Quise poner fin a mi incierto exilio en Argentina de más de 8 meses. Vivíamos en la provincia, en el tambo de mis viejos, La Panchita. Les dije “vuelvo el 17 de mayo”. Mamá casi se muere, papá me alcanzó un bolso y me dijo: “Te llevo a la estación de tren”.
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Ya en Buenos Aires, fui a ver al Toba. Me recibió Matilde, quien, como narra en el documental que hizo su hijo Mateo, me dijo que él todavía estaba en su Almacén (33 Orientales, de la calle Callao). Llegué cuando, con su colaborador Enrique Schwengel, bajaban la cortina para cerrar.
Enrique esperó mientras tomábamos un café. Le cuento que regreso a Montevideo al otro día. Me dio “pa’delante”. Se hicieron casi las 11 de la noche. “Antes de fin de año estamos todos en Montevideo” fue lo último que me dijo. No volví a verlo vivo.
Pasé por el Liberty pasadas las 11, con poca esperanza de encontrar a Zelmar levantado. Pero estaba, con Luis Pedro, su hijo, que había llegado para el cumpleaños de su padre el 20 de mayo.
A Zelmar mi regreso le pareció una locura. “No te dejo ir”, sentenció. “Las cosas están muy mal. Lo que tenés que hacer es sacar a tu viejo de acá, yo no puedo”. Sugirió almorzar al otro día con Toba. Estuvimos hasta las 2.30. Me fui tras apenas un “hasta mañana”. Llegué a casa, un monoambiente frente al hotel, a las 3 de la mañana. A las 6 golpean en la puerta. Era Marcos, el mayor del Toba: se habían “llevado” a su padre. “Crucemos a contarle a Zelmar”, atiné a decirle.
Corrimos hasta el hotel. Allí, sillas por el piso y, como declaré en el juicio a Videla, “el llanto angustiado de la conserje”. Bajó Chicho -Zelmar (h)- y con él y Marcos hicimos las primeras llamadas al exterior. En el par días que siguieron, Marcos, de 14 años, maduró lo que normalmente lleva el saldo de la adolescencia. Llevaba mi agenda conmigo, por contactos de teléfono y empecé a anotar todo lo que ocurría.
Había que traer al viejo. Schwengel y Tito Soares de Lima fueron en un remise.
Ya en Buenos Aires los viejos, rotaban de bar cada 20 minutos. Schwengel iba y venía para mantener el contacto. Conseguimos que lo recibiera Hugo Navajas, diplomático boliviano (representante de ONU). Había estado acreditado en Uruguay. Desde allí papá dirigía los pasos a dar. Redactaba cartas y telegramas a Matilde. Quise sacar ropa de casa. El portero esperaba fuera. Me dice que había gente armada en el departamento. A mamá le pasó lo mismo antes de que le pudiera advertir que no fuera. Ernesto Berro Hontou, en reportaje a Vignolo y a mí, cuenta que, enterado de los secuestros, viajó a Buenos Aires, fue a nuestro departamento y una vecina lo empujó hacia el suyo, con la misma advertencia.
Pasamos la noche sin dormir. El 19 fui con mamá a lo de Alfonsín (presidía la Asamblea Permanente de DDHH). Le contamos todo. Se había hecho tarde y nos dijo que nos quedáramos a dormir allí: “El cuarto de huéspedes tiene cama doble, si no les importa”. Durante la noche fui por agua a la cocina y le vi durmiendo en el sofá. Tras un breve cabeceo arrancamos. Había que encontrarlos. Y vivos.
Nos mandaban instrucciones: Papá, desde lo de Navajas y Alfonsín, vía el Dr. Roulet, que iba y venía con esquelas. Fuimos a ver al nuncio Pío Laghi. Nosotros fuera, él trancaba la puerta con el pie. “¿Son subversivos? Si no lo son, no hay nada que temer”. Y se fue. Llamábamos a Edy Kaufman a la sede de Amnesty en Londres. Se llevó un colchón a la oficina para estar en estado de alerta full time.
El 21, Roulet me dice que Alfonsín quiere verme. Siempre enviaba mensajes. Pensé lo peor. Raúl solo me abrazó. Se me hizo eterno. “Vos decile a Wilson. Va a querer contarle a la familia del Toba. Yo le digo a los Michelini” (Biografía de Raúl Alfonsín, de O. Muiño, Aguilar, págs. 100 y 101). Papá salió como loco. Cuando se ven cara a cara con Matilde, ella se da cuenta lo que había pasado.
Aparecieron en un auto, junto a Rosario Barredo y William Whitelaw, una pareja de jóvenes exmilitantes del MLN. Esparcieron panfletos de grupos guerrilleros para hacerlo aparecer como un ajuste de cuentas. Recién el 23 llega a su casa el féretro del Toba. Un sacerdote presente dice: “¡Qué bestias!”. Papá lo toma del brazo: “No ofenda las bestias padre, que matan solo para comer”. Aquel cura es hoy uno de los hombres más famosos del mundo.
Schwengel se había ido inadvertidamente al almacén. Ve paramilitares y entra por la azotea para rescatar la banderita “de los 33”. Escribe: “Lo habrán matado, pero con la banderita no se quedan”. Vuelve y se la da a papá, que en Londres la enmarca. Ya muy enfermo, me la regala. Hoy preside mi escritorio. En vida, Schwengel venía todos los años a fotografiarse a su lado.
Recién ahí supimos que se habían llevado a Manuel Liberoff, médico, humanista. De niño le veía en el periodístico Conozca su derecho. Y ahora… el destino tiene esas cosas.
Pasamos la noche yendo de un velatorio al otro en taxi. Un chofer nos pregunta: “¿Al otro velorio?”. Papá me mira con cara de “estamos regalados”. En aquel desamparo vivimos hasta despedirnos de sus restos el 24, cuando los llevan al Vapor de la Carrera.
El dolor hace lo suyo, es fuerte, pero lleva a parecer frío en la narrativa. El 20 de mayo seguiría conmemorándose con la Marcha del Silencio, que pide verdad y justicia. Cada año es más grande y con más participación juvenil. Con eso me quedo.