El otro día estaba en la panadería, esperando que me atendieran. Entra una pareja de jóvenes, no más de dieciocho años, celular en mano. De pronto empieza a sonar en el ambiente saturado de azúcar y de grasa una canción. Era “El violín de Becho”. “Grande ese tema”, les comento. Me miran confundidos y asienten entre risitas ahogadas. No sabían, me di cuenta, quién era Zitarrosa y menos quién era Becho. Pero el tema les gustaba. Eso es lo maravilloso de vivir y eso es lo que rescata al ser humano. Que cada poco tiempo aparezca una voz como la de Alfredo, unos mensajes como los de Alfredo, un tormento hecho música como el de Alfredo. Y un violín como el de Becho, que sufre y llora de modo tan magistral como para convertir a su ejecutante en uno de los más grandes del mundo. Y no importa si pasan cien o doscientos años y al final nadie los recuerda como los seres de carne y hueso que fueron. Eso es lo que nos aguarda a todos, en cada esquina, y cuidado con engañarse. Pero “El violín de Becho” seguirá sonando, por lo menos a través de la canción de Zitarrosa.
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Cuando escribía mi último libro, titulado Te acordarás de mí, decidí incluir a Alfredo y a Becho en uno de los capítulos. La idea era seleccionar a algunas figuras del siglo XX de Uruguay, y estudiarlas no solamente en sí mismas y en su propio legado, sino también a través de sus amores y sus desamores. El afán que me impulsaba no era el mero chusmerío, como podría suponerse de buenas a primeras, sino aquello que afirma la filósofa y psicoanalista francesa Julia Kristeva: “Todas las historias terminan hablando de amor”. Y si esto es verdad, entonces vale la pena preguntarse en qué medida las pasiones de estos personajes, sus parejas, sus historias de amor, influyeron en la obra que dejaron. Y en qué medida deberíamos entender al amor y al erotismo, cuáles son sus círculos concéntricos, sus alcances, sus quiebres. ¿Implican a la amistad, al arte, a la canción y a la música, como en este caso?
El 17 de enero se cumplieron 29 años de la muerte de Alfredo Zitarrosa, uno de nuestros mayores cantautores nacionales. Ese día acompañé a pie su cortejo fúnebre, muchas y muchas cuadras, con un calor de 30 grados a la sombra. Iba vestida de rojo. Cuando llegamos al Cementerio Central busqué una canilla y metí la cabeza bajo el chorro. Después me quedé mirando a la muchedumbre, recostada a un árbol; entonces, cuando el silencio se apoderó por un momento del paisaje del cementerio, sentí la otra presencia, más tangible que el tronco y la corteza. No iba solamente acompañando a Alfredo. Entre la multitud que marchaba junto al féretro, iban también sus canciones, sus letras, su idea, su mensaje, su angustia de vivir, que empezaron a crecer y a tomar forma entre las tumbas.
Tiempo después pensé que a Becho no lo acompañó casi nadie. Se murió ignorado, ya no olvidado. No fue jamás un personaje mediático. Era tímido y retraído, pero eso sí, sostuvo con Zitarrosa una de esas amistades que se quedan para siempre y que, a veces, se convierten en leyenda. Según ciertos testimonios que recabé en mis entrevistas para el libro, la canción escrita por Alfredo en su homenaje a Becho le gustó y le dolió a la vez. Al principio se enojó. No podía creer que su amigo fuera capaz de decir esas cosas. ¿Cómo que no amo a mi violín? ¿Cómo que “por las noches como arrepentido” vuelvo a buscar su triste sonido? Pero parece que al final le gustó.
Sale el tema a la calle, es oído, aclamado y ovacionado, y entonces Becho torna a su motivo de amargura. Se da cuenta de que no solamente nadie sabe que él existe -todos o casi todos creen que Becho es un personaje inventado por Alfredo- sino que creen también que la tonada, la hermosa melodía de la canción es de autoría de este. Y no. Ese fondo de melodía lo tocaba el propio Becho, una y otra vez, cuando convivía con Alfredo en la casa de la calle Paraná, en la Ciudad Vieja. Lo usaba para afinar su violín, y a su amigo se le quedó prendido en la cabeza. Cuando escribe esa letra en honor a Becho, y luego le pone música (¿o fue al revés?) salta la melodía aquella y se instala para siempre en el alma popular. Becho se resignó, o más bien se rindió al hechizo.
Nadie podía escapar al poder magnético que emanaba del arte de Alfredo Zitarrosa. El hombre que le cantó al dolor y a la pérdida, a la despedida, a “las renuncias de cosas simples que llevo hechas”, a la tristeza y al amanecer, a la guitarra negra; ese hombre supo desnudar y plasmar en sus canciones y por medio de su voz una buena parte del sentimiento humano, ambivalente, exasperado y necesitado de expresión, que anida en cada uno de nosotros.
Nancy Merino, madre de sus hijas Moriana y Serena, me concedió una entrevista inolvidable, en casa del actor Pepe Vázquez. Sentados a una mesa redonda, en aquel luminoso apartamento de la Ciudad Vieja, Nancy recordó el día de su casamiento con Alfredo. “Nos casamos en mi casa, en el Cerrito de la Victoria… estaba media humanidad”. Al principio habían pensado hacer una simple reunión de familia, pero “la gente empezó a caer”. Entre esa gente había muchos artistas, músicos y cantantes. “Iban, cantaban una canción, y se iban… y entre esas figuras cayó de pronto la Negra Mercedes Sosa, que andaba de gira por acá, y después Horacio Guarany”. La canción que cada uno dejaba era un obsequio, “porque Alfredo fue muy querido, muy amado por la gente”.
Ese amor de la gente se transparenta hasta hoy y así seguirá siendo. Cabe en los actos más ínfimos, como por ejemplo en el teléfono celular de dos muchachos que, mientras aguardaban su turno en la panadería, escuchaban extasiados, sin conocer sus orígenes y su historia, “El violín de Becho”. Poco importa, en el fondo, esa parte de la memoria rota. Lo que queda tiene que ver, una vez más, con ese semillero universal de donde vienen toda alegría, toda tragedia, toda esperanza: las historias de amor.
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