El 8 de octubre de 1851 se firmó el Pacto de la Unión, por el que se dio fin a la Guerra Grande, declarando que no había “ni vencidos ni vencedores”. Esto era en buena medida cierto, ya que el país se consumió literalmente en ese larguísimo conflicto de 11 años, de todos los puntos de vista. En lo político se dividió en dos gobiernos, el de la Defensa, instalado en Montevideo, y el del Cerrito, dirigido por Manuel Oribe. Entre ambos, un Sitio Grande. Por fuera y por dentro, por encima y por debajo, la pugna de intereses de otros países americanos -Argentina y Brasil- y de países extranjeros -Inglaterra y Francia-. Entreveradas en ese caos se hallaban las nacientes banderías de una y otra orilla del Río de la Plata (federales y unitarios en Argentina), blancos y colorados en Uruguay. Pero no fueron ésos los únicos perfiles multifacéticos de la Guerra Grande. Juan Manuel de Rosas, el gobernador federal de Buenos Aires y principal caudillo de la Confederación Argentina, intervino en apoyo a Manuel Oribe, que era el Presidente constitucional al momento de la sublevación de Fructuoso Rivera, el 18 de julio de 1836. Se implicó además, aunque de modo indirecto, el gran escritor francés Alejandro Dumas, quien escribió (a pedido y mediante remuneración) la obra La nueva Troya, que pinta una semblanza no demasiado desacertada de nuestra historia nacional, detrás de la cual está la mano y la inspiración de Melchor Pacheco y Obes. También resultaron implicados el revolucionario Giuseppe Garibaldi -quien peleó en Brasil a favor de la revolución riograndense, conoció a su gran amor, Anita, y se casó con ella en Montevideo- así como sus legiones italianas.
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Y falta aún mencionar el cosmopolitismo apretado, cerrado, verdaderamente sofocante, que desbordaba a la pequeña ciudad de Montevideo: una masa variopinta de vascos, catalanes, gallegos, italianos, y sobre todo de franceses, que llegaron a constituir casi la mitad de la población hacia 1844. Domingo Faustino Sarmiento menciona por entonces la cifra de 15.252 extranjeros (casi todos europeos) en Montevideo, contra 11.431 orientales, en un total de 31.189 habitantes. No se trató de un motivo de orgullo, como pensaba el propio Sarmiento, imbuido por las ideas del viejo paradigma civilización-barbarie. Más bien fue al revés. Muchos de tales extranjeros, organizados en legiones, desafiaban la autoridad del gobierno y provocaban a la policía y a los soldados del ejército, y un grupo de españoles llegó a alzar su bandera en las inmediaciones de la plaza Constitución al grito de ¡Viva España, abajo los traidores, muera la Bandera Oriental!
La república había nacido en 1830, y apenas nueve años más tarde principiaba esa guerra que a una generación entera, por lo menos, le habrá parecido interminable. Nacimos vapuleados -ya el primer gobierno, el de Fructuoso Rivera, padeció la sublevación de Juan Antonio Lavalleja, y al segundo, el de Oribe, no le fue mejor- y así seguimos durante más de 20 años, hasta que en 1851 se firmó una paz endeble; a esa paz siguió el no menos interminable rosario de guerras civiles que sacudió al país durante los cincuenta años posteriores, hasta la gran revolución de Aparicio Saravia de 1904. Aquella fórmula del Pacto de la Unión, no exenta de retórica -ni vencidos ni vencedores- no pasó de un amago de buenas intenciones.
La efímera concordia, si es que ésta existió alguna vez entre los bandos tradicionales, no pudo superar el cúmulo de nuevos problemas que comenzaba a abatirse sobre la nación oriental, cuyas riendas no podíamos controlar. En primer lugar estaba la violencia, a la que nos habíamos acostumbrado fatalmente. No en vano el Sitio Grande duró la friolera de ocho años. En segundo lugar, volvimos a quedar en los hechos bajo la égida de Brasil, país con el que suscribimos unos acuerdos tan ruinosos para nuestra economía como vergonzosos para nuestra legislación y para ese sentimiento escurridizo al que denominamos honor nacional. Bajo esa tutela abusiva, habríamos de protagonizar otros sucesos igualmente infames, como el sitio a Paysandú en 1864 -llevado a cabo por el caudillo colorado Venancio Flores con la complicidad de la Argentina de Mitre y la intervención armada de los brasileños- y la Guerra de la Triple Alianza a partir de 1866. Nada de qué envanecerse. Nada de qué enorgullecerse, como no fuera esa secuencia de alzamientos y de sangre en la que nos sumergimos durante casi toda nuestra vida republicana. Sería interesante preguntarse dónde queda el odio en semejante panorama.
El odio entre orientales, incubado a lo largo y a lo ancho de tantas guerras civiles, propició el desarrollo de mentalidades signadas por la intolerancia y por el recurso de la guerra perpetua. En el medio, una abrumadora mayoría de uruguayos -del 80 al 90% de la población- permaneció atada a la pobreza y al analfabetismo, y su destino principal fue servir como carne de cañón en los innumerables alzamientos de un bando contra otro. Si algo nos dejó la Guerra Grande fue una enorme ruina. La producción ganadera y la industria saladeril estaban hundidas. La deuda externa con Inglaterra, Francia y Brasil pasó a ser, más que importante, impúdica. Las rentas de aduanas quedaron hipotecadas a los prestamistas extranjeros, y el país quedó en buena medida despoblado, mientras los brasileños arreaban las haciendas de ganado en pie rumbo a Río Grande y se instalaban en enormes estancias colocadas en toda la línea fronteriza, que seguía siendo móvil y difusa, aunque los límites quedaron fijados en los tratados con Brasil en “el río Cuareim al noroeste, y al noreste el Yaguarón y la laguna Merín, cuya navegación exclusiva se entregaba al Brasil”. Además, “Se cedía una franja de dos leguas y media de territorio en las márgenes uruguayas del Cebollatí y el Tacuarí, en la cual el imperio podía levantar fortalezas”.
¿Qué hicieron los orientales frente a tan devastador panorama? Continuaron enzarzados en sus luchas de banderías, por más que surgieron valerosos intentos -la política de fusión y la política de pactos- para terminar con aquella división tan destructiva como estéril. El mismo Andrés Lamas, un personaje oscuro y controvertido, de larga actuación en nuestra política -a él se debe la frase “ni vencidos ni vencedores”-, lanzó un ardoroso manifiesto por el cual pretendió poner de manifiesto el absurdo de las guerras de divisas. Pero no tuvo mayor suerte. Hoy por hoy, cuando ya los uruguayos hemos institucionalizado otra política -la del más riguroso olvido o desmemoria respecto a los hechos trascendentales del pasado- no deberíamos echar a un lado el significado de aquella frase surgida del pacto de 1851. Nos sigue costando demasiado la sola idea de un verdadero acuerdo nacional que permita, por encima de las diferencias políticas, hacer frente al objetivo superior de encauzar al país, promover su desarrollo y fortalecer los derechos y las garantías de la ciudadanía. Hemos caído en una crisis, provocada por el retorno de un voraz neoliberalismo, en la que queda desterrado el estado de bienestar, en la que ya no importa el concepto de desarrollo, en la que términos como derechos humanos, igualdad y justicia han pasado a ser malas palabras. La historia nos enseña que es necesario, o más bien urgente, asomarse a sus acontecimientos para mirar en perspectiva, asomarse sobre el horizonte puntual y mezquino del presente y atreverse a formular proyectos de futuro en los cuales la humanidad, y no el interés de clase, o el capital o la raza de los malla oro, sea la medida.