El pasado 24 de setiembre murió el poeta Washington Benavides, nuestro entrañable Bocha. La muerte siempre es un asunto concluyente: es el término, el final de una cosa, el abismo de lo que ya no está, y es además el comienzo absoluto del silencio, cuya primera señal lo constituye el callar de la palabra, de la voz, de la idea. Claro que en el caso de los artistas, y en especial de los poetas, este callar se torna imposible. El poeta permanece en los otros, en el aire de los objetos que ha nombrado, en la memoria de quienes alguna vez leyeron sus versos y en la incógnita inaugural -y por lo tanto eterna- de quienes algún día los leerán. En el caso del Bocha, además, convergen otros poderosos motivos para que la muerte sea en el fondo un fracaso, o que esté condenada de antemano a no producirse del todo: y es que Washington Benavides se metió tan profundamente en el alma popular, en sus pliegues recónditos, en sus secretos y en sus miedos, en sus esperanzas y en sus ingenuidades que ni siquiera es necesario acudir a sus libros para hacerlo regresar. Basta con asomarse al cancionero uruguayo, basta caminar por ahí tarareando una melodía fugaz y entrecortada, para toparse con él en el sitio menos esperado o, quién sabe, en un rincón del barrio, de la casa, de la vida; como quien dice, a la vuelta de cualquier esquina. Lo conocí en el Ministerio de Educación y Cultura, hace no muchos años. Se trató de uno de esos encuentros fugaces, a medias protocolares y a medias coloquiales, en que se imponía entre ambos esa cierta distancia reservada a los actos culturales, y sin embargo pude sentir claramente la potencia que emanaba de su frente espaciosa, de su idea y de su visión del mundo. De algún modo -pienso ahora-, me acerqué a él como quien busca palpar la geografía de una cuasi leyenda, una de las que se ha oído hablar durante largo tiempo. El poeta estaba ahí, de pie frente a nosotros, y paseaba sobre la concurrencia su mirada, que me pareció tan soñadora como analítica. A mi lado había una mujer y una niña de cinco o seis años. En determinado momento, la mujer se inclinó hacia la niña, señaló a Benavides y le dijo que lo mirara bien, porque ese hombre era un verdadero monumento de las letras nacionales. La frase, algo impresionante, puede hoy resultar obvia, pero, de todas formas, cabe preguntarse cuáles son los elementos, los componentes o las razones profundas de tan apasionada afirmación. No se trata únicamente de que Benavides haya escrito poesía de la buena, esa que se queda rondando en los bordes del alma y le provoca resonancias similares a las del romancero español. No se trata tampoco de que haya sido en vida un artista laureado, que cosechara los más importantes premios por su quehacer poético. Hay algo más, que lo vincula a las raíces entrañables de lo humano universal y de lo que más concretamente nos atañe, como orientales y como forjadores de una cultura propia. Me refiero a la dimensión social y ética de su obra, que no se agota siquiera en su profuso cancionero, sino que se extiende más allá, hacia las regiones de la libertad como concepto abstracto y de la liberación como proceso vivo. Escribió, entre otros textos que pasaron a constituir canciones populares, ‘Flor del bañado’, ‘Guitarrero viejo’, ‘Milonga de las patriadas’, ‘Muchacha campesina’, ‘Como un jazmín del país’ y muchos otros. Se trata de letras entrañables, a través de las cuales el poeta fue capturando un universo de sentimientos y creencias que han ido construyendo un país, una patria, una identidad múltiple y carismática. Por ejemplo, en ‘Defensa del gaucho’, dice: “En este trovar sencillo, lo que es gaucho te diré, borrando la mala fe, del que lo volvió un cuchillo, un haragán, sólo un pillo, bueno para el alancear…”. La voz de Bocha es, sin embargo, de tal hondura literaria que no se reduce solamente a un lenguaje sencillo y sabio, grave y comprensible, sin floreos académicos ni giros oscuros y herméticos. A lo largo de su vasta producción -publicó unos treinta libros de poesía-, demostró que era también un erudito, un exquisito y un explorador de la palabra y del verso en su más pleno sentido. Cultivó el soneto en forma magistral: “No sé si creo en él/pero le amo/en el sermón del monte, enaltecido/aunque tiemble en el yerro cometido/al desolar a Judas, sin reclamo”. Y sobre la tumultuosa peripecia contemporánea, expresa en unos versos inspirados en las pinturas de Ensor, Solari y el Bosco: “Bosques de ahorcados, humo de las quemas;/feudos de yuppies, bandos de cretinos:/aférrate al rosario y tus poemas”. Si volvemos a sus orígenes, es muy conocida, por repetida, la anécdota insólita de la quema de Tata Vizcacha, su primer libro, por parte de un grupo de estudiantes de ultraderecha en su Tacuarembó natal (1955). Uno podría sentirse tentado a preguntar qué diablos habría dicho el poeta en ese libro como para merecer semejante acto de persecución y barbarie, si no fuera porque la sinrazón del odio, de la fuerza bruta y de la imbecilidad desatada no necesita de ninguna razón para existir. Por el contrario, se alimenta de feroces sinrazones y casi siempre logra causar el efecto opuesto al que buscaba. Tuvieron que pasar, con todo, más de 50 años para que el libro se reeditara y se realizara el debido acto de desagravio, en el mismo lugar donde habían ardido aquellos primeros ejemplares. Después de ese fuego, y en cruzada contra cualquier otro fuego encaminado a amordazar la libertad, Benavides se lanzó a la lucha contra la dictadura militar, a partir de 1973, armado solamente de su condición de poeta. Se sumó así al canto popular, que supo ser uno de los más poderosos instrumentos de la resistencia a la opresión. Lo hizo a través de cantares sencillos que, no obstante, supieron combinar a la perfección el lenguaje del pueblo con la más alta calidad artística, y tan bien cumplió su cometido que a su respecto tienen plena vigencia aquellos otros versos, los del español Manuel Machado: “Procura tú que tus coplas/vayan al pueblo a parar,/aunque dejen de ser tuyas/para ser de los demás./Que, al fundir el corazón/en el alma popular,/lo que se pierde de nombre,/se gana en eternidad”. Vuelvo a lo dicho más arriba: aquí no hay callar que valga. Es la inmortalidad, ni más ni menos, lo que ha ganado este poeta en un tránsito que no es de cometa perdido ni de estrella fugaz, sino de elipse volvedora, de luz augural o de aquello que algunos filósofos llaman el eterno retorno. Salud, Bocha; estás aquí entre nosotros y entre nosotros te quedas.
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