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Columna destacada | Artigas | pueblo | historia

Conocer la historia

Artigas, la revolución y el despotismo

Artigas y el pueblo en armas se las ingeniaron para ir creando una verdadera red institucional en aquella geografía erizada de amenazas y de revolución.

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Sabido es que la imagen de los próceres o héroes principales de un pueblo no nace de una revelación, sino de una construcción, a veces larga y laboriosa, pero casi siempre visceral en sus fuentes primigenias, esas que pertenecen a la memoria radical de los hombres y mujeres (o sea, a sus raíces identitarias). Se trata de un brillo singular que de diversos modos supo impactar y conmover el alma de los contemporáneos de ese héroe, y más tarde a las generaciones sucesivas, que pudieron advertir en él ciertos caracteres no comunes a la inmensa mayoría de los mortales, entre los que se cuentan poseer un gran valor e inteligencia para entregarse a una causa, resolver problemas y hacer frente a peligros y a injusticias, y hacer cosas muy poderosas en favor de la comunidad, como por ejemplo, fundar ciudades o naciones, luchar por la libertad, arriesgarlo todo en esa empresa y sufrir exilio o muerte trágica. El héroe es empujado por los hechos y lanzado a la arena del combate y del sacrificio. Mientras otros se quedan cómodamente en sus casas, en sus escaños o en sus heredades, y son medrosos y funcionales a toda suerte de abusos y tropelías instituidas, el héroe todo lo arriesga, todo lo da, o todo lo pierde; y lo más importante, lo que acaso constituye la piedra de toque de este asunto: no pretende siquiera constituirse en héroe.

El 27 de junio publiqué en redes sociales, como digna ofrenda a fecha tan fatídica para los orientales, el artículo 18 de las Instrucciones del Año XIII: “El despotismo militar será precisamente aniquilado con trabas constitucionales que aseguren inviolable la soberanía de los pueblos”. Casi de inmediato apareció una voz que no dudé en calificar como Dementor, a la usanza de la saga de Harry Potter (por lo desconocida, malévola y escurridiza), la cual afirmó que el primer déspota de esta tierra fue Artigas. Esa y otras afirmaciones por el estilo, todas ellas tan ligeras como peligrosas, suelen surgir con una facilidad pasmosa, porque muchas veces se tiende a creer que la historia (o más bien su interpretación en modo de opinología) es fácil de conocer y de abordar. Se reduce, al fin y al cabo, a hechos; pero se olvida en el proceso que, de un millón de hechos, los historiadores terminan seleccionando diez o veinte; y que aún esos diez o veinte son pasados tantas veces por el tamiz de las interpretaciones que se concluye por apartarse, a veces gravemente, de las referencias originales de una acción humana. Eso es lo que sucede con Artigas, especialmente cuando, además de la frivolidad en la interpretación, se añaden ciertas intenciones propias de un Dementor que es, en última instancia, un guardián de las fuerzas oscuras. Bien nos consta que la figura de nuestro máximo prócer fue tomada, o más bien asaltada, por los militares y civiles golpistas, que se propusieron legitimar sus acciones brutales y sus violentos intereses en las palabras y en el pensamiento de Artigas, y para ello se dieron a la temeraria empresa de buscar y rebuscar entre sus frases, hasta que, a fuerza de recortar y deformar, lograron hacerse con dos o tres líneas, no más, que parecían asemejarse a sus propias y tortuosas ideas. Ahora bien, afirmar que Artigas fue nuestro primer déspota revela antes que nada un desconocimiento preocupante. Es cierto que, como conductor de la revolución y como jefe de los orientales, concentró el mayor poder de su tiempo, propio no solamente de su liderazgo y de la urgencia de la hora, sino también de las viejas estructuras políticas de los fueros de algunas comunidades hispánicas, que elegían a sus gobernantes, aunque de reyes se tratara (y este no era el caso, claramente, ya que pocas veces se habrá visto un luchador social tan republicano y tan enemigo de las monarquías como José Artigas). Su poder no estaba tampoco delimitado y precisado en ningún texto legal. Pero jamás, ni una sola vez, pasó por encima de su pueblo. Enormes son las palabras y los hechos que avalan tal afirmación. En cada uno de sus actos cívicos (e incluso en los militares, propios de acciones de guerra signadas siempre por la escasez de recursos y el acorralamiento a que nos sometieron las dos invasiones portuguesas, la de 1811 y la de 1816), se ocupó en convocar a los vecinos representativos de las comunidades, es decir de las villas y pueblos, y remarcó con el mayor énfasis aquellos conceptos emanados de la Ilustración, que tan caros eran a su pensamiento y a su práctica. Así lo hizo en la oración inaugural del Congreso de Abril o de Tres Cruces, en 1813, donde expresó: “Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana”. Y agrega: “Porque yo ofendería altamente vuestro carácter y el mío, vulnerando enormemente vuestros derechos sagrados, si pasase a decidir por mí una materia reservada solo a vosotros”.

No se trata solo de frases, sino ante todo de realidades. Artigas y el pueblo en armas se las ingeniaron para ir creando una verdadera red institucional en aquella geografía erizada de amenazas y de revolución. Como señala H. Gross Espiell, cuando Montevideo fue tomada por las tropas orientales, en febrero de 1815, Fernando Otorgués, en su carácter de comandante militar de las fuerzas patriotas, y por orden de Artigas, convocó a todos los pueblos para que eligieran un representante a una asamblea provincial, a realizarse en esta ciudad, para constituir un gobierno. Y cuando la autoridad de Otorgués fue revocada, el Cabildo pasó a ejercer funciones como autoridad política, no solo en Montevideo, sino en gran parte del territorio, y se estableció un sistema popular representativo indirecto. Es cierto que Artigas ejercía sobre el Cabildo de Montevideo una especie de supervigilancia. No era para menos. No lo hacía por déspota, sino por revolucionario, y por el legítimo afán de que los sacrificios y desvelos de aquel pueblo en armas no pasaran en vano. Montevideo era en 1815, cuando los porteños la entregaron a las huestes artiguistas, una ciudad monárquica, fuertemente conservadora, que albergaba en su seno a la flor y nata de la oligarquía vernácula vinculada al dominio colonial. Una clase que aún conspiraba con dicho dominio, que había aplaudido la primera invasión portuguesa contra los revolucionarios, en 1811, y que para colmo recelaba de esos ejércitos a los que veía como legiones de salvajes, gauchos desharrapados y feroces que se habían atrevido a alzarse contra el rey y a repudiar su autoridad. Por eso Artigas vigilaba al Cabildo, al que sabía contrario a los intereses y a la causa de la lucha independentista, con verdadero puño de hierro, y por eso inició los trabajos para dotar a esta provincia de una constitución legal.

La historia es un espacio de profundidades insondables, y debe ser analizada con un método acorde, de riguroso cuño lógico, en el que cada instrumento de análisis sea coherente con la dialéctica propia de una ciencia social, en la que no impera la evidencia sino la verosimilitud, pero que sigue siendo una ciencia. La historia debe ser respetada. Y para eso, el primer paso es conocerla.

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