Haciendo lugar a un pedido de procesamiento de Guldenzoph del fiscal especializado en delitos de lesa humanidad, Ricardo Perciballe, el juez Nelson Dos Santos procesó a los expolicías por los delitos de abuso de autoridad contra detenidos y privación de libertad entre los años 1974 y 1983 en la Dirección Nacional de Información e Inteligencia (DNII, ubicada por entonces en las calles Maldonado y Paraguay).
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Guldenzoph fue un militante de la Unión de la Juventud Comunista (UJC) que terminó colaborando con la Policía durante la dictadura. Señaló y torturó a sus propios excompañeros. Posteriormente trabajó como representante de la secta Moon en Uruguay.
Varios testimonios de expresos políticos coinciden en que en 1975 y 1976, Guldenzoph recorría 18 de Julio señalando a todos los militantes clandestinos que veía. El periodista Roger Rodríguez recogió éstos testimonios: “El ‘joven muy elegante y correcto’ que se paseaba por 18 de Julio delatando gente era, según sus excompañeros, un sádico que, incluso, violó a una detenida porque no le había dado corte cuando militaban juntos. El ya fallecido dirigente comunista Gonzalo Carámbula recordó que en sus andanzas Guldenzoph se sentía tan seguro e impune que ‘disfrutaba’ quitándoles la capucha a los prisioneros para que, por unos segundos, reconocieran a su verdugo”.
Una exmilitante declaraba ante la justicia: “Fui detenida el 10 de junio de 1983 […] Yo tenía 21 años. Eran las 8 horas y yo estaba sola; mi compañero estaba trabajando. Tocaron timbre y al abrir había dos tipos que después de entrar […] empujándome e identificándose como policías: uno de ellos un tal Rodrigo […] Soy llevada en una camioneta de la Policía a Maldonado y Paraguay, 2do piso. Allí me llevan a un escritorio casi a la entrada y veo a otro, alias el Comisario, (seguramente Benítez), que nuevamente me pide explicaciones […] De madrugada, un tal Alexis me saca del calabozo y me lleva por segunda vez a Maldonado. Allí me llevan al escritorio del día anterior y el Comisario me dice que hable. Ahí mismo me encapuchan. Me sacan los cordones de los zapatos y me empujan de un lado a otro para marearme. Termino en un lugar, creo que en el fondo del 2do piso. Allí comienzan a interrogarme, me desnudan y me cuelgan de las muñecas, brazos hacia atrás. Estando así me manosean […] Me hacen submarino con agua y luego con capucha de nailon o algo así. Estando colgada y agarrada por 2 o 3 tipos me violan por el ano y la vagina, primero con un palo y luego uno de ellos, produciéndome lastimaduras y pequeñas hemorragias en el intestino, que me duran como 10 días […] A partir de aquí sólo tengo contacto con Rodrigo, Alexis y el jefe y guardia policial femenina. Además de un médico que me toma el pulso y me ausculta el mismo 13 de junio. Me dejan todo el día en un cuarto y me hacen escuchar la tortura o grabación de la tortura de mi compañero. Esto se repite al otro día por un rato”.
El senador y periodista Germán Araujo cuenta cómo se dio con la identidad del represor Rodrigo: “Este es el testimonio de una joven valiente, uruguaya, demócrata, luchadora, que busca y exige de nosotros que contribuyamos a la Justicia. Sobre ese alias Rodrigo, ella dice más adelante que trabaja en Inteligencia desde hace diez años y que estando en el penal nos llega un diario Últimas Noticias del 26 de abril de 1984, página 23, en el que aparece su foto y su nombre: José Antonio Puppo, el cual es reconocido separadamente por Virginia Michoelson, Paula Laborde y yo. Rodrigo no era otro que Jorge Guldenzoph (a) Charleta […] Nosotros hemos tenido en nuestras manos esa foto donde estaba el señor Puppo con su esposa. Todo esto parece increíble, señor presidente, pero sucedió en nuestro país. Y no solo a esta joven señora. ¿Podemos olvidar todo esto?”.
El Charleta Guldenzoph en su carrera como represor nunca estuvo amparado por la ley de impunidad, sin embargo, nunca se le tocó un pelo
Empresario exitoso con varios vínculos políticos y militante reciclado de la secta anticomunista Moon, realizadora de varias inversiones en Uruguay en épocas de los gobiernos blancos y colorados, figuró en varios eventos sociales de los que luego posteaba fotos en las redes.
La más recordada y que generó impacto en la opinión pública fue una foto donde Guldenzoph luce sonriente junto al expresidente Luis Lacalle Herrera.
El director ejecutivo del Observatorio Luz Ibarburu, Raúl Olivera, comentó que «había cerca de 50 pedidos de procesamientos y de a poco los jueces comienzan a resolverlos».
«Hay otro conjunto de causas que esperamos también se resuelvan, porque en muchos casos se están agotando los recursos que han presentado las defensas de los acusados».
Olivera resaltó que la incorporación de una Fiscalía Especializada en Delitos de Lesa Humanidad es un elemento que cambió en una etapa del proceso y ha actuado con seriedad. «El proceso investigativo que realiza ha sido muy eficaz».
De todos modos remarcó que a veces existen demoras, porque los jueces de Primera Instancia no resuelven los pedidos de procesamientos, o por la aceptación pasiva de parte de la Suprema Corte de Justicia de las chicanas que presentan los acusados.
Aún se recuerda la memorable y valiente intervención de Germán Araújo en la Cámara de Senadores el 2 de julio de 1985, sesión en la que leyó los testimonios de Gonzalo Carámbula, Ofelia Fernández y Alberto Grille, testimonios que Grille había presentado ante la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas en 1987, pocos meses después de haberse fugado del Cilindro, y que los tres presentaron ante un Juzgado Penal en el año 1985, denuncias cuyas investigaciones fue interrumpida por la deplorable interpretación que la Justicia dio a la mencionada ley, por la que la continuidad de las investigaciones dependía del Poder Ejecutivo, a cargo, en ese momento, del Dr. Julio María Sanguinetti.
A continuación publicamos un resumen de esos testimonios.
Gonzalo
“Cuando fui detenido, estaba almorzando en una parrillada céntrica, en el mostrador, en marzo de 1976. Dos agentes vestidos de particular se apersonaron, preguntaron mi nombre y minutos después estaba en las dependencias de Inteligencia y Enlace, Departamento 5, al mando del comisario Benítez. El operativo comenzó con golpes desde que me subieron a la camioneta. Eran unos cinco agentes conducidos por un tal Pressa que, a la vez de llevarme, se cercioraron de que era el denunciado por alguien que estaba en la acera. Al llegar al edificio de las calles Maldonado y Paraguay, la brutalidad arreció al tiempo que me ponían una capucha (bota de tela azul, de las que se usan para ingresar al quirófano).
Es prácticamente imposible relatar etapas o detalles de la tortura en orden cronológico. Todo se sucede, se mezcla vertiginosamente: los golpes, las esposas, el traslado incesante, el interrogatorio, los gritos de los torturadores y de los torturados. Queda el martilleo de la pregunta que no se responde, para vencer. En mi caso: ‘¿Dónde vivís?’; ‘¿Domicilio?’. Quedan fragmentos de las sesiones de torturas. Estuve colgado, desnudo, tomado con cuerdas desde las muñecas envueltas en trapos para evitar huellas futuras. (De todas formas, luego de nueve años, algo se nota en mi mano derecha). Cada tanto venían como a jugar con mi cuerpo, columpio de carne que mecían pesadamente con piñazos, insultos, patadas y preguntas. Para mí había pasado mucho cuando alguien comenzó a acercar pedregullo, o piedritas muy pequeñas, a las puntas de mis pies colgantes.
Desesperadamente, creyendo que era una gentileza de los que hacen el papel de ‘buenos’, intenté armar a punta de pie un montoncito para apoyarme en algo y reducir el estiramiento, dolor de hombros.Quien acercaba las piedras me advirtió: ‘Ahora cuando te moje la piel, se te ablandará y las piedritas que ahora juntás se te meterán hasta el culo. En algún momento me llevaron al submarino del subsuelo o de la planta baja. Consistía en lo que ya todos sabemos. Me ataron boca abajo sobre una tabla que permitía dejar la cabeza colgado. Al levantar el extremo posterior, en el que tenía atados los tobillos, la cabeza se sumergía en un tacho con agua».
«Participaban en la sesión unas cuatro o cinco personas a juzgar por las voces y el manipuleo de la tabla.
Quizás sorprenda que comenté que no me resultaba tan dramático tragar agua hasta pensar en morir, como cuando me sacaban la cabeza, pero no me dejaban respirar inmediatamente, presionando la capucha. Recuerdo especialmente que me amenazaban continuamente con ‘lo de Balbi’, joven militante comunista muerto en torturas en aquellos días. La insistencia con ‘lo de Balbi’ era mayor cuando estaba en el submarino. La furia aumentaba en los interrogadores en la misma proporción en que uno ganaba la paz de sentirse, vaya paradoja, más fuerte y más digno. Me encontré en el medio de lo que después supe era la cocina del tercer piso. Por supuesto, seguía encapuchado y desnudo. Luego comenzó la paliza, luego la picana. Ya casi no me preguntaban nada. Reían. La electricidad me hacía contornear, girar, mover como una ‘gallina loca’ al decir de un torturador.
También allí tiraron agua. Descalzo y desnudo tocaban con la picana el charco y mi cuerpo y todo era igual. Me caía, daba vueltas, me paraba, volvía a caer en medio de sus risas. Se terminó. Quedé allí parado. Tocándome el hombro, uno dijo: ‘Conmigo cantaron varios pesados con cruces encima. Vos que estás pa’ la ideológica no me vas a joder’. No sentí en las otras formas del castigo la seña de aquel instante, quizás fuera la inhumanidad directa. Todavía tengo presente el final de este capítulo; estaba en el suelo cuando me taconeó en la espalda diciendo, con tono de reproche, ‘¡me hiciste sudar!'».
«Pocas cosas más memorizo. Me llevaron a un baño y me ataron al caño de la ducha. Siempre tomándome las muñecas, pero esta vez puestas a la espalda y estando yo en pie. Nunca olvidaré la desesperación que tenía por tomar algo. Hubo quienes se bañaron cerca de mí. Cuando se fueron, lamí las paredes humedecidas por el vapor. Tenía, en ese momento, pantalones. Reclamé en vano permiso para orinar, pero tuve que hacerlo encima. Pretender denigrar a veces así, sencillamente, o a veces más groseramente, como cuando me pegaron con un tablón en el pecho y en la boca haciéndome saltar los dientes.
Estaba de plantón cuando se puso delante de mí un funcionario y me dijo:
‘Así que no se te puede pegar, eh’. A Gonzalo Carámbula le habían puesto un cartelito en la espalda que decía: ‘Prohibido tocar; está roto’. Pensó unos minutos y comenzó a tocarme simplemente con la punta de sus dedos. Esta vez me pateaba, despacio, pero me pateaba; me pateaba los pies hasta que me hizo saltar las uñas de los dedos grandes. También pude constatar la presencia en todo ese período de Jorge Guldenzoph -el de la secta Moon-, a quien también conocía de antes. Recuerdo particularmente que discutía con otros oficiales y les insistía sobre la necesidad de dotar a los jóvenes de Secundaria de una ideología, que no bastaba con perseguir a los comunistas. Según información posterior que pude obtener, esta persona que creo fue la que corroboró mi identidad desde la acera, según conté al principio, participó en el congreso que realizó la secta Moon en el mes de marzo de 1984”.
***
Ofelia
Viaje al horror
«¿Vos sos masoquista? ¿Te gusta que te destrocen, que te golpeen, que te maten? ¿Por qué no hablás?”. Y súbitamente, entre golpes y desaforados aullidos, caía y comenzaban las habituales ‘orgías’ de los señores. Éramos una multitud maniatados con alambre, imposibilitados de ver absolutamente nada, con hambre y con sed enloquecedoras, sumergidos en el vaho maloliente que procede del sudor, de la sangre, de las heces y la orina derramadas, y en medio del vértigo, la alucinación del terror y el dolor; el telón de fondo: el gemido doloroso y el grito desgarrador de muchos, acompasados al insulto procaz, la amenaza y la estridencia del castigador. La noche y el día eran iguales.
Las 24 horas del día era iguales. Los días eran eternos, siempre esperando enfrentarnos con la muerte, con el dolor insoportable, con la denigración. Todos los días nos esperaba una ‘sesión’. Había que esperar que llegara el Chacho. Después de días de plantones, de hambre y de sed, me corrían desnuda abrazándome entre muchos hombres picana en mano, o tirándome puchos encendidos en el piso. El jueguito se llamaba ‘el gallito ciego’. Luego, completamente extenuada iba al ‘tacho’. Atada, boca abajo a la tabla, me surmergían en un agua hedionda hasta que luego de reiterar el episodio muchas veces perdía el conocimiento y me reencontraba conmigo misma algún tiempo después. Tiempo que era inconmensurable, sin una clara sucesión de los hechos, había radios que estaban semanas prendidas a todo volumen, nebulosas de presencias humanas o antihumanas que me era dado reconocer por las voces y, luego del primer mes, también, por los pasos, una nebulosa de horror alucinante, donde la violencia misma aún no había completado su obra, una nebulosa de estar en viaje hacia la muerte y el horror. Íbamos arañando retacitos de vida, a pesar de la agonía casi total de los sentidos, cuando comprobábamos que el terco corazón seguía latiendo y que al lado latían corazones hermanos, aunque desconocidos. Entre ‘sesión’ y ‘sesión’ una obsesión: descansar, reponerse. Y esta también era contestada siempre impidiendo el sueño a puntapiés, a trompadas, a golpes de ‘karate’ y con el fondo permanente del gemido masivo del dolor. Una vez por semana había ‘cacería’.
Los cazadores se preparaban durante horas, en grandes comilonas con ríos de alcohol, que organizaban a nuestro lado, siempre en medio de aquel ruido aturdido, dentro del cual había que gritarse en el oído para oírse, para posteriormente salir en busca de sus presas de caza. Desde la llegada, tres plantas más abajo, comenzábamos a tener idea de los sucesos: golpes, gritos; una verdadera masacre; temblaban las paredes, cuerpos que caían encima del nuestro, porque el espacio resultaba reducido para aquella muchedumbre. Los perros de caza ya traían a sus víctimas totalmente maltrechas. En medio de aquel espanto generalizado y estridente siempre estaba presente el mismo espanto.
***
Alberto
«Hacía días que estaba de pie, encapuchado y cada vez más desorientado. No sabía lo que había alrededor; quería caminar y al mover ligeramente los pies, tropezaba con cuerpos que descansaban pesadamente en el suelo. Sentía mi cuerpo hinchado; pensaba que los golpes me habrían provocado grandes hematomas; me sangraba la boca y tenía un dolor lacerante por la rotura de los dientes caninos. El gusto dulzón de la sangre me satisfacía y me humedecía la boca.
No había ingerido ningún alimento ni tomado líquido alguno desde mi detención. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que vi a Alba y a los gurises por última vez? ¿Doce horas, un día acaso, dos…?».
«Un grito desesperado me sacó de mis pensamientos: las amenazas con los verdes, el sonido de la radio estridente, el olor de los chorizos a la plancha que me revolvía el estómago, me acercaron a la dramática y cruel realidad. Una compañera me alcanzó una galletita y por primera vez tuve conciencia de que tenía hambre. Había pasado mucho tiempo. ¡Estaba tan confuso! Rememoraba las horas pasadas: los golpes, el submarino, el dolor terrible del primer diente roto, los gritos desesperados de Ofelia y su resistencia invencible, la cara amoratada de Roberto, el llanto del bebe de Kaliopi, el rostro sonriente del Charleta Guldenzoph. Comenzaba a soñar despierto; mi casa, Alba, los chiquilines, los uniformados que sacaban los colchones a la calle, se aglomeraban los vecinos, protestaban, acumulaban los libros en una gran hoguera. De pronto, un golpe, otro; con un palo me golpeaban los genitales; me ajustan los brazos a la espalda, me golpean la cara contra la pared. ¿Cuándo y de dónde viene el próximo golpe? Trato de esquivarlos sin éxito: uno, dos, tres, veinte, treinta puñetazos.
Empiezo a familiarizarme con las voces de los torturadores. Conozco al Charleta, a Pressa, al Oreja, al que también llaman Negro Rubio. ¿Cómo será la cara de Boris Torres? ¿Qué altura tendrá? Uno me alcanza agua; un sorbito en un recipiente de boca muy fina; pienso que eso no puede ser un vaso, es una botella… solo un poquito. Pasé la noche de plantón; sentí la voz de Pressa y del capitán Guldenzoph mientras interrogaban a Ofelia. Ofelia grita, llora; implora por su madre que hace más de un año que falleció. Creo que estoy dormido de pie. Los sueños son más hermosos que la realidad: los sueños de los presos siempre son más bellos que la realidad. Despierto con un resplandor y la voz de un fajinero que ordena levantar los colchones para baldear.
Me siento descansado, algo más lúcido, aunque con el cuerpo y los pies muy inflamados. Me duelen la boca y los brazos; casi no los siento. Comienzan a llegar los tiras. Uno me agarra la camisa y me empuja; me caigo y me patea; me llevan en un ascensor a un lugar oscuro. ¡Dios mío! Estoy en el sótano de la calle Maldonado; todo está oscuro; tropiezo con escombros y arena; no veo nada; tengo miedo; ¡ahora sí tengo miedo! Estoy solo; ni siquiera la compañía de los compañeros encapuchados, los compañeros de infortunio. Me acercan a un pileta o a una bañera. No veo nada; hay una gran oscuridad y mucha humedad. Percibo las voces de un grupo de personas entre los que se destacan inconfundibles el Charleta y Pressa. Me quitan la ropa y me acuestan boca abajo sobre una chapa de metal. Me amarran a ella y la chapa comienza a bascular. Me introducen una y otra vez en el agua podrida. Cuando me dejan sacar la cabeza tiran de la capucha y trago toda el agua contenida en ella. ¿Cuándo terminará todo esto? ¿Y si me ahogara? Recuerdo a mis hijos, a los compañeros, a mi esposa. ¡Tengo que resistir!