En numerosas ocasiones, hemos dicho que el Presupuesto Nacional es el principal instrumento de política económica y social de un gobierno; y contrariamente a lo que muchos piensan, su objetivo más importante es siempre social: puesto que es la manera en cómo se distribuyen los recursos para hacer mejor el bienestar general.
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El Presupuesto tiene que ver con la vida diaria de las personas. Por ello es importante que la ciudadanía conozca los detalles de su contenido y sus posibles impactos. Todo esto nos permite tener un panorama de la relevancia y pertinencia del mismo, porque representa los énfasis y prioridades de este gobierno, convertidos en asignaciones y planes de gestión; por supuesto, que lleva implícita su orientación política, pero al mismo tiempo, los plazos con que se cuenta para su ejecución.
Este proyecto de Presupuesto Nacional comprende el período 2020-2024. Su importancia radica que en él se ven los principales objetivos que un gobierno pretende alcanzar en un período determinado y la forma de hacerlo. Tan relevante es que, entendido de esta forma, trasciende el universo “de lo público” para constituirse como central para el porvenir general, tanto público como privado. En el marco de una ley de esta envergadura se edifica (o no) el camino para el desarrollo.
Por lo tanto, preguntarse si una Ley de Presupuesto es un instrumento o un fin en sí mismo no debería estar asociado a si es efectivamente un conjunto de planes a los que se les asigna recursos, que actúan como un mecanismo para lograr algún fin específico; o si bien estos planes se orientan o articulan en torno a un objetivo particular, como bien podría ser la reducción del déficit fiscal o el estímulo indirecto al sector privado, como catapulta para el crecimiento económico, sino que debería estar estrechamente vinculado a si ese gran “instrumento” y esos objetivos particulares mejoran la calidad de vida de las personas, es decir, si en última instancia son para mejorar el bienestar social.
Una política es una acción concreta, una política adopta la forma de plan, es decir, persigue un objetivo: transformar la realidad. No admite dudas que dicho plan debe compadecerse con dicha realidad, dicho de otro modo, se pretende modificar algún aspecto específico de la realidad concreta, objetiva. Sin embargo, la distancia entre la descripción de la realidad y la intención de transformarla es un enorme ejercicio intelectual que se recorre con muchos obstáculos, inevitablemente subjetiva y, en consecuencia, en ocasiones, con inconsistencias técnicas.
En efecto, si bien lo que inspira a las políticas económicas es la realidad específica de la que parte, es su explicación la que les da forma a dichas políticas. Dicho de otro modo, lo central para la elección de una política es la interpretación, es decir, el análisis de los factores causales que llevaron a la realidad al estado en que se encuentra, y a la que queremos transformar. No hay política económica sin economía política.
De este modo, tenemos ante nosotros dos ejercicios para evaluar este proyecto de Ley de Presupuesto Nacional: en primer lugar, en función de si está orientado a mejorar el bienestar social; y en segundo lugar, en función de si los planes que contiene se encuentran en sintonía con la realidad, pero sobre todo, si existe consistencia entre lo causal y sus posibles impactos. Para poder expresar mejor esta última idea: se requiere que, para que una política o plan específico tenga el resultado esperado, de modificar la realidad concreta, se necesita que incidan sobre los factores causales; de otro modo, el resultado podría no ser el esperado (inocuo) o, peor aun, podría llegar a ser contraproducente. Incluso, más allá de “atacar” directamente las causas que provocan el “estado de las cosas” para cambiarlo, importa (y mucho) el proceso que llevará a que se aplique.
Por lo tanto, en este “debate” presupuestal en el que todos los legisladores de todos los partidos con representación parlamentaria deberán evaluar estos aspectos, es decir, si cumple con el objetivo trascendente de llevar mejor calidad de vida a las personas (mejor aun, a las más vulnerables) y si las asignaciones y planes propuestos son consistentes con la realidad y sus determinantes; les resta enfrentar un duro proceso para que se ejecuten, que, en términos empíricos, poco y nada tienen que ver con lo justo o legítimo de las cosas, con lo técnicamente correcto o necesario; sino más bien con un “desprolijo” y a veces infame mecanismo que tiende la mayoría de las veces a “maximizar votos”.
Más de uno de nosotros nos preguntamos cómo debería ser objetivamente la construcción de un Presupuesto Nacional: cómo lograr que el proceso político, “maximizador de votos”, no fagocite un proceso previo de elaboración técnica que tenga como horizonte, al menos, la equidad y justicia social. Cómo evitar que dicha construcción no enfrente restricciones economicistas, y que más bien admita como prioritarios enfoques de justicia distributiva o de bienestar social. La historia de nuestros presupuestos es elocuente al respecto: está determinada por las mayorías parlamentarias, no tanto por sus contenidos sociales. En la medida que quienes cuenten con las mayorías parlamentarias tengan sensibilidad social, tendremos presupuestos más orientados a cumplir con sus fines inherentes.
De este modo, más allá de los discursos y las discursivas, o sensibilidades aparentes, en torno a la importancia de las políticas sociales para mitigar la pobreza o la desigualdad, la relevancia de la educación como movilizador social y condición para alcanzar el desarrollo; o lo central del acceso universal y de calidad a la salud; incluso más allá de definiciones técnicas o restricciones institucionales que permitan el financiamiento del gasto (o inversión); está determinada por la orientación política “de las mayorías parlamentarias” de fuerte carga ideológica y que se desfigura en el marco forzado de alianzas estratégicas y coyunturales; que, por si fuera poco, pierden hasta la perspectiva temporal.
Algunos de nosotros añoramos aprobar Presupuestos Nacionales con orientación estratégica que claramente deben trascender los años de un solo gobierno; que sean en el marco de debates profundamente democráticos y participativos y que contemplen la perspectiva histórica del bienestar social. Las “enseñanzas” derivadas de la recientemente aprobada Ley de Urgente Consideración (LUC) son elocuentes al respecto: se vulneró fuertemente la acción legislativa, que tiene por cometido fundamental brindar el debate -con la independencia que le corresponde y faculta-, una ley de enorme trascendencia para el diario vivir, en apuros y, lo que es peor, desoyendo a expertos y colectivos: nuevamente fueron ciegas, sordas y mudas “manos alzadas” en el marco de las alianzas políticas las que se pronunciaron al final, omitiendo que lo verdaderamente urgente era la gente.
Seguramente, este proyecto de Ley de Presupuesto Nacional 2020-2024 se defina de manera similar, en el marco de un gobierno de coalición multicolor, maximizando los votos necesarios. No hay dudas que esto forma parte de las reglas de juego democráticas. El proyecto de Ley de Presupuesto Nacional consta de 690 artículos, que totalizan 296 páginas. La asignación prevista en este Presupuesto asciende para el año 2021 en 680.000 millones de pesos y se mantiene estable para los próximos años. Este nivel de asignación equivale a 32% del PIB.
A nuestro entender, este proyecto de ley de Presupuesto Nacional presentado tiene en su eje central un interés sobreestimado en la reducción del déficit fiscal. De esa perspectiva es imposible no vincularlo con la recientemente aprobada Ley de Urgente Consideración (LUC). En tanto, allí se establecen los énfasis y orientaciones políticas por parte del Estado. De hecho, es a partir de la LUC que se crea un nuevo dispositivo institucional (una nueva regla fiscal) que limita el gasto público.
La incorporación de una regla fiscal en la LUC limita y condiciona la asignación presupuestal. Del mismo modo se establece la priorización del mercado y de sus ventajas como asignador de recursos, lamentablemente en detrimento del papel que ha venido asumiendo el Estado. Lo que en definitiva se traduce en un achicamiento de las políticas públicas.
Se señala que el Estado debe favorecer y estimular la actividad privada, pues será a través de ella que se genere la reactivación económica, en la que el Estado no puede ser un obstáculo. Apostar exclusivamente a lo privado como motor del crecimiento económico, es decir, librando todo a las leyes de mercado, como la gran panacea que todo lo resuelve, no contemplando las políticas públicas de desarrollo y las de contenido social, es desconocer la historia económica de nuestro país; estos “modelos”, cuando fueron aplicados, su resultado no fue bueno, afectó a la industria nacional, produjo pérdida de competitividad y, sobre todo, significó el empeoramiento de las condiciones de vida de la población.
No hay dudas respecto a la importancia de la reactivación de la economía y la generación de empleo como motores del crecimiento con una perspectiva de desarrollo. Sin embargo, no debe haber dudas de que solo con un Estado activo se puede garantizar el desarrollo; solo el crecimiento no asegura la equidad y la calidad de vida de las personas.
Un Presupuesto Nacional que faculta al Poder Ejecutivo a fijar ajustes salariales que no aseguran el mantenimiento del salario real o, lo que es peor, se proponen inéditos cambios metodológicos que pueden claramente configurar pérdida en su poder de compra. De hecho, una política salarial como la impulsada por el gobierno, de ajustes por debajo de la inflación (pérdida de salario real), repercutirá en las jubilaciones y pensiones que al ajustarse por el índice medio de salarios, sufrirán también un deterioro.
Un Presupuesto Nacional que asigna recursos por debajo de las necesidades para el normal funcionamiento de los organismos que componen la Administración Central o que propone congelar las inversiones públicas, o que en su afán de “ahorrar”, lleva a cabo recortes, aparentemente con el único fin de alcanzar una meta macroeconómica y fiscal, traerá aparejado perjuicios sociales importantes.
No compartimos la orientación economicista y, por tanto, mercantilizadora de este proyecto, en tanto y en cuanto debiera ser su aspiración mejorar el bienestar social por medio de la profundización de las políticas sociales. Se establece una falsa contradicción entre Estado y mercado. Son justamente las políticas sociales las que generan las condiciones para un mejor funcionamiento de la economía.