Alanís es el nombre de fantasía de la protagonista de la película homónima. Una producción argentina que nos muestra la desgarradora historia de una mujer joven que, como tantas otras, es producto de una serie de vulnerabilidades que la llevan a adoptar esta identidad para hacer la prostitución. Debajo de Alanís, está María, una chiquilina del interior del país, abandonada por el padre a los siete años, madre soltera de un bebé de año y medio que empezó a prostituirse en su ciudad natal cuando fue despedida de su trabajo de empleada doméstica y a fuerza de no tener ninguna formación recurrió al oficio más antiguo del mundo. Una historia que revela las vulnerabilidades cruzadas: mujeres jóvenes -a veces niñas aún-, sin hogar, sumergidas en la precariedad de una vida de pobreza y desprotección, que terminan ligadas al mundo de la trata, sometidas a las redes de la explotación sexual comercial. Es una historia desgarrante, un relato de vida singular cuyo valor no queda circunscripto a esa singularidad porque lamentablemente, aunque con matices, es la historia de muchas niñas y adolescentes. Sus historias son la expresión de una sociedad que considera natural que a algunas/os les toque tener una vida digna y a otras/os una de indignidad y padecimiento, una sociedad que acepta que algunas vidas humanas sean consideradas mercancías en un mundo donde reinan el poder y el dinero. El periodista italiano Roberto Saviano dice que la explotación de seres humanos es el más primitivo de los crímenes pero, a diferencia del tráfico de armas y drogas, proporciona un margen de beneficios exorbitante con unos riesgos mínimos. En el caso de la trata que supone la explotación sexual con fines comerciales, es terrible por lo doloroso comprobar que es fuertemente redituable porque las drogas o las armas se venden una sola vez, pero los cuerpos de niñas y mujeres pueden venderse y usarse en infinidad de ocasiones. Constituye así la cosificación de lo humano, la conceptualización de la vida humana atravesada por la perspectiva comercial. La prostitución es una creación masculina. La crearon los hombres para satisfacer sus demandas, vulnera el derecho de niñas y adolescentes, mujeres jóvenes y maduras que quedan sumergidas en una existencia deshumanizante por ser portadoras de características de alta fragilidad. Está muy naturalizada porque la sociedad patriarcal nos ha enseñado que no debe llamarnos la atención que algunas mujeres vean sus subjetividades reducidas a generar placer físico a los hombres. Es la más habitual pero no es la única forma de trata que existe. La trata puede tener diversos fines como la explotación sexual comercial, los matrimonios serviles, la remoción de órganos, la servidumbre doméstica, la mendicidad infantil. Es de los negocios ilícitos más lucrativos del mundo. Es la forma de esclavitud moderna, con las consiguientes consecuencias a nivel psicológico y físico y es un problema que en el Uruguay viene creciendo fuertemente en los últimos años, por lo que ya hemos conseguido la triste constatación de que somos un país de origen, tránsito y destino de la trata de personas. Por eso fue tan importante que el proyecto de ley para la prevención, persecución y sanción de la trata de personas que además plantea la protección, atención y reparación de las víctimas fuera reactivado ya que desde 2017 estaba aprobado por la Cámara de Senadores. El pasado 11 de julio obtuvo la media sanción de la Cámara de Diputados. No pecamos de inocentes, la ley no es la mágica solución al problema pero permite al menos visibilizarlo, sacar la situación del lugar de la naturalización y problematizar sobre estas prácticas, que son una flagrante violación a los derechos de las personas, una forma contemporánea de definición de la esclavitud en los tiempos que corren. La ley aclara que el consentimiento de la víctima no puede ser tomado como una condición habilitante o exoneradora de las responsabilidades de quienes participan. ¿Quién puede verdaderamente consentir vivir una experiencia constante de subordinación violenta? Cuando el consentimiento se produce es porque está dado desde la amenaza, el secuestro, la fuerza del poder. La fragilidad del/la sometido/a es lo que hace que a veces se diga lo que no se siente, lo que además impide el ejercicio de los derechos. La ley va a permitir tener mejor calidad de información y más ordenada para poder incidir y tomar medidas adecuadas de carácter preventivo o correctivas. Hay que aprender a mirar para los costados, en nuestro país hay un aumento de la cantidad de niñas y adolescentes que son víctimas de trata con fines de explotación sexual y es claro que participan muchas personas en esos procesos. El círculo primario constituido por la familia suele ser el de ingreso a estas situaciones inaceptables, pero existen una serie de actores secundarios que habilitan estas prácticas. En general, todas las personas que participan brindando servicios en relación al desarrollo del turismo saben, callan, participan y, algunas, promueven. Hay un gran trabajo por delante. No alcanza con la ley pero tenerla nos da el marco jurídico para despabilar a los distraídos, desnaturalizar e invertir nuestra energía en la prevención y en la restitución de los derechos a las víctimas, porque Alanís y tantas otras niñas y adolescentes se merecen vivir en una sociedad que les permita desarrollar una vida digna.
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