La cuestión de los “ataques” a policías, altamente destacados por los diferentes medios de comunicación, ha convocado, como no podía ser de otra forma, una calesita de singulares declaraciones.
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Ellas han ido desde la presentación de hipótesis altisonantes y grandilocuentes, casi que jurásicas, que atribuyen, sin decir diciendo, como el amigo del Chavo del ocho, que estaríamos en una reedición de actos “sediciosos”.
Tal hipótesis, jurásica y traída de los pelos, de un tiempo que ya es calvo, supone, según el leal saber y entender de un “profesional” de la Policía (que hoy dirige el Círculo Policial), que estamos en presencia de acciones de “tipo sedicioso” e implica, además, diseminar la disparatada idea de una recomposición de eventuales organizaciones armadas en el país.
La declaración del mencionado presidente del Círculo Policial no es siquiera original. Extraída de un contexto diferente al que describe el comisario Otero en su libro, implica de forma irresponsable algo que no debe acompañar el juicio ponderado de un “profesional” de la Policía y termina asimilándose al comentario trivial y de sentido común de la vecina, cuando en la carnicería espera el kilo de picada que ha pedido: es decir, es un “análisis profesional” con “grasa”, o lo que equivale a decir, como la vecina, que la carne no es “magra”, equivalente entonces al “gato por liebre”.
Como la convocatoria a especular sobre los fundamentos de estas acciones es pública, en tanto y en cuanto es publicada por los diarios e informativos, un día sí y dos también, se incrementan los juicios y análisis “profesionales” sobre el asunto.
El pasado domingo, en entrevista con el diario El Observador, un ex alto jerarca policial incorpora a las hipótesis de las acciones contra la Policía la cuestión del accionar del crimen organizado a imagen y semejanza de lo que se observa en Centroamérica, como el escenario de posibles explicaciones a lo que viene aconteciendo desde principios de este año.
El eje central de esta hipótesis es el avance de la delincuencia y el repliegue de la autoridad policial ante la “ausencia” de apoyos y garantías: “[…] la actual coyuntura de agresiones a miembros de la fuerza policial debería ponernos en alerta sobre el impacto en la moral de sus integrantes y sus potenciales reacciones ante la falta de respuesta de las autoridades en la defensa de la integridad física, emocional y espiritual”, expresaba el ex jerarca policial al diario El Observador.
No vamos a detenernos, en el alcance de otras apreciaciones que en la nota se realizan, con relación al aprendizaje que se produce en y durante los procesos de socialización delictiva, en última instancia, estamos en presencia del siempre manido recurso de reflotar la tesis del “contagio criminógeno” y lo hacen sin reconocer que el primer espacio criminógeno es justamente la prisión.
La similitud de esta hipótesis con los discursos políticos existentes sobre esta “ausencia” de apoyo, y la fuerte vinculación política de quien lo afirma indican claramente cómo es posible que se vaya haciendo dominante una forma política de pensar un problema de alta complejidad, abandonando así todo el rigor y responsabilidad que exige el análisis de lo que viene aconteciendo.
Ante un escenario como este, parecería que lo único sensato es aproximarnos al problema conjugando una estrategia analítica que “acepte” las hipótesis antes señaladas, pero no se trata de una aceptación tácita, proponemos contrastarlas con los datos existentes.
Los datos
El pasado viernes, el Ministerio del Interior publicó en su página web, un reporte elaborado a partir de los datos que se generan en el Sistema de Gestión de Seguridad Pública (SGP).
El informe, elaborado por la Dirección de Análisis Criminal, recoge todos los delitos en los que funcionarios policiales han sido las víctimas.
La temporalidad del mismo va desde el 1º de enero hasta el 6 de febrero del año en curso.
De los datos aportados surge que en dicho período, un total de 78 funcionarios policiales han sido víctimas de algún tipo de delito.
Nuestro país tiene, aproximadamente, cerca de 29.000 funcionarios policiales.
Considerando la cifra de funcionarios que han sido víctimas de algún tipo de delito y el número total de la fuerza policial, tenemos que, cerca de tres cada 1.000 funcionarios policiales han sido víctimas de algún tipo de delito (2,68 por cada 1.000) en el correr del año.
Considerando todos los tipos delictivos que toman a funcionarios policiales como víctimas, tenemos que, solo en 10 casos, les fue sustraída el arma de reglamento (12,8% del total)
Solamente 5 (6,4%) funcionarios policiales, del total de las 78 víctimas de delitos, usaban, en el momento del mismo, uniforme policial.
Es posible entonces esbozar algunas apreciaciones primarias: si estuviéramos en presencia de acciones organizadas por grupos delictivos, cualquiera sea esta la naturaleza de los mismos, tendríamos que llegar a la conclusión de que su logística operativa es elevada, en tanto el número de funcionarios policiales que, en el momento de ser objeto del delito vestían uniforme policial es mínimo.
Sin embargo, esta “hipótesis” de alta capacidad logística, en tanto, implicaría un aceitado sistema de vigilancia y seguimiento de funcionarios que no circulan con una clara identificación de su pertenencia a la fuerza policial (uniformes); no es coherente con los datos existentes respecto al logro de sus objetivos: sustraer el arma de reglamento.
Si se tratara de acciones específicamente dirigidas a funcionarios policiales con vistas a la sustracción del arma de reglamento, estamos ante una acción de baja efectividad.
Si estas acciones fueran dirigidas -como hemos aceptado suponer- por grupos organizados, estaríamos ante la evidencia de su bajo nivel de “profesionalización” delictiva, vista esta por el magro resultado alcanzado: solo en 10 casos fue sustraída el arma de reglamento.
De ese total de sustracciones, las mismas se producen cuando el funcionario policial ha sido víctima de un delito de rapiña (5 casos), en delitos de hurto (3 casos), en delito de homicidio y atentado (con 1 caso cada uno).
Del total de delitos que tienen como víctimas a funcionarios policiales (78), el delito con mayor peso es el de atentado (43 casos, 55,1%); le sigue el de rapiña con 25 casos (32,05%) y el de hurto con 6 casos (7,69%).
Los homicidios a funcionarios policiales representan 3,8% de los delitos (3 casos de homicidios, lo que llevado a tasa de homicidio por cada 1.000 policías la misma es de 0,10).
Para cualesquiera de los delitos reportados, Montevideo concentra la mayoría de los mismos (43: 55,1% del total), seguido de Canelones (8: 10,25% del total)
Es decir, para estos casos, se sigue el patrón de distribución que estos tipos delictivos tienen en el país.
No es posible establecer un patrón definido; en última instancia, el único patrón posible es el del “no patrón”, lo que equivale a decir que se trata de acciones que siguen un flujo azaroso, a imagen y semejanza de una cierta tipología de rapiñas, aquella que se desata ante la posibilidad de éxito en su comisión, o lo que es igual: “la rapiña oportunista”.
O como ha venido afirmando con mesura y profesionalismo el hasta hoy director nacional de Policía: “Nos preocupa la virulencia del ataque que ocurrió en los primeros días. Fue un elemento que disparó las alarmas en la opinión pública y en la Policía […] Cada caso ha sido aislado en el sentido que no tienen conexión las personas con un grupo o una situación particular que nos permitan determinar que hay atrás […] La situación de seguridad pública es preocupante y debe ser atendida con la máxima atención […] Esa atención pasa por el presupuesto que se le asigna a la Policía, por la dignificación de la Policía, la profesionalización de la Policía y la calidad de la Policía y eso se intentó a partir de 2009 por parte del factor político”.
La centralidad de la ley
La noticias relacionadas con las características del trabajo policial y sus efectos sobre sus funcionarios no son nuevas.
Estas noticias han ido formando parte de una nueva modalidad de “policiales” y se han ido metamorfoseando, en su centralidad, a partir del surgimiento de los sindicatos policiales, quienes, a pesar de su variabilidad numérica, han permitido producir visibilidad sobre las condiciones y características del trabajo que desempeñan.
Con el advenimiento de los gobiernos del Frente Amplio, parte importante de las demandas de los funcionarios policiales se fueron incorporando al proceso de transformación institucional llevado a cabo y que hoy se sintetiza en el enunciado “Nueva Policía”.
Se incluyeron, en este proceso, un conjunto de carencias y debilidades relacionadas con aspectos aparentemente sin relevancia, como la cuestión del uniforme y el calzado, extendiéndose además, a aspectos centrales de las condiciones laborales, tales como, salarios, armamento y equipos de protección y custodia, por nombrar apenas algunos ítems.
Este proceso de transformación institucional, abarcó, además, reformulaciones en las concepciones de organización del trabajo operativo, tanto a nivel territorial, como al nivel del análisis estratégico ministerial, con vistas a optimizar el uso y la efectividad de los recursos disponibles.
Los cambios y las transformaciones emprendidas a escala institucional se han ido desarrollando en un escenario criminal de singulares mutaciones y con un fuerte desplazamiento de los temas relacionados con la seguridad pública, impulsado por algunos actores de la política, que nos viene acercando, cada vez más, hacia las denominadas “políticas punitivistas”.
En lo que se refiere a la actividad y las diversas situaciones vitales de los funcionarios policiales, esta perspectiva “punitivista” desplaza, particularmente, el concepto de “víctima” y lo reposiciona en un giro envolvente, que se expande hasta alcanzar al funcionario policial.
Digamos que estamos asistiendo a la centralización y centralidad, de lo que pudiéramos llamar “la última víctima”.
Es, a caballo de esta victimización, que se tejen un conjunto de supuestas soluciones al estado de cosas que se afirman que afectan la actividad de los funcionarios policiales.
Por su procedencia, casi todas las soluciones propuestas son de índole y contenido político y rara vez se fundan en apreciaciones policiales de contenido estrictamente profesional.
La actividad policial, por sus funciones, siempre implica un conjunto de riesgos que la definen y la minimización de dichos riesgos tiene, mal que nos pese, un límite.
Ese límite insoslayable, en tanto y en cuanto marca la geografía y las formas de actuación, es el que define la ley.
Alterar el relacionamiento entre las acciones policiales y los contenidos de la ley que la regulan y limitan supone abrir el espacio para hacer de la ley la próxima víctima.
No atender a esto conduce -inevitablemente- a esa suerte de primeras expresiones, ya visibles en Uruguay, de un accionar policial que, en nombre de una ley que se vacía de contenido, reposiciona el discurso del orden por encima de aquella, al punto de hacer de su violación el agujero negro por donde se desdibuja lo que con orgullo entonan los funcionarios policiales del Uruguay: “Honor, Disciplina Denuedo, Consciencia del Noble Deber, formamos la guardia del pueblo, de paz de trabajo y de bien”.