Todo empezó muy mal. Y era previsible porque la estrategia del presidente electo, Luis Lacalle Pou, comprende la instalación de un cuento de terror sobre la herencia que recibe, cuyo propósito ya no es electoral, sino más profundo. La estrategia, secundada por los portavoces de su coalición, y acompañado por medios y operadores, desnuda dos características del gobierno que comienza en marzo: será agresivo en términos de proyecto restaurador y es débil, no en un sentido institucional, pero sí político.
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Observemos. La sonora discordia por la decisión largamente anunciada del gobierno saliente de no aumentar las tarifas hasta el final de su mandato solo puede tener el objetivo de justificar el incumplimiento de su promesa de campaña de reducirlas. Más temprano o más tarde, el verso sobre la “pesada herencia” iba a funcionar como justificación general para no hacer nada bueno de lo que prometió y extremar el ajuste, pero lo sorprendente es el momento elegido por Lacalle Pou para invocarlo. Todavía no gobierna y ya está poniendo excusas básicas, inverosímiles, cargadas de “ignorancia y mala fe”, como señaló Astori.
Si el presidente electo tiene necesidad de ir abriendo el paraguas a más de dos meses de asumir y, además, sus allegados van anunciando que, mediante una extravagante Ley de Urgente Consideración, pretenden regular desde la gobernanza de la ANEP hasta el derribo de aviones, entonces es evidente que Lacalle Pou no se tiene fe para un gobierno pleno y aprobado a lo largo de cinco años. El hombre cree que sus medidas van a ser impopulares entre la ciudadanía y que el respaldo parlamentario se le va a diluir rápido. Apuesta, por lo tanto, a concentrar el grueso de su proyecto institucional en los primeros meses y en una sola Ley de Urgencia multitask, aunque una mínima noción republicana aconsejaría que se tratara en diferentes leyes de trámite normal, en tiempos distintos y habilitando un verdadero debate parlamentario y la negociación política y social.
¿Por qué la urgencia de la Ley de Urgencia? Es imposible admitir que hay urgencia en todos los ámbitos de la sociedad y el Estado. Eso podría ser comprendido si Lacalle Pou enfrentara la responsabilidad de gobernar en tierra arrasada o en un escenario de posguerra, pero nada de eso es cierto. Por el contrario, Lacalle Pou recibirá el gobierno en mejores condiciones que ningún mandatario antes. El miente que no es así, pero los números son claros, contundentes e inopinables. Es más, su latiguillo monotemático del déficit fiscal lo revela. ¿Y qué va a decir? Si recibe un país que goza de reservas altas, grado inversor, endeudamiento bajo en relación con el PIB y mayoritariamente en pesos y a largo plazo, el mayor PIB de la historia, la pobreza más baja de la historia, el mayor número de trabajadores registrados de la historia, la mejor consideración internacional desde que se califica a los países, entre cientos de indicadores que desmienten su lamento mediatizado.
La urgencia de la Ley de Urgencia está dada por la certeza extendida de que la coalición multicolor fue puramente electoral y tiene límites temporales cercanos. Entonces, Lacalle Pou se lanza al todo por el todo en el primer año. Ley de Urgencia para todo lo no presupuestal porque la Constitución impide que la materia presupuestal sea tratada de esa manera, y Ley de Presupuesto para el ajustazo. En sus cálculos, tiene los votos. Cincuenta y pico de diputados y más de la mitad del Senado. Con eso le tendría que dar para salir victorioso en la legislación del desastre. De ahí en adelante toda la estrategia es bancar la impopularidad creciente, construir excusas y más excusas, mantener a los medios alineados en el blindaje permanente y gestionar lo legislado para producir la redistribución regresiva de la riqueza, que es, básicamente, el objetivo principal.
Si se juzga por la forma en la que arrancó la transición, es imposible que mantenga niveles de aprobación altos por mucho tiempo. Ya es un hombre muy rechazado, quizá el más rechazado de Uruguay. De hecho, sus niveles de impopularidad son tales que no alcanzó el 50% de los votos, ni siquiera en balotaje y con todos los partidos opositores -y los grandes medios- haciendo campaña por él. Es más, después de los nombres que han trascendido de su gabinete y del delirio de reclamarle al gobierno un aumento de tarifas el primer día de la transición, cuando su promesa era reducirlas, incrementando la previsión de ajuste en 400 millones de dólares más, ya aparecieron los arrepentidos. Y si consideramos que Lacalle ganó por 30.000 votos, es bastante presumible que si las elecciones se repitieran este domingo, las perdería. Pero como las elecciones son dentro de cinco años, hay que preparar el espíritu para un gobierno cuyas primeras señales son muy malas, muy poco honestas y muy agresivas en la forma y en el contenido.
A mí me preocupan especialmente las tensiones sociales que produzcan. Todos los gobiernos deben convivir con las discrepancias y con el conflicto. Es lo normal en una democracia. Siempre habrá intereses contrapuestos, polémicas, favorecidos y perjudicados. Siempre habrá, por tanto, visiones encontradas, polémicas, manifestaciones a favor y en contra. Es lo habitual y es lo saludable. Pero cuando la soberbia es tanta como el apuro, no es fácil anticipar hasta dónde están dispuestos a ir ni a qué costos.
Si uno mira América Latina, tiembla.