son los grandes señuelos o fuegos fatuos que encandilan y confunden a quienes los contemplan desde las orillas de la pobreza, la ignorancia y el desamparo. En América Latina existe y existió siempre esa corriente de deslumbramiento para con el opresor poderoso, que Rodó llamó “nordomanía”. Nuestro pensador señaló en Ariel que “es así como la visión de una América deslatinizada por propia voluntad, sin la extorsión de la conquista, y regenerada luego a imagen y semejanza del arquetipo del norte, flota ya sobre los sueños de muchos sinceros interesados por nuestro porvenir”. Sólo que, en el caso americano, esa admiración equivale a una suerte de autoaniquilación. Para Rodó se trataba de un esnobismo político; un “afanoso remedo de cuanto hacen los preponderantes y los fuertes… un género de abdicación servil” que, por otra parte, aprovecha sólo a una minoría. Tal como expresó Chomsky en su conferencia, uno de los problemas actuales de América Latina es, precisamente, el hecho de haber usado siempre los múltiples recursos de este continente “para enriquecer a un pequeño sector de gran riqueza e inversores extranjeros”. Por suerte, según Rodó, los americanos tenemos una gran tradición étnica que mantener, “un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia, confiando a nuestro honor su continuación en lo futuro”. Yo creo que el honor –palabra ciertamente pasada de moda, y por algo será– es pariente cercana de la dignidad; y a la dignidad vuelvo para recordar al guía cubano, que con su camisa blanca y su cabeza descubierta bajo el sol santiagueño nos seguía hablando sobre Martí y sobre muchos otros mártires de la libertad, presentes en la memoria de aquel sueño de muerte. Circundados por las tumbas blancas, negras y rojas, por las cruces, los ángeles y las referencias grecolatinas, los turistas caminábamos con ideas encontradas en el ánimo. Algunos pensaban ya en el almuerzo, aderezado con música y canto; al fin de cuentas, el recorrido fue largo y fatigoso. Pero todos, sin excepción, se sintieron tocados de diversas maneras por las significaciones de lo que los rodeaba. Regresados a la vida, a la vorágine de la alegría y la tragedia de la isla, fuimos a distraernos en otros quehaceres. Ahora mismo, cuando escribo estas líneas, pienso en ese singular contrapunto a tres voces, que por alguna razón se me ocurrió reunir en este artículo: Martí, Rodó, Chomsky. Con su diversa circunstancia histórica, tienen sin embargo ciertos puntos de unión, de acuerdo o confluencia. No se trata únicamente de que a los tres les deleite meter el dedo en la llaga y señalar la sombra del monstruo, aunque a la mayor parte de la gente esto le cause mucho miedo. Se trata de que el monstruo está ahí de todos modos, queramos verlo o no. Y se trata también de un caso de esperanza, de la que sigue nutriéndose (menos mal) la simple y poderosa vida.

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