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Más que “Éxodo”, “Redota”

Por Leonardo Borges.

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La revolución oriental había estallado en las narices de la autoridad española el 28 de febrero de 1811, en Asencio. Poco tiempo después la campaña anarquizada encontró en José Artigas un líder, en definitiva, un caudillo. Tras la Batalla de las Piedras, los orientales sitiaron Montevideo con todas sus fuerzas. Poco después llegaba un contingente de Buenos Aires liderado por José Rondeau para apoyar a los orientales, pero, más tarde, cerca de la victoria criolla, el virrey Francisco Xavier de Elío movió sus piezas diplomáticas. Instó a los reyes portugueses -en ese momento en Río de Janeiro- a que invadieran la Banda Oriental. La corte lusitana había huido de las fuerzas napoleónicas y se había instalado en Río. La hermana del rey ibérico -Carlota Joaquina- se presentaba como la supuesta defensora de sus derechos en América, dado que su hermano Fernando VIII se encontraba preso por las fuerzas de Napoleón Bonaparte y era el legítimo monarca. De este modo y esgrimiendo estos títulos, invadieron los portugueses liderados por Diego de Souza. Los porteños, pragmáticos hasta los huesos, culminaron negociando la retirada con Elío a cambio de la retirada de las fuerzas lusitanas. Esta negociación no fue en ningún caso consultada a los orientales, que quedaron en medio de este armisticio, firmado el 20 de octubre de 1811. Artigas -casi como una falsa retribución- fue nombrado por el Triunvirato como gobernador de Yapeyú, la gobernación del norte. El mismo 20 de octubre, Artigas decide retirarse a pesar de estar en contra de la negociación. Levantando campamento, despacio, de cabeza gacha, arrancaron los soldados orientales. Tres días después de la partida se reunieron aquellos hombres a orillas del arroyo San José. Allí se ratificaron las órdenes de la capital, aunque se expresó el deseo de seguir con la lucha, aunque aquello no era posible en ese contexto. De esta forma comenzaron a marchar hacia el norte, derrotados, y de esa derrota nació el viaje de gran parte de aquel pueblo, detrás del caudillo hacia su nuevo cargo. Dejando atrás, sin volver la vista, masticando la bronca de la derrota, partieron ese octubre hacia ese camino, ese derrotero. La historia de esta emigración, tan extraña como simbólica, ha sido releída e interpretada por la historiografía de varias formas, pero tal vez la que ha calado más hondo en el imaginario colectivo es una de corte netamente religiosa en un país en exceso laico. El historiador Clemente Fregeiro, a fines del siglo XIX, de profunda fe católica, vio en aquellos tiempos a Artigas como una especie de Moisés llevando a su pueblo, y hasta cruzando en este caso el río Uruguay, su mar Rojo. De esta forma bautizó aquella peregrinación como “Éxodo del pueblo oriental”. La analogía perdió, empero, su sedimento católico con el tiempo y hoy día es tomada en general como una expresión propia de este movimiento. Pero en definitiva fue un camino (así como derrotero) y así la sentían estos hombres, pues entonces, años más tarde, apareció el término que no ha calado tan hondo como la analogía bíblica. “Redota” como derrota o como camino nunca logró imponerse en el imaginario colectivo. Ante el asombro del caudillo, no sólo los improvisados soldados partieron, sino también parte del pueblo oriental. Una mezcla de miedo a los portugueses que merodeaban por los campos orientales, el temor a las represalias de Elío y la adhesión al general serían seguramente los sentimientos que paseaban por aquella caravana despareja que parecía no tener fin. Al principio, Artigas no aceptaba aquella migración e intentó frenarlos, pero era imposible. Le escribía a un amigo que “un mundo entero me sigue, retardan mis marchas y yo me veré más lleno de obstáculos para obrar”. Eran demasiados los peligros llevando tanta gente, eran blanco fácil para los lusitanos que andaban acechando. Pero igualmente finaliza su epístola a su amigo Mariano Vega: “Pero si no se convencen por estas razones, déjelas usted que obran como gusten”. El trazado de esta emigración es complejo de llevar adelante hoy; imaginemos hace más de 200 años, en aquella Banda Oriental tan virgen y salvaje. Unas 5.000 personas según el censo que mandó levantar el caudillo y unas 846 carretas. Otros agrandan el número y la leyenda. Berruti habla de 6.000 o el impactante número de 11.000, relatado por parte de Ramón de Cáceres. Un cura de nombre Figueredo plantea que de los 80 matrimonios que había afincados en Florida, sólo quedaron seis. Y José Rondeau, el jefe porteño declara que “toda la campaña queda hecha un desierto” y que en algunos pueblos no quedaron habitantes. Y hasta los indígenas, de los que poco se habla en general, le presentaron sus armas al general que siguen y él mismo lo declara: “Los indios infieles, abandonando sus tolderías, inundan la campaña presentándome sus bravos esfuerzos”. Arribaron en diciembre al río Uruguay y tardaron casi un mes en cruzarlo todas aquellas almas. Hombres, mujeres, niños, ancianos, todos, todos juntos. “Mujeres ancianas, viejos decrépitos, párvulos inocentes, acompañan esta marcha, manifestando todos la mayor energía y resignación en medio de todas las privaciones”. Escribía, apenado tanto como orgulloso, el caudillo al gobierno de Paraguay el 7 de diciembre de 1811. Cerca de navidad. La pobreza en medio de la procesión era grande; aquellos hombres habían dejado todo igualmente para seguirlo. De nuevo a la Junta de Paraguay: “Unos, quemando sus casas y los muebles que no podían conducir, otros caminando leguas a pie por falta de auxilios”. Allí se establecieron en el campamento del Ayuí, en la otra banda, pero en casa. Relata Carlos Machado que “se suceden partos, bautismos, casamientos y entierros”. El cruce del río Uruguay fue complejo. Hombres que se lanzan a nado, otros abrazados a los caballos como si fueran sus queridas, otras familias en balsas o pelotas de cuero. ¿Qué nos queda hoy de esa travesía? ¿Qué creemos que nos legó aquel episodio de inicios del siglo XIX a los uruguayos del siglo XXI? ¿Qué podemos aprender de esa “redota”? Una página que seguramente todavía no hemos escrito.  

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