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Los reyes de España entregaron el Premio Cervantes a Ida Vitale

Un final improvisado lo dijo todo. Ida Vitale (Montevideo, 1923) había finalizado su discurso. Acalló los aplausos con un gesto. “Querría hacerme perdonar la audacia de venir aquí, a este lugar, y meterme a hablar de Cervantes”. Solo después descendió las escaleras del púlpito laico del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, donde esta mañana ha recibido el Premio Cervantes 2018 de manos del rey Felipe VI.

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Había dicho lo que no estaba escrito y quería decir, una de esas “cosas absurdas y desacomodadas” que le salen del alma, como los besos que envió con la mano al público al recoger el premio y al Rey tras escuchar su discurso.

Incluso en un ceremonia protocolaria, ensayada ya en más de 40 ocasiones desde que se concedió el premio por primera vez en 1976, afloró esa naturaleza híbrida de la poeta uruguaya, tan dotada para la erudición como para la espontaneidad. “Ahora seres benévolos y palpables movieron las piezas de un superior ajedrez, situándolas en posición favorable y acá estoy, agradecida, emocionada”, señaló ante un auditorio con escasa presencia política, a excepción de la vicepresidenta, Carmen Calvo, y el ministro de Cultura, José Guirao.

Confesó Vitale que, pese a su escepticismo, mantiene cierta confianza infantil en las coincidencias. Estos días, mientras el discurso rondaba por su cabeza, escuchó en dos ocasiones por casualidad Pompa y circunstancia, de Elgar, cuya pertinencia hoy habría quedado fuera de duda. También que al reordenar su biblioteca en Montevideo descubrió un apego a prueba de mudanzas y exilios por el Quijote, cuyas ediciones repetidas la acompañan aunque escasee el espacio. Un libro en el que ha depositado, como un pensamiento mágico, la capacidad “de precipitar hacia mí la buena voluntad del azar”.

El Quijote llegó a la vida de la niña Ida Vitale mediante las baldosas de una pileta que reproducía molinos y jinetes y donde bebía agua en el patio de su colegio. Ante académicos y demás popes de la lengua, confesó que aún hoy prefiere la versión ilustrada que le regalaron en la adolescencia a los ocho volúmenes de los Clásicos Castellanos. Luego hizo lecturas tardías y parciales, a menudo con la intención de encontrar “una aprovechable aplicación a un tema importante en ese momento para mí, en busca de alguna iluminación necesaria o por recordar con suma precisión la felicidad de mi primer encuentro con aquellas páginas”.

Toda la admiración por el “maravilloso mundo cervantino” culminó, sin embargo, en una disensión que da cuenta de la humildad de la poeta: “Con todo lo que las afirmaciones de don Quijote, prudente y aun sabio, me reclaman de acatamiento, para terminar debo disculparle una afirmación que como suya, podría ser aceptada sin más: ‘Que no hay poeta que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo’. No es mi caso, puedo asegurarlo”.

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