Se van los instantes físicos, marcados por la porfiada rueda de los días, esos que nunca vuelven, porque son devorados por el tiempo, el implacable, el que pasó, el que nos enseña que aferrarse a las cosas detenidas es ausentarse un poco de la vida. Se quedan la memoria, la belleza, la esperanza, el arte, la comunión universal de las almas. Se quedan también cosas como la hermosa plaza liberada, donde lloraremos por siempre junto a Pablo, por los ausentes, por los hermanos que cayeron antes; se quedan el espacio que alguien llena con su luz, los años que nos quedan por vivir, todas las flores de abril, la vida que nada vale si no es para perecer, porque otros puedan tener lo que uno disfruta y ama. Se quedan incluso los amigos de ayer, la novia fiel, la casa y su lugar, el carro de jugar, la calle de correr, el rincón que escondió sus secretos de ayer.
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Pablo fue un revolucionario cabal, porque para él la revolución significó mucho más que este o aquel movimiento, proclama, bandera, régimen o gobierno, que es, como se sabe, coyuntural, limitado, condenado de antemano a los vaivenes de ese tiempo que él sabía implacable. Yo creo que, en última instancia, Pablo se hartó de las hipocresías, del cacareo lastimoso que se ha cernido sobre Cuba desde 1959 hasta hoy, de los ladridos del odio y del embargo brutal (bloqueo o no bloqueo) venido desde afuera, de las alharacas y discursos interminables instalados dentro, todo lo cual no solo no contribuyó a mejorar la suerte de los cubanos, sino que la empeoró hasta límites inhumanos. Pablo se hartó de todo eso, se dolió y se desencantó, se horrorizó también, y más que nunca se dedicó a hacer del arte su mundo y del mundo su arte, mientras las hipocresías, los ladridos y los discursos seguían subiendo locamente a las nubes. Pablo cantó y cantó, escribió y escribió, nos regaló el encanto, la tristeza y la sabiduría de su arte mientras su Cuba se hundía en la represión, por una parte, y por la otra crecía el odio a la revolución -no sólo a la dictadura, o a la dominación total, sino a la revolución en bloque y en esencia-, hasta convertirse en una espesa marejada de confusiones, consignas, anhelos de destrucción y sentencias cuyo solapado objetivo no era (no fue nunca) rescatar al pueblo cubano de la opresión de Fidel Castro, sino sencillamente, hundir para siempre jamás el recuerdo tangible de una apuesta al cambio, instalada como un monstruoso huevo de serpiente casi en el corazón del imperio norteamericano, ahí nomás, tan cerca de su centro, que si se estira la mano desde La Habana, casi se puede tocar y escuchar su latido. Pablo supo criticar, cómo no, al gobierno instalado en su amada isla, cuyas obras y cuyas consecuencias él mismo padeció, pero supo también ver dónde estaba el justo límite, la línea trazada en el suelo, esa que no podía cruzarse sin traicionar lo más hondo, visceral y universal que todo revolucionario lleva en sí. Su amada Cuba era eso: la tierra de la promesa, la esperanza porfiada que puede cubrirse de dolor, pobreza, persecución, rabia y llanto, pero que no dejará de ser jamás una esperanza propia, personalísima, fundante, que nada ni nadie pudo ni podrá arrebatarle. Por eso, seguramente, Pablo -que por cierto se cansó de hablar de política, si por política entendemos una manera sucia y deleznable de jugar para intereses limitados, mezquinos y crueles, vengan de donde vengan y sean del signo que sean- quiso marcar la diferencia entre los sueños y las prácticas, la revolución y el régimen, el pueblo y sus dirigentes, la libertad y la opresión, las buenas intenciones y los nefastos resultados, los reclamos populares en pos del ser humano nuevo, y las mudables circunstancias históricas. Pablo criticó al gobierno cubano, pero no renunció nunca a los altos sueños de libertad, amor, solidaridad humana, igualdad y justicia que inspiraron a tantos miles de mujeres y hombres en su afán de cambiar este mundo. No podía renunciar a todo eso, porque esas cosas formaban parte de él; fueron las que nutrieron su mensaje, su ser y su legado. Dijo en 2021, frente a las protestas que recorrieron las calles de Cuba: “Ahora reitero mis pronunciamientos y confío en el pueblo cubano para buscar el mejor sistema posible de convivencia y prosperidad, con libertades plenas, sin represión y sin hambre”. Con honradez y valentía, apostó una vez más, con esas palabras, a la esperanza y a la libertad, porque como ya antes había precisado, “las ideas de un revolucionario no se desvían por los errores que cometen los dirigentes”. Y, precisamente, la denuncia de la brutalidad, de la represión y de la falta de libertad sigue siendo una expresión de amor hacia todo lo otro, lo que resulta violentado, subyugado y roto -la auténtica raíz de la revolución- pero no vencido. Este es uno de los más poderosos resultados directos o indirectos del arte, pues el arte consiste, en su fondo último, en la expresión de una metáfora, de un sentimiento, de una situación que nos recorre a todos, nos afecta, nos golpea, nos envuelve y también nos redime. El arte, la música, el canto y la letra de Pablo Milanés nos ayudan a encontrar un lugar en el mundo, un nombre, una palabra conformada por todas las palabras; y también a percibir matices y sensaciones que seríamos incapaces de expresar con palabras. Subsiste en Pablo, y a través de Pablo en nosotros, esa decantación universal de ciertas cosas muy queridas, que pueden parecer inasibles, pero que él, con un solo acorde, una sola modulación, un solo concepto, pone a nuestros pies y siembra en nuestra alma en un instante.