Primero fue Edgardo Novick. Un empresario millonario sin trayectoria pública conocida se propuso construir un Partido y saltar a la arena política. Se dirá que aprovechó una circunstancia particular y que, en su momento, fue convocado como una figura de cierta independencia capaz de aglutinar adeptos en el marco de un proyecto de confluencia de los partidos tradicionales para competir en el esquivo departamento de Montevideo, que hace 28 años que es gobernado por el Frente Amplio. Pero a partir de esa incursión original, Novick desarrolló una estrategia propia de construcción política con el objetivo de alcanzar la Presidencia de la República. Y lo hizo exclusivamente a base de sus recursos insondables. Ni siquiera se preocupó demasiado de captar reconocidos dirigentes y convencer con una elaboración programática fina; por el contrario, delegó a agencias de selección de personal el trabajo de hacer una especie de casting en todo el país para designar a los candidatos que lo acompañarán en la disputas municipales. Con guita y más guita, Novick se adelantó a todos los plazos y ha metido cualquier cantidad de publicidad tradicional y no tradicional para asegurarse un posicionamiento ante la opinión pública muy por encima de su intención de voto y muy despegada de su influencia objetiva en la vida política nacional. Es absolutamente impresionante su presencia en los medios, sobre todo si se toma en cuenta que apenas mueve la aguja en las encuestas.
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Quizá inspirado en la experiencia de Novick apareció Juan Sartori, otro asombroso aspirante a la presidencia cuyo único activo conocido es tener plata. Se hizo afiliar al Partido Nacional, consiguió una agrupación política del Partido Nacional que lo presentara y ya está: va a ser precandidato en las internas. Es comprensible el nerviosismo que generó en filas nacionalistas. Lo es no porque Sartori sea un personaje hoy competitivo o reconocido por sus ideas, por su carisma, por su capacidad de concitar adhesiones. Al contrario, Sartori es un perfecto desconocido, que no vive en Uruguay, que no se formó en Uruguay y cuyo pensamiento no conoce nadie, y su cara muy poca gente. Pero los blancos saben algo de este joven empresario que los intranquiliza, y mucho: saben que Juan Sartori es millonario. Pero no millonario a escala nacional. Es un multimillonario. Tanto es así que todos dicen que hasta tiene más plata que Novick y que cualquiera de los que se jactan de ricos en nuestro territorio. Y ese es el motivo de la tensión. Los blancos saben que un multimillonario como Sartori hoy no lo conoce nadie y mañana es más conocido que la mugre. Hoy no existe en la política uruguaya y mañana tiene una agrupación con dirigentes, con presencia en todos los departamentos y candidatos en todas las localidades. Basta ver la campaña de expectativas que lanzó por medios y redes sociales, la cobertura que se le dio, y cómo fue recibido cuando llegó en un vuelo privado hace pocos días: no faltaba nadie. Todos los micrófonos lo esperaron a la salida del VIP para que Sartori, con porte de galán de telenovela, les dijera, suelto de cuerpo, que venía a estudiar los problemas del Uruguay y que no descartaba ni desmentía las versiones que lo ubicaban como precandidato.
Así nomás se instaló Sartori. Por ejemplo, el domingo pasado, a la entrada de la feria de Tristán Narvaja había instalada una carpa de una iniciativa que se hace llamar Uruguayos por el cambio. Las promotoras entraban en contacto con la gente, repartían folletos, conversaban, explicaban la propuesta, pero no sabían si estaban trabajando para alguien. Sabían que esta “organización” quiere elegir un candidato de “primera división” y propone nueve nombres, entre ellos científicos, juristas, empresarios, futbolistas, economistas. Pero no sabían que estaban todos de relleno, utilizados, quizá incluso sin sus consentimientos. Todos para poder posicionar a un solo nombre: Juan Sartori.
La emergencia de candidatos como Sartori o como Novick expone con meridiana claridad una de las principales características -y a la vez uno de los flancos más débiles- de las democracias liberales en el sociedad capitalista: la billetera no implica solamente poder económico, también es fuente de poder político. Se equivocan Gandini y otros dirigentes nacionalistas cuando dicen que un empresario millonario puede venir y comprar empresas pero no puede venir y comprar partidos. Ojalá fuera así. Pero no es así. Millonarios como Sartori pueden venir, comprar empresas y también comprar poder. Comprar publicidad, comprar fama, formar rápidamente agrupaciones políticas, captar dirigentes y eventualmente competir en una elección interna. Seguramente no la va a ganar. Pero eso es algo menos relevante para alguien como Sartori. Porque su segura derrota es, dentro de la lógica de un tipo como él, una inversión a futuro. En junio, si pierde, como es más que probable, igual ya hizo mella y, lo que es mejor para él, se aseguró una estructura y ser conocido en todo el país. En octubre consigue legisladores y dentro de poco tiempo, el joven Sartori que apenas tiene 37 años lo pasa por arriba a Jorge Gandini y toda la camada de dirigentes medios del Partido Nacional. Así nomás. Lacalle Pou parece tenerlo claro y por eso declara con un nerviosismo evidente: “Sartori es un fenómeno. Llegó ayer y ya todos ustedes (refiriéndose a los medios) llevan tres semanas hablando de él. Y lo mismo la opinión pública”. Exacto. Tiene razón Lacalle Pou. Sartori llegó hace menos de una semana y ya logró transformarse en un “trending topic”. Pero no es verdad que lo haya logrado a fuerza de ser un “fenómeno”. Lo logró porque tiene plata. Mucha plata. Tanta plata que puede hacer esto y mucho más en el contexto de partidos políticos donde eso importa. En el Frente Amplio no lo lograría nunca, porque antes debería superar el escollo insobornable de un enorme congreso de delegados de base, que vienen, como su nombre lo indica, de la base del pueblo, de la raíz de la sociedad, y con todas sus falencias, y con todos sus defectos, tienen la gigantesca virtud plebeya y democrática de proceder de abajo, del territorio de la militancia, allí donde se discute por ideas, donde la gente se apasiona por las causas y no por las cosas, ese rincón de la vida donde la plata no pincha ni corta y, cuando define, te define en contra.