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Alertas al neofascismo

Por Rafael Bayce

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El filósofo y semiólogo italiano Umberto Eco, que supo vivir momentos similares y escribir con agudeza, nos brinda una lista de 12 síntomas que podrían indicar embriones de neo-fascismo. Algunos de ellos parecen particularmente útiles para mirarnos al espejo sin prejuicios y detectar tendencias e inclinaciones nefastas que podrían conducirnos a escenarios que ya son realidad en Europa y Estados Unidos, y que despuntan en América Latina, con peligro de rodearnos y contagiarnos.

El miedo a lo diferente

Desde una mirada de corte antropológico, y de modo general, cuanto más primitiva es una sociedad más miedo a lo diferente tiene, lo que es en parte explicable porque a lo que no se conoce no se sabe cómo reaccionar, lo que suma incertidumbre en el equilibrio sistema-entornos, lo más temible para esas máquinas cibernéticas que somos los seres humanos.

La evolución sociocultural va superando esos miedos y llega hasta revertirlos al punto de poner de moda lo exclusivo y lo exótico. Ralph Linton escribe en los años 30 un famoso artículo revelando el pedigrí cultural variadísimo de todos los objetos que forman parte del despertar cotidiano de un occidental urbano. Pero en civilizaciones que ya superaron ese miedo atávico por medio del transporte, las comunicaciones, los desplazamientos poblacionales y la exploración-explotación de espacios, el miedo a lo diferente supone una retracción y regresión que implican casi siempre discriminaciones de diversa violencia contra los diferentes; ya no tanto como ardua incertidumbre, sino más bien como ofensa narcisista, como amenaza a una utópica pureza racial, sexual, nacional, étnica, religiosa o cultural, identitaria y tradicional, anclada en prejuicios, estereotipos caricaturales y chivos expiatorios.

Sobreénfasis en la identidad y la tradición

Si bien una tan explosiva como inconsulta globalización homogeneizadora ha producido ciertas explicables reacciones hipernacionalistas por parte de ofendidos culturales y de secundarizados productivos (Trump, brexit, etc.), los ‘diferentes’ vuelven a ser tan temidos como entre los antiguos primitivos, aunque por razones diversas.

Pero no son la identidad y la tradición simples motivos, sino su sobrevaloración en medio de una realidad de intercambios e interacciones enriquecedoras y difícilmente evitables. En realidad, lo que llama Eco ‘esencialismo identitario’ es una toma de posición sobre la luminosa distinción de Paul Ricoeur entre identidad-mismicidad e identidad-ipseidad: la primera cree en una identidad primigenia y sólo tolerable en su fanática mantención virginal; la segunda cree en la paulatina producción espaciotemporal contingente de las identidades, cuya construcción creativa y adaptada a las necesidades precisa de alteraciones funcionales que no obstan a la identidad, sino que, por el contrario, constituyen el motor mismo de la producción de una identidad.

En Uruguay, por ejemplo, cultivamos un enfermizo esencialismo identitario del tipo de la mismicidad de Ricoeur, que es uno de los alertas que debemos cuidar en nuestras tendencias proto-neo-fascistas. El endiosamiento de ‘lo nuestro’, ‘nuestra idiosincracia’,  son embriones peligrosos a controlar. Porque esta mismicidad esencialista identitaria viene acompañada o trae otras cosas, a seguir, no menos peligrosas.

Los culpables externos

Como la vivencia cultural del fútbol y no pocos discursos del periodismo deportivo son posibles reductos de detección y nutrición de neofascismos, pueden buscarse allí muy buenos ejemplos. Cuando Gallup Uruguay, como filial de Gallup International, realizó una importante encuesta antes y durante el Mundial de 1986, llamaron la atención varias cosas, en especial dos: una, que nadie como los uruguayos creía tanto más en sí mismos que lo que creían otros sobre ellos, autoconfianza casi autista, hecha de necesidad identitaria de gloria futbolística; y dos, que cuando se le preguntaba a la gente por las razones del fracaso relativo de la Celeste, nunca se mencionaban cosas tan normales y sensatas como ‘son mejores que nosotros’, ‘fueron mejores’, ‘somos peores’ o ‘fuimos peores’.

Los responsables de Gallup adujeron entonces que era perder tiempo y dinero redactar, preguntar y analizar respuestas que prácticamente nadie daría: las respuestas uruguayas serían chivos expiatorios tales como el cuerpo técnico, el entrenador, algunos jugadores de clubes rivales, los arbitrajes, medidas organizativas de dirigentes, y suerte esquiva en instancias clave, pero jamás inferioridad propia o superioridad ajena. Los uruguayos perderíamos no por ser peores coyuntural o estructuralmente, sino por algún ‘culpable’ que impidió que nuestra superioridad se manifestara.

Lo mismo sucede cuando inmigrantes, musulmanes, latinos, africanos mediterráneos, europeos globalizados, no-blancos u otras minorías culturales son culpadas (por ejemplo, los demócratas socialistas para Trump & Co., la izquierda filocomunista para Bolsonaro) de dificultades mucho más complejas en su causalidad. Y esto es lo que sucede cuando aparecen apelaciones a amenazas que justifican, o bien buscan justificar, medidas excepcionales.

Las minorías, reducidas a chivos expiatorios, son elevadas al rango de alarmas, peligros y flagelos para que el imaginario de la opinión pública permita que se tomen medidas extremas contra ellas, bajando la guardia ante ataques a las libertades, derechos y garantías justificados por la sacrosanta indignación contra el mal a atacar para bien del colectivo. Arrestos, detenciones violentas, bombardeos quirúrgicos, medidas prontas de seguridad; la legislación antiterrorista y del derecho penal del enemigo se convierten en el modelo legal dominante y hegemónico.

Los miedos que concentran estas medidas pro-neo-fascistas son el miedo sanitario al dolor, la enfermedad y la muerte, inyectados por la multinacional de la salud, químico farmacéutica y de la tecnología médica, que imponen una pseudo racionalidad preventiva hiperlucrativa; y el miedo a la inseguridad físico-psíquica y patrimonial, que inyectan quienes lucran con la inseguridad: agencias de seguridad, prensa, aseguradoras y oposiciones políticas. Soportamos como racionales absurdas medidas como la tolerancia cero a la conducción de vehículos, la prohibición de las drogas o fanatismos de género que llevan más a corrupciones legales y administrativas que a protecciones de abusos de género.

Apelación a la voluntad popular y al carismático

Este es un punto clave entre los citados por Eco, especialmente para calibrar a protofascistas adinerados locales como Juan Sartori. El vínculo emocional directo gente-candidato, el carismático que encarna y refleja al pueblo, que no ofrece medidas, sino la simple implementación técnica de lo que la voluntad popular plantee, son rasgos de un cuasi-fascismo. Se derriban las mediaciones institucionales entre gobernantes y gobernados; el carismático emociona y seduce sin convencer ni proponer nada serio, sólo algún disparate retórico; en un mundo parte de la sociedad de la información y del conocimiento, los especialistas sólo serían la escucha atenta y fiel a la supuesta soberanía popular.

Parece en una primera lectura un ejercicio hiperdemocrático, como el de Artigas en 1813, pero deviene profundamente fascistizante, adorador del ‘volk’ porque sí, ignorante de la ilustración progresiva. Es la némesis y entropía de la democracia, como lo temió Max Weber hace un siglo: la democracia se puede deslizar hacia un populismo carismático, sobre todo si se empodera sin más a quien es ignorante y además es cooptado por el imaginario hegemónico del capitalismo dominante. Empoderar y seguir a la masa ignorante y alienada podrá llevar con mayor probabilidad al neofascismo que a la democracia republicana radical; es reeditar el Ross Perot de los 80. Ya se está haciendo en la Europa neonacionalista, en Estados Unidos, en Brasil, con gérmenes por doquier. Ojo a quienes cultivan el obsoleto fetiche del empoderamiento sin la preparación que Gramsci y Habermas exigían para ello.

Y si se sobrevaloran la fuerza, la acción y la voluntad por sobre el intelecto, la razón y el conocimiento sistemáticamente obtenido, es caldo de cultivo de las autoayudas facilongas, de los coaching pitucos superficiales en entornos lujosos, de los neoevangélicos mágicamente sanadores, todos síntomas y correlatos de procesos de neofascistización, tan confundibles con empoderamientos democráticos que fueron novedad recomendable, pero que ahora sólo son hiperreproductores de alienación y nutridores de neofascismo. La lista de Eco sigue; prestémosle atención, que se nos viene.

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