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2020: ¿el peor año de la historia?

Por Marcia Collazo.

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«Miré, y vi un caballo bayo. El que lo montaba tenía por nombre Muerte y el Hades lo seguía: y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra»

Apocalipsis 6,7-8

 

En la historia de la humanidad ha habido muchos años terribles, que han sido reflejados, entre otros símbolos, a través de “los tres jinetes del Apocalipsis”: la guerra (caballo rojo), el hambre (caballo negro), la muerte (caballo bayo), cuyo jinete es la enfermedad, la peste y, como consecuencia casi obligada, el resultado de las dos calamidades anteriores. Está además el misterioso caballo blanco, cuyo análisis excede el espacio de este artículo. Basta con la constatación de que los jinetes del Apocalipsis representan los mayores miedos de la humanidad, debido a los desastres mayores que conllevan.

El año 2020 no pasará desapercibido en la posteridad, especialmente por la acción del caballo bayo, que ha vuelto a recorrer el mundo a través de la pandemia del coronavirus, una peste que afectó a todos los países del mundo en medidas distintas. Nada ni nadie se salvó de vivir algún tipo de impacto social y económico durante este período. Y, sin embargo, no queda claro que haya sido el peor año de la humanidad. Ya he dicho en anteriores artículos que no fue similar por su impacto a la Peste Negra (1347 a 1349) y mucho menos a una guerra mundial. Por desgracia, en el momento de elegir el peor año de la historia de la humanidad, la lista es demasiado larga.

No se trata, en el fondo, de establecer comparaciones, a riesgo de caer en los burdos extremos de las teorías utilitaristas. Podría oponerse, es cierto, la cifra de unos dos millones de muertos por coronavirus en 2020 a los dos millones que perdieron la vida solo en la batalla de Stalingrado, entre rusos y alemanes, que transcurrió del 23 de agosto de 1942 al 2 de febrero de 1943; o a los 18.000 hombres muertos o desaparecidos en la trágica jornada del día D o desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944. Pero como expresa Kant, dado que el ser humano es un fin en sí mismo, y no un medio para otra cosa, todas y cada una de las pérdidas humanas son dramáticas. El hecho es que las enfermedades, pestes y guerras azotaron a la gente a lo largo de toda la historia. Podría mencionarse el extraño año 536, muy estudiado actualmente por los científicos a través de los testimonios del hielo y de la roca, durante el cual una niebla inexplicable y densa se extendió por todo el mundo y hundió a Europa, a Medio Oriente y a buena parte de Asia en la oscuridad por 18 meses. Ha sido considerado el inicio de la década más fría en los últimos 2.300 años y acarreó, por supuesto, una hambruna casi total. No por casualidad, en el año 541, un brote de la peste bubónica, conocida como la Plaga de Justiniano, provocó la muerte de casi la mitad del Imperio Bizantino. Entre nosotros, a partir de 1492, cuando los españoles pusieron su pie en el Nuevo Mundo, se sucedieron décadas y siglos cargados de explotación, enfermedad y auténtico exterminio de las poblaciones originarias, especialmente cuando en 1520 la viruela causó estragos inimaginables. En pleno siglo XX (si habláramos no de años, sino de siglos, este debe ser el peor por lejos), en 1942, en el marco de la Segunda Guerra Mundial, comenzaron las deportaciones y asesinatos en masa de judíos, internados en los campos de concentración de Dachau, Auschwitz y Treblinka; se calcula que de 1941 a 1945 fueron asesinadas 17 millones de personas, entre judíos, civiles soviéticos, polacos, gitanos y prisioneros de guerra. Y no estamos hablando de las víctimas totales de la Segunda Guerra, sino únicamente del denominado Holocausto.

Pero, como dije antes, no se trata de establecer comparaciones, sino de reflexionar, efectuar balances y realizar proyecciones. Se trata de reunir fuerzas y asumir valentías. En la era digital, signada por el individualismo, la soledad y la incertidumbre, están más vigentes que nunca las palabras de José Ingenieros, el pensador ítalo argentino que en su obra El Hombre Mediocre (1913) expresa: “El Hombre Mediocre es incapaz de usar su imaginación para concebir ideales que le propongan un futuro por el cual luchar. De ahí que se vuelve sumiso a toda rutina, a los prejuicios, a las domesticidades. El Hombre Mediocre es parte de un rebaño o colectividad, cuyas acciones o motivos no cuestiona, sino que sigue ciegamente. El mediocre es dócil, maleable, ignorante, un ser vegetativo, carente de personalidad, contrario a la perfección, solidario y cómplice de los intereses creados que lo hacen borrego del rebaño social. Vive según las conveniencias y no logra aprender a amar. En su vida acomodaticia se vuelve vil, escéptico y cobarde. Los mediocres no son genios, ni héroes ni santos”. Y aunque a nadie le es debido convertirse en genio, héroe o santo, existe la obligación de asumir la responsabilidad de la vida en todas sus expresiones, no solamente como individuos, sino también como sociedades.

La pandemia irá remitiendo, ya sea por las distintas vacunas o por la inmunidad del efecto “manada”. Pero el eventual retroceso de la covid no terminará con los otros males: el de la ignorancia, la indiferencia, la pereza mental, la mediocridad en suma. Construir el futuro con responsabilidad y con esfuerzo, apostar a la instalación de buenas prácticas humanas, enarbolar la libertad no para la búsqueda vacua del placer efímero, la competencia y la malicia, sino para fundar los cimientos de una sociedad capaz de mirar en derredor y sembrar actitudes de solidaridad y compasión. Estamos demasiado empantanados en la malevolencia y en el odio, en la mezquindad y en la ceguera, y salir del pantano exige una buena dosis de valor. Quiero cerrar esta reflexión con unas palabras de Simone Weil (1909-1943), filósofa y activista política francesa, que se ocupó especialmente del tema del dolor y el padecimiento humano. ¿Cuándo surge el sufrimiento? Cuando experimentamos carencias, necesidades insatisfechas, despojo de derechos, violencia y enfermedad. El sufrimiento es inseparable de nuestra condición humana, puesto que somos vulnerables, pero además -como seres pensantes- poseemos la plena conciencia del dolor, que golpea a nuestra puerta bajo infinitas formas. ¿Qué hacer entonces? ¿Rendirse y huir de la realidad? Esto sería lo más cómodo, pero ¿la realidad puede eclipsarse? No, responde Simone. Rehuir la constatación de la desgracia no nos ayudará a terminar con ella. La  única vía es la verdad; el compromiso inquebrantable con la verdad, que nos obliga a asumir la realidad pura y dura que nos rodea, y nos conmina a «no ser cómplices, no mentir, no permanecer ciegos». Ojalá podamos aprender unas cuantas cosas del fatídico año 2020. Por ejemplo, terminar con los buenos deseos que no pasan de bonitas palabras; abandonar el engaño y el autoengaño; atrevernos a apostar a la verdad, es decir, a un cambio despojado de mentiras, de cálculos rastreros, de demagogia y de violencia. Sin olvidar jamás que, al final del camino, nos aguarda la libertad. Por las dudas, no habría que hacerla esperar tanto; porque, como dice nuestra gran Circe Maia, “es tiempo, es tiempo ahora, de voces entre voces apoyadas”.

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