A partir del relativamente inesperado éxito de rating de la telenovela Las mil y una noches, y luego de Qué culpa tiene Fatmagul, Sila y ahora El sultán, se disparó una moda “turca”. Ambientaciones visuales y sonoras orientales, árabes y fundamentalmente turcas invadieron la pantalla chica creando un boom de Turquía, que se refleja hasta en cifras turísticas en el mundo material y no sólo en la ficción. ¿Por qué pasa eso?
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Debemos buscar la explicación en las características de las telenovelas con éxito comercial y de rating, que vuelven entendible la repercusión turística. Eso si es que no se piensa, con atrevimiento, en una posible promoción turística intencional, ya sea por la elección de los lugares donde se desarrolla la acción dramática o por la repercusión mediática de las novelas.
En primer lugar, lo que puedan tener de “turco”, “oriental” o “árabe” (por ambientación mobiliaria, paisajes y banda sonora) se explica mediante algunas de las características que deben contemplar quienes quieran tener éxito con las audiencias globales. En ese sentido, lo ‘exótico’ es, desde la modernidad, una fuente de atracción de todo el noticiario mediático. Es uno de los ítems que los buenos manuales de comunicación incluyen para entender qué contenidos son elegidos para las programaciones que buscan el éxito comercial –casi todas, claro–. Una clase media ávida de vivencia vicaria (a través de otros) de aquello a lo que no puede acceder de forma presencial mediante la aventura turística justifica que se le proporcione esa experiencia a través de la pantalla, como sustituto accesible de lo que se considera inaccesible desde el punto de vista económico y financiero.
Pero, cuidado, no siempre la humanidad estuvo ávida de lo exótico. El desarrollo cultural y el de los transportes y las comunicaciones transformaron a lo exótico, a lo ajeno y a la otredad en objeto de curiosidad, interés y hasta de deseo de contacto. Antes de la modernidad, lo diferente a uno provocaba más que nada rechazo, temor y exclusión, incluso expresada de forma agresiva. La aventura y el turismo sólo aparecieron como deseables y dignos de ‘moda’ cuando los medios de transporte lo hicieron posible y el desarrollo de las comunicaciones permitió conocer exotismos que se han vuelto familiares y han cambiado de tonalidad simbólica para la gente.
El prestigio de la aventura y los viajes perteneció en un inicio a las clases ricas y cultas, que son las que empiezan a valorar elementos foráneos de su consumo cotidiano conspicuo y exclusivo, aunque manteniendo su modo de vida local, enriqueciendo así su cotidiano. De este modo, lo exótico y lo foráneo empiezan a identificarse con la riqueza, la nobleza, la distinción y el buen gusto, con lo cual comienzan a generar emulación y contagio (moda) entre los estratos dominados, algunos de los cuales experimentan esas delicias foráneas con estatus, y duplican y extienden la distinción y avidez por lo distinguido.
En segundo lugar, ese exotismo no debe ser demasiado radical; debe poder empatizarse y compatibilizarse con la cotidianidad de los espectadores y las audiencias; no debe generar el rechazo, miedo y ajenidad radicales que provocaba lo distinto antes de la modernidad.
Para la variedad cultural radicalmente exótica están otros canales más específicamente “culturales”, en los que puede verse a indígenas comiendo insectos mientras se come, en el living, una picadita (tantas veces con achuras y mariscos, no tan distintos de los insectos contemplados) con whisky, en chancletas y short. Entonces, el exotismo de lo turco debe poder contemplarse sin asco o conmiseración, debe ser compatible con el yo occidental y urbano, civilizado (curioso, pero tampoco la pavada). Por eso las telenovelas permiten acceder a paisajes, interiores y ropas turcas, pero sólo como variedad de lo nuestro. Lo que se muestra es simplemente una variedad curiosa, interesante, de lo nuestro, en la que no se confronta lo impuesto sino que sólo se documenta una variedad compatible con la identidad cultural de la teleaudiencia.
En tercer lugar –y no sólo como modo de mitigación de la radicalidad potencialmente rechazable de lo ajeno–, si la audiencia a la que estos productos aspiran es internacional y hasta global, los contenidos deben ser sentimental y emocionalmente empatizables para las audiencias. Los temas de las telenovelas deben ser los mismos que han conquistado ratings televisivos, antes radiales, antes de novelas escritas en entregas: el melodrama popular en el que alternan lujo y miserias morales, asuntos de amor, nacimientos, hijos naturales, cenicientas, casamientos, cuernos, lujo compartido por servidumbres relucientes y dialogantes con sus amos, testigos y cómplices de la audiencia en la interpretación de los hechos y personajes. La audiencia, que sabe todo, disfruta de una superioridad construida y planeada sobre los personajes y la comparte con el personal de servicio en las telenovelas, que es también audiencia calificada y cómplice de la audiencia en la evaluación de la novela. Yo tenía una tía abuela que iba a la peluquería antes de la telenovela porque estaba enamorada del galán-estrella. Otra conspicua espectadora le gritaba desesperada a la estrella femenina: “¡¡No salgas con él, que tiene otra!!”.
Entonces, en la modernidad cholula que vivimos, de distinción vicaria, el lujo y el exotismo orientales, árabes o turcos deben permitir una empatía emocional y sentimental con contenidos, personajes y peripecias estereotipadas del perenne melodrama popular occidental urbano, adaptado comunicacional y técnicamente. El exotismo debe ser poco radical y no cuestionar la cotidianidad ni los valores de las audiencias. Pero debe recompensarlas con los viajes, el lujo y la aventura económicamente inaccesibles, junto con las emociones, sentimientos y la moralidad vigentes y con los temas con los que vibra de forma facilonga. Y debe proporcionarle la superioridad de saber lo que los personajes parecen no saber (solidaridad servidumbre-espectadores) y de poder asumir cierta superioridad moral al enjuiciar a los personajes y poder aconsejarlos en sus acciones: es la venganza de las servidumbres domésticas y de las servidumbres cholulas frente al protagonismo, la belleza y el lujo de los protagonistas.
La solución comercial, entonces: una mezcla sabia entre los temas emocionales, sentimentales y moralizables de siempre, pero en ambientes seudoexóticos en los que la banda sonora, la vestimenta, el mobiliario y las tomas panorámicas parecen conferir aires de exotismo verdadero. Temas populares globales vertidos en envases renovados que transmiten, superficialmente, la impresión de que se vive la cultura turca aunque los personajes actúen melodramas populares universales de siempre en esos envases, odres, continentes seudoculturales. Es como afirmar que se vive la cultura gaucha, rural o campesina uruguaya yendo al Prado a comer un choripán y montar el toro electrónico. Pero hay otro aspecto a resaltar.
Turismo y el otro lado del islam radical
Suspicazmente podría pensarse que la ambientación “turca” de esas telenovelas recientes sería parte de una estrategia comercial de las autoridades turísticas de aquel país en alianza con agencias de viajes. Aunque no hay evidencia de que sea así, parece que el turismo a Turquía, o la inclusión de ese destino en paquetes turísticos al este europeo, crecieron claramente tras el éxito de Las mil y una noches, aunque algunos atentados en ese país enfriaron el interés más recientemente.
Estambul es la novena ciudad más visitada del mundo, en una lista que encabezan Hong Kong, Londres, París, Bangkok y Nueva York. En línea con lo dicho sobre el seudoexotismo de lo que se comunica sobre Turquía, debemos decir que Estambul tiene ingredientes de indudable atracción cultural, desde su ancestral importancia como límite Oriente-Occidente, como parte de una dicotomía religiosa dentro del cristianismo, como nación que oscila entre su adhesión al islam o al catolicismo (Constantinopla, Bizancio, Atatürk), entre la cultura occidental y la ancestral otomana imperial. Una cultura sin duda fascinante, rica y original, a la que no se hace justicia en los mencionados productos televisivos.
Quienes ranquean el atractivo turístico de Estambul la clasifican como perteneciente al “Occidente europeo”, cosa no tan clara desde una perspectiva histórica y cultural, aunque conveniente para el sector turístico. Recordemos que es comercialmente más conveniente mostrarle Turquía a la mayoría turística europea o demandante de Europa como variante exótica de Occidente y no como radicalidad imperial e islámica atemorizante, nación fundamental en el tablero geopolítico actual. De alguna manera, la imagen proyectada de Estambul y de Turquía es la de una nación que vive el melodrama popular global (en realidad, occidental europeodependiente) en un entorno superficialmente exótico pero sin radicalidad cultural profunda.
Eso es falsear cholula y superficialmente a Turquía, su cultura profunda, rica en fronteras religiosas, políticas y culturales, en aras de una vivencia vicaria y frívola de “lo turco”, que venda el melodrama de siempre en un envase seudoexótico. Es un éxito comercial planeado al costo de la frivolidad y la falsa profundidad cultural; en fin, un típico producto mediático mistificador, empobrecedor de la profundidad cultural. Pero en parte compensa el caricaturesco horror a todo lo oriental, islámico y árabe que surgió en el mundo, especialmente desde Osama bin Laden, Al Qaeda, talibanes afganos, Estado Islámico y otros. Se compensa en parte con esa Turquía trucha, europeizada, superficial, de estereotipos sonoros y visuales, en la que se vierten contenidos perennes y globales del melodrama popular europeo ancestral, disfrazados y enmascarados en un seudoexotismo europeizado turco.