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Columna destacada |

Para que no se desvanezcan con el tiempo los hechos de los hombres

Por Eduardo Platero.

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Así comenzaba Herodoto, hace dos milenios y medio, su relato de ese conflicto mundial que hoy denominamos Guerras Médicas.

Un conflicto universal para la pequeña Grecia, en tanto para el inmenso imperio Persa únicamente fue, en sus inicios, un conflicto fronterizo. Un inesperado obstáculo que detenía su expansión hacia el oeste.

La historia, por mucho que se haya afinado la definición, no deja de ser un relato. Y un relato, dejando de lado la falsa e interesada historia que miente a sabiendas, por honesto que quiera serlo, siempre es sesgado.

Con las mejores intenciones; buscando la mayor objetividad, un relato siempre contiene el punto de vista del observador. Del “relator”, de quien recoge los elementos y los ordena para transmitirlos.

Pues bien, yo también quiero hacer mi “relato” del plebiscito del 80, destacando aquellos elementos que, a mi juicio, lo colocan en el gran relato de todo el período dictatorial.

Cierto, no intento quitarle protagonismo al ahora reiteradamente publicitado debate que enfrentó a los partidarios y contrarios de la futura Constitución propuesta.

¿Quién puede ignorar el brillo y la contundencia del Dr. Tarigo exponiendo las razones por las cuales estaba en contra de la propuesta de la dictadura?

Sería un pecado ignorar la picardía del Dr. Pons Etcheverry que dejaba en blanco la torpe argumentación del Dr. Viana, redactor del engendro y la verbosidad del zaragüeta de Bolentini, coronel (r) y también doctor en Leyes.

Todo lo que se oponía a una dictadura tan brutal como sin rumbo algo hizo. Desde los tímidos editoriales de El Día a los valientes de Opinar.

También -¿por qué no?- los mensajes bisbiseados en reuniones de café.

Son, fueron “hechos”, pero rememorando a Pirandello: “¿Qué son los hechos?”, aislados, en solitario, sin el contexto en el que tuvieron lugar; no son sino una bolsa vacía que no se sostiene. La historia en un continuo. Los “cortes”, la demarcación de períodos, no son más que un recurso. Para no empezar “ad ovo”, para no remontarnos a Adán y Eva cada vez que queremos narrar algo.

Son legítimos esos cortes, esas interrupciones que delimitan un momento siempre y cuando dentro de la narración no haya exclusiones.

Cuando se proyecta luz sobre algo en particular, y se lo destaca, es válido que nos preguntemos si en la escena narrada no había otras cosas que se dejan en la sombra.

Que, por descuido o con intención, se pretenden excluir. Para perpetuar así, un relato que únicamente destaque aquello que le interesa destacar al relator. Y este es el caso que me llama a salir del silencio.

No se puede, no se debe excluir del relato de los hechos que rodearon el plebiscito del 80 a la lucha popular. Cierto, fue desde la huelga general del 73 una lucha más en la penumbra de la clandestinidad que a la luz de los medios. Pero fue determinante.

En un recuento a la ligera: la huelga general. La inmediata reafiliación a los sindicatos cenetistas. El “tiranos temblad” del 19 de abril del 74 que marcó para siempre una forma de cantar el himno.

Los sucesivos fracasos de los intentos de formar sindicatos, federaciones y una central nacionalista.

Los Primeros de Mayo.

Las pintadas, los volantes, las mil formas de comunicar. ¡La 30!

Desde su nacimiento, la dictadura estuvo aislada y ni la represión ni la plata dulce pudieron sacarla de ese aislamiento.

Cuando la CNT decidió levantar la huelga general y pasar a otras formas de lucha, lo hizo a sabiendas. El movimiento popular siempre tuvo las cosas claras. Pese a las reticencias de blancos baratos y colorados colaboracionistas.

Cierto, hubo héroes y traidores, pero estos últimos fueron los menos.

Cierto es también que hubo “habilidosos” que jugaron al filo de la navaja y salieron bien parados.

Son los mismos que hoy, con pretensiones de objetividad, pretenden ignorar, en el relato del episodio, la enorme acumulación de fuerzas que se había ido gestando en las sombras de la clandestinidad. En el boca a boca. Con una modesta hojita mimeografiada en “enterraderos”; distribuida en “buzones” y entregada para que circulara de mano en mano.

Me niego a que todo ese heroico trabajo subterráneo sea dejado de lado por quienes hoy destacan únicamente lo que fue público.

Rindo homenaje a todos. A quienes hablaron y a quienes votaron.

Y quiero simbolizar esa tenaz resistencia que no dudó en ocupar el lugar del compañero detenido o muerto en dos personas que me son muy caras. La Bruja José Paccella, que asumió la conducción, en el país, del Partido Comunista a partir de la caída del Centro de Dirección que encabezaba León Lev en el 79. Reconstruyó y condujo a sabiendas de lo cerca que estaba del peligro.

Cayó un poco antes del plebiscito, pero nos trasladó a los de “adentro” su firme convicción de que ganaría el NO.

Vivió, una vez recuperada la institucionalidad, una vida oscura y sin resentimientos. Nunca se quejó por no haber sido reconocido. Pobre y bastante solo, luchó contra su cáncer sin dejar que este le impidiera militar.

No tuve noticias de cuándo fue vencido por la enfermedad y lo asumo como una deuda.

El otro, un hermano de la vida: Félix Sebastián Ortiz. Integrando ese mismo Centro de Dirección, cayó y hasta hoy no sabemos de su final.

No me resigno a dejarlos en el olvido.

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