Por B.L. El arte, en cualquiera de sus formas, no diluye las fronteras. Antes -y después- de cualquier intento de diluirlas, el arte las revuelve e intensifica; las marca, les da poder, un poder para mutar, o, mejor aún, les concede el poder para transformarse en organismos vivos. La poesía tanto como la música tienen ese don magnificado. Sus cultores, los poetas, los músicos, manipulan el tiempo y los espacios para devolver otros mundos posibles donde hay nuevas e intensas formas de ser y estar en el mundo y, así, (re)descubrir otras formas de fronteras. Y tal tarea -¿una misión?-, se sabe, es acometida con la sencillez de lo mínimo, la economía de los fantástico, de lo sublime. Sus obras, los hallazgos, subsumen la complejidad de esos mundos -y de sus fronteras- a la poderosa simplicidad de la palabra, del sonido. Nominada varias veces a los prestigiosos Premios Cervantes, el Nobel de las letras hispanas, la poeta uruguaya Selva Casal (1930) lega una obra clave, fundamental, que ostenta ese poder de interpelar y movilizar las fronteras, los confines de lo posible y lo real, al poder de la palabra: la palabra que redime, que libera. Su historia personal condensa varias vidas en una vida. Jurista con dilatada carrera en el Poder Judicial, militante comprometida del Frente Amplio, madre, hermana, hija. Las fronteras de esas vidas lejos de diluirse se fundieron en la intensidad de su lenguaje poético. Hija de Julio Casal y Concepción Muñoz, concebida en una familia donde la poesía fue sustancia vital y unificadora, Selva Casal compartió con sus tres hermanos mayores esta vocación por hurgar en la palabra. Montevideo, lugar de su nacimiento, fue también el lugar de residencia pero compartido, sobre todo en los afectos, con el balneario Solymar, en Ciudad de la Costa. Se doctoró en Leyes y Ciencias Sociales y -ya se anotó- desarrolló una importante carrera en el ámbito del Poder Judicial. Su producción poética se inició en 1954 con la publicación del libro Arpa, y desde esa época se convirtió en uno de las referencias obligadas de su generación -fue contemporánea de otra figura notable: Circe Maia-. Sus textos, tanto poéticos como ensayísticos, fueron traducidos a varios idiomas y han figurado en destacadas antologías nacionales y extranjeras. Esta obra le valió el reconocimiento en varias ediciones del Premio Nacional de Literatura, el Premio Morosoli (2010), otros galardones y nominaciones de igual prestigio en México, Argentina y España (las nominaciones al Premio Cervantes, por ejemplo). De su obra poética se destacan las siguientes publicaciones: el ya citado Arpa, Días sobre la tierra (1960), Poemas de las cuatro de la tarde (1962), Poemas 65 (1965), Han asesinado al viento (1974), No vivimos en vano (1976), Nadia Ninguna Soy (1983), El infierno es una casa azul (1999), Mi padre Julio J. Casal (ensayo documental, 1986), Los misiles apuntan a mi corazón (1988), El infierno es una casa azul (1999), Vivir es peligroso (2001), El grito (2005), Ningún día es Jueves (2007), y En este lugar maravilloso vive la tristeza (2011), entre otros.
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Transparencia visionaria
Sobre una de las últimas ediciones de Selva Casal, Biografía de un arcángel, el profesor Ricardo Pallares anotó: “Esta biografía poética estremecedora no hilvana una historia, un testimonio ni una aventura celestial sino más bien -como corresponde al género- la dimensión de lo subjetivo ante una pérdida irreparable que da lugar a la creación. Por ello la estética de Selva Casal es también una forma segura y comunicante de salvación por la palabra. Así como aquí se disuelven la razonabilidad y todas sus categorías, el tiempo y lo vivido se amalgaman en una proliferación discursiva alucinada, intensa y originalísima en la que no falta la religiosidad ni el agónico asunto colectivo de los desaparecidos, porque además ahora la poeta tiene uno paradigmático. El discurso se entreteje con sueños, imágenes visionarias y con el delirio de los espejos que es la fantasmática de la realidad inaprensible. Pero la textura también está hecha de amor universal y de pánico ante el dolor que la sociedad agrega al desmoronamiento natural de la existencia y al de los sistemas del hombre. Pocas veces se dio en la poesía uruguaya una creación verbal tan radical como esta, una transparencia visionaria aliada con la condición de oficiante. Sería necesario equiparar este libro a Diario de la muerte, de Sara de Ibáñez, Perdida, de Juana de Ibarbourou o, más atrás aún, a ciertas zonas de Los cálices vacíos, de Delmira Agustini, para poder dar cuenta de su comunicación lacerante y liberadora que redime y construye humanidad desde el arte”.
Germinal
En una entrevista que le realizó Silvia Guerra, Selva Casal anotó algunos detalles significativos sobre sus lazos germinales con la poesía: “Mi padre tenía la educación y el don de la poesía. Mi madre, el don de la fe. Y en esos términos se desarrollaba una vida muy especial, muy amparada, no obstante la pobreza que nos circundaba. Porque después de la dictadura de Terra mi padre perdió el trabajo que tenía en el Museo Blanes -era secretario- trabajaba con Pesce Castro, el pintor, que un día le hizo un cuadro hermoso. Y yo iba muchas veces al museo con mi padre, me encantaba porque había puentecitos sobre el arroyo Miguelete, al que atravesábamos. La poesía era el abecé, lo que todos los días bebíamos, mirábamos, respirábamos. Tan natural como el pez en el agua. Y siempre la felicidad tiene una raíz en la desazón -pese a ese clima maravilloso, yo sentía cierta desazón-. (…) Esta casa que estaba -y que está- ubicada en Bartolito Mitre 2621 y Baltazar Vargas, tiene una chapa recordatoria en homenaje a mi padre. Una casa muy amplia, que tenía un patio con parrales, más bien desértica porque había muy pocos muebles, pero había espacio, espacio vital. Mis hermanos: María Inés, Julio, Rafael, Josefina que murió en España a los 6 años. Yo ayudaba mucho a mi padre, en los últimos años lo ayudaba a corregir las pruebas de la revista Alfar -que había empezado a salir en el año 1923- y se llamaba América Galicia y después se empezó a llamar Alfar. Algunos poetas que iban por la casa eran más íntimos, como los hermanos Casaravilla Lemos, eran dos personajes muy especiales a los que queríamos mucho. Enrique, por ejemplo, vivía en Las Piedras, venía a casa a ver a mi padre, y tenía la manía -en una época- de comer flores porque decía que todo estaba contaminado salvo las rosas”.