Ya era raro que el presidente afirmara que el “fracaso de la libertad responsable es el fracaso de la humanidad”, toda vez que resulta insólito que un mandatario uruguayo le asigne al derrotero de su estrategia personal el carácter de hito demarcatorio de la especie humana, pero todavía más raro es que el presidente abuse del condicional, como si a su política sanitaria de sálvese quién pueda le quedara algún margen de posibilidad de éxito, cuando ya es un fracaso estruendoso, apreciable desde cualquier indicador y desde cualquier rincón del mundo. En el único lugar donde no ha fracasado es en los medios de comunicación locales, porque ningún observador no comprometido hasta el tuétano con el blindaje comunicacional de este experimento liberal puede concluir otra cosa sobre este desastre que ha convertido el mes de abril en una masacre innecesaria y evitable de 1.600 uruguayos.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Es muy importante señalar que el grueso de los 1.600 uruguayos fallecidos en esta trágica secuencia de 30 días se contagiaron entre el 20 de marzo y el 20 de abril, período en el que se acumularon la friolera de 90.000 contagios, como consecuencia directa de la decisión de no tomar medidas máximas de restricción, como sugería de forma consensuada toda la comunidad científica y médica. Recordemos que en conferencia de prensa, el Sindicato Médico del Uruguay y 35 sociedades científicas imploraron por la adopción de medidas para evitar una catástrofe sanitaria inminente y el gobierno se negó. Ahora vemos la dimensión de la catástrofe: casi 100.000 casos en un mes y más de 1.500 muertes. Esta es la dimensión de la responsabilidad histórica del presidente Lacalle Pou, pero esta es la dimensión de abril, porque la dimensión de mayo todavía no la conocemos, pero ya se insinúa de igual magnitud y dramatismo.
El presidente hace gala de una necedad ilimitada y en lugar de escuchar a su propio grupo científico asesor, y tomar en cuenta los datos brutales de transmisión, internación y muerte que ya se han materializado, toma nuevas medidas de flexibilización y sus adláteres dan cuenta de un nivel de irresponsabilidad que abruma. Ahora mismo han decidido retomar gradualmente la presencialidad de las clases en un marco de transmisión comunitaria descomunal, que es todavía peor que el que existía cuando la presencialidad escolar se suspendió. Y, además, largan al ruedo la idea de no cuarentenar a los docentes vacunados que entren en contacto con un caso positivo, y obligarlos a trabajar igual, aun a sabiendas de que la vacuna inactivada Sinovac no es eficaz para prevenir los contagios, sino para prevenir la enfermedad sintomática. ¿Quién los asesora? No hay ningún científico en Uruguay que secunde o fundamente esa flexibilización, nadie de los que los asesora en el plan de vacunas lo sugiere, todos consideran que es un disparate, pero el presidente de la República, apoyado en una protección mediática que habrá que estudiar, avanza en una estrategia de la muerte, cuyo saldo va a ser otro mes de mortalidad máxima, ya no en relación con nuestro paso por la pandemia, sino en relación con la mortalidad en el mundo. Uruguay tiene el peor mes de abril del mundo, peor que Estados Unidos en su peor momento, peor que Brasil, peor que la India, esto es, peor que los países con mayor incidencia de la epidemia y que peor la gestionaron.
Un día después de que el presidente ofreciera su conferencia de prensa, pleno de un optimismo irracional, el GACH libera un informe demoledor en sentido completamente contrario, con el pesimismo de la evidencia, que indica que la vacunación, hasta ahora lo mejor que teníamos, no va a ser capaz de frenar este desastre: ni el que estamos viviendo ni el que se va a añadir cuando sobre la catástrofe de abril se desplome la catástrofe de mayo.
¿Cómo llegamos a esto? Es sublevante la profundidad del egoísmo negacionista de Lacalle Pou, presidente de este país, y cuya investidura merece respeto, pero, antes que eso, una persona de espíritu menor, obcecada, incapaz de reconocer el brutal desacierto de lo que está haciendo, aunque se lo informe la ciencia y se lo griten los hechos, con la elocuencia incontestable de un montón de muertes.
Esta estrategia fracasó, pero todavía no encontró su techo. Para esquivar sus consecuencias, nos proponen naturalizar un número inaceptable de muertes en nombre de una premisa ideológica sin sustento político y sin vigencia histórica. La apuesta de Lacalle Pou y su reducido núcleo de colaboradores es destruir cualquier sentido de comunidad, cualquier tipo de solidaridad social. Pretenden que ya ni siquiera la enfermedad o la muerte de compatriotas conmueva lo suficiente como para que alguien mire para el costado y proponga una conducta colectiva de mitigación. Indudablemente representan los peores valores de su clase: valores que, en el fondo, son precivilizatorios, disolventes, extremadamente individualistas, el paroxismo de la displicencia. No les importa nada más que despojarse de culpas y que nadie los juzgue por sus acciones. Pero, al tiempo, también en eso van a fracasar: la estela de dolor innecesario que han provocado por omisión los va a perseguir, los debe perseguir, como mácula sobre su conciencia y como memoria de los sobrevivientes.