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Las palabras y los redactores

Artigas, el archivo y los secretarios

Por Leonardo Borges.

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Caras y Caretas Diario

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El 13 de junio de 1944 se crea por la ley 10.491 el Archivo Artigas por la iniciativa del senador e historiador Dr. Gustavo Gallinal (de filiación blanca), iniciando un verdadero hito en la historiografía vernácula y regional. El “héroe” elegido por el país tendrá su propio archivo, ahora a través de una ley. Se iniciaba un proceso de recopilación de documentación que llevaría, según la ley, el título de Archivo Artigas (artículo 2). El primer artículo de dicha ley establece: “Procédase a la compilación y publicación de todos los documentos históricos que puedan reunirse en original o copia, relacionados con la vida pública y privada de Artigas, Fundador de la Nacionalidad Oriental y Prócer de la Democracia Americana”. Luis Batlle Berres era el presidente de la Cámara de Diputados, Juan José de Amézaga, el presidente de la República.

La misma ley establecía en su artículo 3 que se crearía una comisión honoraria “encargada de la alta dirección de los trabajos de integración y publicación del Archivo Artigas […]”. Según este artículo, la dirección recaería específicamente en “el Dr. Eduardo Acevedo, que la presidiría”. Acevedo falleció en 1948, así que no pudo ver impreso el primer tomo del archivo, que vio la luz en 1950 y, por tanto, no pudo escribir la primera advertencia que fue escrita por el Dr. Felipe Ferreiro. La ley en su artículo 5 así lo establece: “La documentación de cada volumen será precedida por una advertencia, cuya redacción confiará en su caso la Comisión a uno de sus miembros o a un especialista”. Ferreiro se lamenta en su advertencia inaugural: “De existir aún, hubiese correspondido a la infatigable pluma del insigne compatriota Dr. don Eduardo Acevedo escribir este preliminar impuesto por la misma ley de creación del Archivo Artigas”.

La primera Comisión Directora estaba repleta de excelsos historiadores de aquellos tiempos: Felipe Ferreiro, Carlos Carbajal, José M. Fernández Saldaña, Ariosto Fernández, Juan E. Pivel Devoto, Dionisio Trillo Pays, Juan Carlos Gómez Haedo. Igualmente fue Pivel quien hizo de los prólogos del archivo verdaderos ensayos históricos. Del tomo 2 en adelante, Juan E. Pivel Devoto toma la posta de los prólogos, haciendo del archivo no sólo un acervo documental impresionante, sino también una fuente historiográfica fundamental.

El archivo cuenta actualmente con 39 tomos de aproximadamente 500 páginas cada uno, en el que podemos rastrear las raíces del artiguismo, de su vida, de su gesta y de su ideario, que es en definitiva una porción de la historia del territorio oriental del Uruguay. Cartas, censos, comunicaciones oficiales y extraoficiales, listas, órdenes, instrucciones, testamentos, discursos, entre otros documentos, nos dan la pauta de una época y de una personalidad. El Uruguay de mediados del siglo XX tenía la necesidad de verse reflejado en aquel hombre y su pueblo, más allá de que la historia del artiguismo es la historia de una región.

Un acervo de tal envergadura no podría haber sido escrito de puño y letra del caudillo, por tanto, aparecen nítidamente algunas figuras un poco olvidadas en la historia de ese período. Como el eje se coloca indefectiblemente en el caudillo, quienes lo secundaron, tanto en el pensamiento como en la confección de esas ideas, quedaron en la noche callada del olvido de los historiadores. Aquellos hombres eran sus secretarios.

Aquellos redactores (sus secretarios), además, afinaban determinados términos o pulían con prosa majestuosa los documentos y discursos del caudillo. Por lo demás, no cabe duda alguna, que los secretarios de Artigas jugaron un papel muy importante en la formulación de los documentos. No pretendemos con esto decir que los hayan pensado, sino que tal vez hayan tenido cierta influencia en la formulación de los mismos. Palabras, sólo palabras.

Podemos imaginar lo que sucedía mientras el general les dictaba a algunos de sus secretarios.

“Y Allí (les ruego no hacerse escépticos en mis manos), ¿qué creen que vi? ¡Pues, al Excelentísimo Señor Protector de la mitad del nuevo mundo! Estaba sentado en un cráneo de novillo, junto al fogón encendido en el piso de barro del rancho, comiendo carne del asador y bebiendo ginebra en un cuerno de vaca. Lo rodeaba una docena de oficiales mal vestidos, en posición parecida y ocupados en lo mismo que su jefe. Todos estaban fumando y charlando ruidosamente”.

“El Protector estaba dictando a dos secretarios que ocupaban, en torno de una mesa de pino, las dos únicas sillas que había en toda la choza y esas mismas con el asiento de esterilla roto”.

“Para completar la singular incongruencia de la escena, el piso de la choza (que era grande y hermosa) en que estaban reunidos el general, su Estado mayor y sus secretarios, se encontraba sembrado de ostentosos sobres de todas las provincias (distantes algunas de ellas 1.500 millas de ese centro de operaciones) dirigidas a ‘Su Excelencia el Protector’”.

“De todos lo campamentos llegaban a galope soldados, edecanes, explotadores, todos ellos se dirigían a su Excelencia el Protector, y Su Excelencia el Protector, sentado en una cabeza de buey, fumaba, comía, bebía, dictaba, conversaba y despachaba sucesivamente todos los asuntos que le llevaban a su conocimiento […]”.

Así es como John Parrish Robertson (autor junto a su hermano W.P. Robertson de las Letters on South America y de las Letters on Paraguay), súbdito británico, pintó el cuartel general de Artigas en Purificación, capital de la liga de Pueblos Libres. Este comerciante había sido arrestado por las fuerzas de Artigas e incluso amenazado de muerte. Al recobrar su libertad, este pretendía que se le devolviese su mercancía; por esto, y después de gestiones con el capitán Percy, comandante de las fuerzas navales inglesas, decidió presentarse ante el mismísimo Artigas.

Este documento nos abre un abanico de suposiciones, y tiene una riquísima valía histórica (fue escrito por un extranjero que estaba fuera de la revolución y no tenía una posición consciente, más que la del comerciante). El ambiente del cuartel era desordenado, agitado. Repitiendo lo que decía Robertson; comía, bebía, charlaba, y dictaba a sus secretarios. En medio de tanto bullicio, nacían los documentos que hoy engrosan el Archivo Artigas.

No sería extraño pensar que los secretarios, en el medio del bullicio, no transcribieran textualmente lo que decía el caudillo. Además sabemos muy bien que cuando hablamos, no lo hacemos con palabras tan acertadas como cuando escribimos: tachamos, volvemos a escribir, lo releemos.

No podemos creer que Artigas nunca le preguntó a nadie sobre cómo escribir algo (no es aventurado pensar que, por ejemplo, Barreiro haya compartido sus trabajos y confidencias –eran parientes– y que haya sido su interlocutor durante el período de formación). ¿Por qué es tan complicado para la mayoría de los historiadores esto? ¿Por qué colocan a Artigas en un lugar intelectualmente semimesiánico, así como un genio solitario en medio de brutos?

Hasta hoy en día los políticos se asesoran y trabajan conjuntamente con redactores, jefes de prensa y otros personajes más. Cada vez que tienen que ejecutar un discurso o proclama, siempre hay un asesoramiento previo, que creemos que es esencial explicar en este artículo para argumentarlo. Si muchos historiadores les quitan preponderancia a los secretarios o allegados al caudillo por razones un poco banales, ¿por qué no pensar a la inversa? Es más, muchos de estos creen que la edad tiene que ver en esto y que lo “no manejable” del carácter de Artigas hacía que no aceptara influencias. Artigas tenía 47 años, mientras que Monterroso, 31, y ni que hablar de Barreiro, con tan sólo 22, como lo señala Mario Dotta. Es extraño, porque a la hora de darle todo el crédito a Artigas, lo dejan como un ególatra, alguien que no acepta influencias, ni opiniones ni consejos.

Y ¿dónde quedan los jóvenes? Albert Einstein, quizás el científico más famoso de la historia, hizo su gran Teoría general y restringida de la relatividad a partir de los 26 años, en 1905. Sabemos que Barreiro no era Einstein, pero ser joven no puede ser justificación histórica para denigrarlo o colocarlo, tan sólo por eso, un escalón debajo de otros. Ni siquiera pretendemos hablar de inspiración, tal vez influencia o sólo corrección. Quizás podamos hablar de asesoramiento.

Son muchos los hombres que se relacionaron con Artigas en su función de estadista desde 1811. Los tres principales, podríamos decir, secretarios de Artigas y redactores fueron Miguel Barreiro, José Benito Monterroso y Dámaso Antonio Larrañaga. No podemos olvidar otras personalidades cercanas a Artigas, quienes hicieron las veces de redactores en momentos puntuales. Francisco Araúcho, según se cree, fue el primero de estos secretarios. Y a decir de Héctor Miranda, hizo las veces de secretario, además de Otorgués, del Cabildo de Montevideo y del mismísimo Gobierno Provisorio de Lavalleja. Era bastante joven e Isidoro de María plantea que era “digno de la confianza del primer Jefe de los Orientales”. Francisco Solano García, cura chileno cercano a Rivera, se cree que fue secretario ocasional del caudillo en Concepción de Uruguay alrededor de 1816 y fundador de una escuela justamente en Concepción, en tiempos de éxito de la Liga Federal. Fue además quién diseñó aquellas célebres cartas artiguistas, aquellas barajas con leyendas revolucionarias: “Con libertad no ofendo ni temo”.

Otros nombres aparecen en la lista. Santiago Sierra, José Benito Lamas y el mismo Joaquín Suárez. Por su parte el general Antonio Díaz suscribe como secretario el acta del 5 de abril de 1813.

Los secretarios

No es raro suponer que estos redactores tuvieran sus diferencias estilísticas, además de las naturales diferencias en sus vivencias y sus capitales culturales. Las diferencias son notorias, y estos hombres no eran tan ineptos como muchos historiadores han querido demostrar sólo con la intención de exaltar únicamente la capacidad del caudillo. Parecería que para algunos historiadores, Artigas es un genio solitario en la revolución y que nadie se le acercaba en su inteligencia. No es una afirmación muy contrastable con la realidad.

Don Miguel Barreiro nació en el 1789, formaba parte de una familia acomodada de Montevideo (tenían una chacra en las afueras); era sobrino de Artigas y primo de Monterroso. Comienza sus estudios en el Colegio de los Franciscanos, en su infancia tuvo contacto con la gente de la capital, ya que su familia tenía vinculaciones con estos.

Gran aficionado a las letras y, según cuentan, pasaba largas horas de las noches leyendo.

En el momento que estalla la revolución, Barreiro tiene 22 años, pero desde el período inicial, se comprometió con la misma. Es muy difícil imaginar a este joven, dicen los historiadores, teniendo inferencia directa en el pensamiento del prócer. Se da por verdad. Aquí no se está dando esto por sentado, pero quizás sea bueno dar lugar a la duda y la discusión.

Su carrera como secretario de Artigas siguió más o menos hasta 1815, cuando llega Monterroso y Barreiro pasa a ser parte de la diplomacia oriental.

Aparece nuevamente en 1815 como diputado del Congreso Federal de Oriente y luego, integrante de la delegación que este congreso, es enviado a Buenos Aires. Aparecerá nuevamente como delegado del jefe de Orientales en el gobierno de Montevideo. Al finalizar la revolución liderada por Artigas, hace carrera política y llega a ser diputado y senador. Encuentra la muerte el 12 de mayo de 1848.

Don fray José Benito Monterroso nace un 4 de mayo de 1780, nueve años mayor que su primo Miguel Barreiro y dieciséis años menor que Artigas. Realiza sus primeros estudios en Montevideo, luego abraza la carrera religiosa y se traslada a Buenos Aires. En 1798 figura como novicio en el convento de San Francisco; el 30 de julio de 1799 es consagrado sacerdote.

Durante su estadía en la vecina orilla, creemos que adquirió una enorme cultura. Dice su biógrafo E. De Salterain y Herrera: “No ha cumplido aún los 20 años y ejerce con aprobación dignidades envidiables en el claustro y en la cátedra”. De monje y aprendiz, pasa en 1803 al magisterio de Filosofía de la Universidad de Córdoba y, siguiendo el camino, llega en 1807 a la de Teología. Se deduce que aproximadamente a partir del 8 de agosto de 1814, comienza a engrosar las filas orientales (esta es la fecha de su ausencia en el convento cordobés).

Monterroso no es un ignorante del pensamiento revolucionario ni tampoco una personalidad tímida. Cuenta la sobrina del Jefe de los Orientales, doña Josefa Artigas, que se hacían banquetes antes de la revolución, podríamos decir, insurrectos. Allí se juntaban, entre otros, Dámaso Antonio Larrañaga, los hermanos Artigas, Otorgués y el mismo Monterroso. Cuenta que “en esos banquetes, hablaba siempre Monterroso de la necesidad de hacer trabajos revolucionarios e indicaba a don José Artigas para asumir la dirección del movimiento”.

Murió en el Hospital de la Caridad en marzo de 1838.

Dámaso Antonio Larrañaga nació en Montevideo en 1771. De familia patricia y pudiente, realizó sus primeros estudios en su ciudad natal. Más tarde cursó el doctorado en Buenos Aires.

En 1804 fue nombrado teniente de la Matriz y capellán de las milicias de Montevideo. En calidad de tal, acompañó al ejército de la Reconquista a Buenos Aires en 1806. En 1808 fue delegado del pueblo al Cabildo Abierto. Ya iniciada la revolución y por su adhesión a ella, fue expulsado de la ciudad con los franciscanos. Electo diputado en el Congreso de Abril en 1813, fue portador de las Instrucciones a Buenos Aires. Permaneció allí algún tiempo, dedicado al estudio de la historia natural. Fue entonces nombrado bibliotecario de la Biblioteca Nacional. Podría decirse que fue naturalista de los campos orientales, tanto como rudimentario zoólogo, estudioso y filósofo. Escribió sobre los más importantes filósofos de la modernidad. Fue un revolucionario tempranamente, pero quizás sin la convicción de los anteriores. Enormemente culto según todas las fuentes, trabajó como secretario de Artigas. Al visitarlo en Paysandú en 1815, para llevar a cabo una misión encomendada por el Cabildo de Montevideo, Larrañaga escribe un diario que pasó a la historia, no sólo por su valía documental, sino también por su estilo y exquisitez. Luego de los tiempos de Artigas, como muchos artiguistas, se pliega a la dominación lusobrasileña. Forma parte del Congreso Cisplatino en 1821. Muere de muerte natural en 1848.

Como se ha visto, estos secretarios eran bastante cultos y pensamos que no estaban por fuera del pensamiento de la época. Además, al ser parientes de Artigas, personas cultas y, lo más importante, sus secretarios, deberían tener una relación más o menos fluida con el prócer. Es de inferirse, por tanto, que podrían también adornar, pulir, lo que Artigas dictaba en esas bulliciosas reuniones, sin dejar de pensar que las ideas eran impuestas seguramente por este.

Aunque las peculiaridades de cada uno de los redactores no han sido estudiadas con detenimiento, con un trabajo más o menos exhaustivo se puede saber quién redactó cada documento.

Por citar algunos historiadores que presentan teorías múltiples sobre estos secretarios y su influencia en Artigas, podemos recordar a Francisco Bauzá, quien se inclina a adjudicar las Instrucciones de 1813 a Dámaso Antonio Larrañaga.

Por ejemplo, María Luisa Coolighan Sanguinetti afirmó en una Conferencia que Miguel Barreiro era el autor de las instrucciones. Y por último, el biógrafo de Monterroso, Eduardo de Salterain y Herrera, plantea que este fue uno de los conductores intelectuales del “sistema”. Otros autores piensan que hubo una colaboración múltiple, una especie de “trust de cerebros”, y señalan a todos los anteriores más el Dr. José Revuelta como los autores de las Instrucciones del XIII.

No cabe la menor duda de que existen diferencias entre los documentos de cada secretario. Manuel Flores Mora señala estas hipótesis en un interesantísimo artículo sobre los secretarios de Artigas a los 100 años de la muerte del prócer.

Tampoco cabe duda de que cada redactor pusiera su toque personal a la redacción. Por ejemplo, en los documentos de Artigas pueden aparecer indistintamente pueblo, patriotas, compatriotas, ciudadanos, paisanos, compaisanos, orientales o vecinos. Estas diferencias son notables con referencia a lo que llevan intrínseco en ellas. No se puede asegurar plenamente que este se inspirara en las conversaciones y el intercambio de ideas con todos sus hombres, aunque ya José Pedro Barrán ha planteado la idea del “conductor conducido”, dándole cierta importancia al pueblo oriental. En la ciencia histórica los hombres solos, por sí y para sí, no generan cambios estructurales. Son los pueblos y las naciones quienes lo hacen.

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