Las noticias siempre corrieron por el mundo, lo mismo en el Egipto de Ramsés II que en nuestros días. La diferencia principal estaba en la demora, o sea la distancia temporal entre el acontecimiento y su difusión. Los hechos o sucesos, además, se iban deformando, estirando o se reduciendo, con colores más o menos sombríos o atractivos, según el talento y la disposición del informante.
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En esto no hemos cambiado casi nada, ya que hoy estamos rodeados de fake news y no sabemos bien dónde se encuentra el límite entre la mentira y la verdad. Las noticias de otras épocas desataban reacciones variopintas. La gente las comentaba, y para hacerlo no digitaba un celular desde el sillón de su casa sino que, por el contrario, se veía cara a cara. La gente se daba cita, vociferaba, discutía de maneras públicas o secretas, hacía planes, se paraba con sus dos pies sobre el mundo y quería transformarlo.
En eso hemos cambiado bastante, puesto que nos hemos convertido, no en masas acríticas y complacientes, sino en verdaderos espectros de cristales líquidos, con el rostro bañado por luces azuladas, a kilómetros de distancia unos de los otros. Cada uno permanece en su sitio, aislado de solemnidad con respecto al resto de sus semejantes, pero cree, oh suprema ironía, estar en estrecho contacto, comunicado como nunca antes con una galaxia de personas. El engaño de la virtualidad opera como un narcótico frente a la existencia real.
En la novela de la vida, quiero detenerme en el año 1810, en las vísperas de la revolución independentista en el Río de la Plata. José Artigas andaba por ahí, atento a los acontecimientos. Y como él, cientos y cientos de hombres y mujeres, no podían darse el lujo de permanecer adormecidos, y como no contaban con un smartphone, se apiñaban en las calles, en las esquinas, o en tal o cual casa, café o pulpería, a la caza de novedades, sobre todo cuando los tiempos ardían. Nadie ignoraba que en 1808 España había sido invadida por Napoleón Bonaparte y que el francés ya había enviado a varios representantes a América para probar suerte con las autoridades, a fin de quedarse con ese gigantesco bocado. Se sabía también que el pueblo español resistía, que no reconocía el poder de Napoleón y que había decidido formar juntas de gobierno en nombre de sus reyes depuestos, Carlos IV y Fernando VII, despojados de su corona uno detrás del otro, como si fueran naipes de cartón.
El vacío de poder resultante levantó llamaradas en América, con la consiguiente alarma para conservadores y monárquicos, que se apresuraron a formar juntas a la manera española, mientras crecía la agitación de los rebeldes, libertarios e independentistas, así como la de comerciantes e industriales vinculados al capital extranjero, que comenzaron a vislumbrar en semejante caos su oportunidad. Ya el 8 de abril habían llegado ciertos rumores preocupantes sobre España, a bordo de un carguero inglés. Un mes más tarde, el 13 de mayo de 1810, arribó a Montevideo la fragata británica John Parish, de la que descendieron, además de mercaderías, escandalosas novedades. Los habitantes de la ciudad colonial se enteraron, o más bien confirmaron por boca de los tripulantes, que a comienzos de febrero, en el sur de España y más concretamente en la región de Andalucía, mientras los franceses se acercaban a Cádiz, la Junta Central de Sevilla se había disuelto.
Ahora el vacío de poder era absoluto. No había reyes. No había juntas. Solo un Consejo de Regencia de muy dudosa legitimidad, puesto que había sido nombrado por la ciudad de Cádiz, por sí y ante sí, aunque pretendiera hacerlo en representación del rey. Desconocido este Consejo, caía por su base la legitimidad de todos los virreyes, desde Tierra del Fuego hasta el Caribe, incluida por supuesto la de Baltasar Hidalgo de Cisneros en el virreinato del Río de la Plata. En ese clima, en esa coyuntura de anarquía y derrumbe institucional que a la monárquica Montevideo, la Muy Fiel y Reconquistadora, no dejaba de repugnarle (por algo supo ser la primera ciudad en formar una junta de gobierno en el continente americano, a imagen y semejanza de las de la metrópoli), la fragata inglesa levó anclas hacia Buenos Aires, a donde llegó al día siguiente, 14 de mayo. Poco después arribó también a puerto el buque de guerra Mistletoe, cuyo vicealmirante Michael de Courcy, jefe de la estación naval inglesa del Brasil y los mares de sur, y tercer hijo de John, el vigésimo quinto lord Kingsale, para más datos, había abarrotado el buque de diarios ingleses, para alegría de los porteños, que se abalanzaron sobre ellos, con noticias de Cádiz fechadas el 4 de febrero. Leídos los periódicos, y sin perder tiempo, una delegación militar se presentó ante Cisneros, el virrey que ya no era virrey, en opinión de casi todo el mundo, y le concedió el exiguo plazo de dos horas para que confirmara o rectificara aquellas nuevas.
Los ingleses estaban tan interesados como los criollos en el pronunciamiento del virrey, porque las concesiones comerciales otorgadas por éste a los británicos en el Río de la Plata, vencían el 19 de mayo de 1810, y por eso los sucesos de la famosa Semana de Mayo fueron no solamente un alzamiento patriótico y libertario, sino también la tabla de salvación de los consignatarios ingleses, lo que explica la formación -desde sus comienzos- de un ala conservadora y un ala radical en el seno de la propia Junta de Mayo, que aún no ha aparecido en el horizonte de la historia, pero que lo hará muy pronto. Todo el mundo estaba convencido de que en España ya no quedaba una resistencia organizada, y tampoco un órgano de gobierno legítimo que sostuviera el derecho de los reyes. España estaba reducida a un peñasco de treinta kilómetros cuadrados, situado en la bahía de Cádiz, y América había dejado de existir, propiamente, como territorio colonial. América se había convertido en una enorme incógnita, recorrida por relámpagos libertarios, que llevarían adelante los jóvenes “alumbrados”.
Y aunque el virrey que ya no era virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, intentó inútilmente impedir, o por lo menos demorar la difusión de las novedades; aunque tendió un cordón militar en torno a las naves británicas; aunque mandó incautar por el capitán del puerto todos los periódicos que intentaban desembarcar los ingleses, las noticias cundieron, se extendieron como un grito de alarma y despertaron mil cálculos diferentes. Durante ese mayo particularmente lluvioso, en la plaza de piedras empapadas, que refleja los cuerpos de mujeres y hombres, las patas de los caballos, el fulgurante color rojo de algunos uniformes y el blanco restallante de los calzoncillos criollos ribeteados de encaje, que asoman bajo el chiripá (véase el óleo de Francisco Fortuny), se echaron los dados del destino. Faltaban nada más que diez días para que se echara a rodar la revolución, por obra y gracia de un nutrido grupo de inquietos y descontentos criollos, unido en cierto modo a los intereses del comercio extranjero. Tales acontecimientos se desarrollaron a lo largo de una semana (la Semana de Mayo), del 18 al 25, fecha en la que ocurrieron dos cosas: se destituyó al virrey Cisneros y nació la Junta de Mayo. Esta no alardeó de independencia, pero adoptó lo que luego pasó a llamarse “la máscara de Fernando VII”, una simple fachada retórica tras la que se agazapaban las intenciones de soberanía, erizadas de revolución. Largo había sido el proceso que llevó a ese 25 de mayo de 1810, y a pesar de ello, la historia (esta, la nuestra, la rioplatense, que es asimismo la de la Banda Oriental y la de la revolución artiguista) apenas comenzaba a fraguarse. El mayo de 1810 dará lugar a que un ala de la Junta, la más incendiaria, la más americana, la de Mariano Moreno, uno de sus secretarios, se fije en la campaña oriental, extienda el dedo y señale a dos hombres providenciales. Uno era José Rondeau. El otro, José Artigas.