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Otras voces, otros ámbitos

Por Laura Martínez Coronel.

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Caras y Caretas Diario

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“La literatura, la ficción, la novela, es más fácil de hacer creer que la realidad.”

Gabriel García Márquez

I

Todo puede ser imaginado y llevado al terreno de la reflexión atravesando muros, el arduo trabajo de leer y descubrirse, correr múltiples riesgos, trazar un mapa de regreso hacia uno, ir por el camino buscando la mirada de los otros en la enorme soledad de nuestra isla introspectiva y su viaje interminable, estar ahí, mirando, escuchando, siendo. Luego, el ensayo, género que me fascina, ya que se parece extraordinariamente a la vida, uno se busca, describe, puede aventurarse, revolucionar. Revolucionar-se.

Todo está lleno de imágenes que cuentan la historia humana y su construcción, la interminable. Cámara de periodista de guerra dentro del corazón, trato de documentar lo que me rodea escribiendo.

En la semana vi cómo un muchacho triste, terriblemente pobre, que vive en una tapera sin luz, sin agua, sin comida –en un pueblo de los últimos rostros que puede llamarse de cualquier modo, pero que no tiene nada de realismo mágico–, era conducido después de un tiempo sin diagnóstico preciso en un ómnibus de línea con la piel transparente adherida a los huesos amarillos del espanto, sumergido en la resignación de la ignorancia y la desventura, acostumbrado a comer restos en los basurales, con la detección final de una tuberculosis complicada. Indefenso, completamente inconsciente de su situación, abandonó por orden una emergencia para retornar a una tapera apagada con aberturas tapadas por bolsas de basura a morir la última muerte, la del cuerpo; la anterior ya era claramente visible. Nadie ha visto nada. Hoy una embarazada joven muestra en la palma de una mano gotas de rojo profundo que confunden.

Después de ser detectado en el turbión de los “supernumerarios”, alguien logró su internación para darle de comer y tratar de estabilizarlo. Las personas que viajaron a su lado todavía ignoran que allí iba un muchacho de signos indescifrables en las estadísticas de los tristes, escupiendo la sangre de su silencio. Posiblemente estuvieron en peligro, pero no lo saben. Una profesional consideró que no era necesario tomar recaudos y ordenó que lo trasladaran a su desvencijada casilla a ser vencido por el hambre y la indiferencia.

Un médico que se pone al hombro un pueblo entero peleó por él y hoy, por lo menos, sé que está comiendo y recibiendo algún tipo de cuidado. La imagen me persigue, la cara espectral del muchacho, su ropa destruida, la debilidad extrema con la cual logró subir al ómnibus, la irresponsabilidad grotesca de los que ese día almorzaron y bebieron a las carcajadas en los pasillos de los hospitales, donde en algunas ocasiones el trabajo con determinada cuota cuestionable de poder olvida todo juramente hipocrático y se convierte en el carnaval del absurdo con mujeres desnudas agazapadas detrás de escritorios y hombres libidinosos con mueca dedicados al oficio de dejar caer esperma en cualquier lado.

II

El sábado fui cerca del mar. La playa desierta, el viento. Caminé un poco y todo me hacía recordar el desierto. Pensaba en ese boceto que somos, evité una enorme aguaviva palpitante, con un imposible ojo atento ante mi andar cabizbajo. Luego encontré el resto de algún naufragio. Un trozo de plástico negro cubierto de escamas y caracoles diminutos, polvo y años. Me pareció magnífico y lo desplegué en las manos como la página maravillosa de un libro intacto.

Me deslicé por las dunas con una niña que reía, el faro asombrado, la tarde lenta, una mujer con un gran sombrero de paja paseando un perro, miradas cómplices de otros solitarios. La persona que me acompañaba, inmersa en su mundo, desenterró unas sandalias destruidas, me las mostró diciendo que en su infancia las arreglaba y le servían para calzarse. Miré extrañada, estaban deshechas. Esa persona es hoy un profesional con una buena posición económica, pero todo lo que ha logrado ha sido con gran esfuerzo, renunciamientos personales y trabajo continuo. Me queda en algún lugar la fotografía de su rostro, la sandalia negra en su mano izquierda como una especie de testimonio de un mundo que existe, pero que no todos ven.

III

El día domingo una mujer de casi noventa años llega hasta mi mesa. Estoy con los libros desparramados, escuchando un poco de música y escribiendo. Abre una portera de acceso y llega caminando con dificultad. Es la primera vez que la veo en mi vida. Quería conocerme, y en poco rato estamos allí, conversando. Me han dicho que está sorda, pero nunca pregunta nada y veo que entiende todo lo que hablo, cuenta historias con completa coherencia, está vestida muy humildemente, es una maestra jubilada. Su marido está con ella. “Está sorda”, dice una y otra vez. “Si yo me muero, ella no puede hacer nada. Le doy de comer en la boca, apenas camina, depende de mí para todo”.

Es falso. Observo una conducta triste que no me sorprende en absoluto. Cuando él se va ella habla alegre y descontraída. Tiene miedo, sin embargo, ella recibe una jubilación que triplica la de él, pero no la cobra, él lo hace, la suele mandar a callar aunque la formación del hombre es prácticamente nula.

La mujer me cuenta que cuando tenía 24 años fue nombrada para trabajar en una escuela en una zona rural. Relata cómo juntó sus pocas pertenencias y llegó a altas horas de la noche a un lugar donde, por la ventana, vio a una mujer que preparaba la cena. Allí le preguntó por la escuela y recibió como respuesta que ya no funcionaba ninguna desde un año atrás. Desorientada, intentó hablar con el dueño del lugar, quien le dio la misma respuesta. No se rindió y pidió para quedarse una noche intentando acercarse a otra persona para plantearle la posibilidad de reabrir la escuela si le proporcionaban una salita, colocaban portland en el piso, blanqueaban el lugar para dejarlo medianamente decoroso. Más de sesenta niños la esperaban. Cuenta cómo lo logró, me dibuja en el aire la diminuta ventana que tenía para que todos respiraran, cómo en un rinconcito ubicó una mesa y una silla para ser la maestra de primero a sexto grado, cómo acomodó cajas de cartón y las forró para armar una biblioteca, cómo les daba de comer a la hora del almuerzo, cómo hizo la fiesta ese fin de año, haciendo ella misma los trajes de los niños, “unos marineritos con un ancla bordada, pero sabe, me llamaron de la inspección a ver si yo había dibujado una cruz. Casi me corren, pero después que entendieron, me felicitaron”.

IV

Esa mujer ignora que ha fundado una escuela, la que luego se agrandó y actualmente funciona normalmente. Vive en un lugar de Uruguay, nunca ha sido titular de noticia alguna, nadie la ha entrevistado en su vida. Me nombra a dos exalumnos, le digo que trataré de rescatar un poco de la historia de los ignorados que construyen el mundo, del mismo modo que lo hice con un gran poeta que murió en el Vilardebó y cuyos trabajos copié a mano. Con el tiempo supe que habían musicalizado poemas de su autoría mientras él aguardaba que el viento de la ignominia curara las llagas del alcohol con jarabe de haloperidol. Las fotografías interiores de aquellos que contamos la historia tienen un alto compromiso con la construcción de la identidad y a eso nos debemos.

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