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Columna destacada | Dina Boluarte | crisis |

Protestas continúan creciendo

Perú: Una crisis en escalada con 49 muertos

Perú lleva un mes y medio de una crisis en escalada y no existe un horizonte de finalización hasta el momento. Dina Boluarte anunció que no renunciará.

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Caras y Caretas Diario

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Cuando Dina Boluarte se puso la banda presidencial el 7 de diciembre pasado seguramente no imaginó que un mes y medio después habría 49 muertos y miles de personas pedirían su renuncia en todo el país. Esa tarde en el Congreso manifestó que se quedaría hasta 2026, fecha en que debía terminar el gobierno de Pedro Castillo, vacante una hora antes por resolución del poder Legislativo luego de que hubiera intentado disolver el Congreso. Las cosas no resultaron como imaginó la primera presidenta de Perú: el país entró en una convulsión social y política, como si hubiera abierto una caja de Pandora.

Las protestas comenzaron en el sur en el mes de diciembre. El epicentro fue en las provincias andinas, marcadamente quechuas, aimaras, rurales. El saldo fue el país militarizado, 28 muertos en dos semanas, con la masacre en Ayacucho del 15 de diciembre donde el Ejército asesinó a 10 personas con balas calibre 5.56. Luego vino un descenso por las fiestas de fin de año, hasta que el 4 de enero regresaron las movilizaciones, con cortes de carreteras, tomas de aeropuertos, con el saldo de 21 muertos, en particular con la masacre en Juliaca, provincia de Puno, frontera con Bolivia, ocurrida el 9 de enero.

Lo que se retomó el 4 de enero se mantiene con movilización, pero ahora con un nuevo objetivo: llegar desde las provincias a Lima con caravanas multitudinarias. Ir al centro del poder político, donde se encuentra Boluarte con 71% de desaprobación, el Congreso con 88% de rechazo, el presidente del Legislativo con 72% de imagen negativa, según la encuesta de enero del Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Desde el gobierno el objetivo es impedir la llegada de las caravanas a la capital, donde en los últimos días han crecido las movilizaciones que han marchado tanto por el centro colonial como por los barrios acomodados, tal el caso de Miraflores. La situación está en un punto crítico o pulseada trágica. El gobierno apuesta por el desgaste y miedo que debería provocar la represión y persecución pero, hasta la fecha, esa táctica no ha dado resultado y las protestas continúan. Los objetivos de esas movilizaciones se han condensado en uno central que permitiría salir del atolladero de la crisis: la renuncia de Boluarte.

El pedido de renuncia

Boluarte anunció el viernes 13 de enero que no renunciaría. Lo hizo en un mensaje dirigido a la nación luego de la masacre en Juliaca, de varios días de mantenerse en silencio, y ante el creciente pedido de su salida del poder Ejecutivo. En su mensaje le pidió a su vez al Congreso que apruebe en segunda instancia el adelanto de elecciones para abril de 2024, fecha acordada en el mes de diciembre. Dejó claro, o quiso hacerlo, que se mantendría pasara lo que pasara. El pedido o exigencia de su renuncia creció a lo largo de las semanas. En diciembre provino de los sectores movilizados del sur del país, quienes levantaron cinco demandas centrales: el cierre del Congreso, renuncia de Boluarte, adelanto de elecciones para 2023, libertad de Castillo, y la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Con el curso de las semanas se fueron sumando a la impugnación de Boluarte sectores del progresismo, liberales, que habían tenido una expectativa con la presidenta en el primer momento. La magnitud de la represión hizo crecer el pedido de renuncia como punto nodal. La salida de Boluarte del Palacio de Gobierno permitiría destrabar la crisis al acelerar el proceso de elecciones. En efecto, en caso de renuncia de la mandataria debería asumir el presidente del Congreso o el presidente de una nueva mesa directiva del Legislativo, con la obligación de convocar a elecciones en un plazo máximo de nueve meses. La renuncia sería la apertura a un proceso electoral que, se especula, podría descomprimir las protestas en vista de haber logrado un objetivo central y tener que comenzar a organizarse para ir a las urnas. La centralización en la demanda de renuncia no significa que los demás pedidos hayan dejado de estar presentes. En algunos casos, como el de una nueva Constitución para dejar atrás la que fue redactada en 1993 bajo Alberto Fujimori, el acuerdo parece haberse extendido. Según el IEP el 40% de la población quiere “cambiar a una nueva Constitución” y el 58% considera que deberían hacerse “algunos cambios a la actual Constitución”. En cuanto al pedido de liberación de Castillo, con prisión preventiva por 18 meses, las banderas que lo piden se mantienen visibles en numerosas movilizaciones.

Las acusaciones de terrorismo

El gobierno desplegó un arsenal de acusaciones contra las manifestaciones. Boluarte, durante su discurso a la nación, buscó realizar la diferenciación entre “nuestros hermanos que salen a las calles pacíficamente a expresar un reclamo justo, de aquellos azuzadores y violentistas que utilizan al pueblo, a compatriotas inocentes y los empujan al enfrentamiento y a la muerte”. Los segundos, dijo, serían responsables de los actos como bloqueos de carreteras y de las demandas de cierre del Congreso, además de su renuncia, así como de una Asamblea Constituyente. Los “violentistas” fueron a su vez acusados de ser “terroristas” o “financiados por las economías ilegales”. Con esas acusaciones el gobierno puso en pie un discurso tanto para deslegitimar las protestas como para justificar los niveles de represión y a su vez las detenciones que comenzaron a multiplicarse, como en Ayacucho, donde fueron arrestados siete dirigentes sociales. Las movilizaciones, sin embargo, mantienen un nivel importante de aprobación: 50% de la población se siente identificada según el IEP, aunque la mayoría rechaza los cortes de rutas, tomas de instituciones públicas o aeropuertos. El discurso del gobierno fue trabajado de la mano con las Fuerzas Armadas (FFAA) y la Policía, en particular la llamada Dirección Contra el Terrorismo. De conjunto, y con una presencia cada vez más mayor de las fuerzas de seguridad en el discurso y el gobierno, se estructuró un discurso de enemigo interno a ser combatido, narrativa tras la cual se realizaron detenciones de manifestantes en Lima, allanamientos de locales partidarios o culturales, así como operativos para buscar impedir la llegada de las caravanas de las provincias a la capital. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que estuvo en Perú del 11 al 14 de enero, dio cuenta de ese dispositivo de acusaciones en su informe preliminar al constatar “una fuerte estigmatización por factores étnicos, raciales y regionales, particularmente en los mensajes que reproducen algunas autoridades que se han referido con generalizaciones hacia todas las personas indígenas y campesinas como terroristas, terrucos, senderistas -por Sendero Luminoso- o indios”. Dichos discursos fueron creando “un ambiente de permisividad y tolerancia hacia la discriminación, estigmatización y violencia institucional en contra de esta población, especialmente cuando proviene de autoridades públicas”.

Un horizonte borroso

La crisis peruana resulta por momentos impredecible. Las protestas evidenciaron no menguar con 49 muertos y acusaciones con consecuentes persecuciones por terrorismo. La necesidad de ir hacia Lima, movimiento que está en curso, se explica por la importancia de alcanzar el centro del poder político para que pueda hipotéticamente inclinarse la balanza. En un país tan dividido como Perú la capital ha oficiado de reaseguro para las élites, alejadas geográfica y culturalmente del país convulsionado, andino, rural. Una hipótesis que se baraja es que Boluarte finalmente sea llevada a renunciar por quienes detentan los hilos del poder, como las FFAA o las mayorías de derecha en el Congreso. La presidenta es quien menos poder propio tiene: no proviene del establishment, carece de partido político, de bancada en el Congreso, de apoyo social. Enfrenta, además, el inicio de acusaciones por las represiones y muertes en las protestas. Los mismos congresistas de derecha que durante un año y medio buscaron derrocar a Castillo le dieron el respaldo, pero el mismo podría eclipsarse si la crisis escala a un nuevo nivel de gravedad. Un adelanto de elecciones tendría un desenlace incierto. El saldo de las izquierdas tras el año y cinco meses de Castillo en el Congreso no luce favorable: Perú Libre, partido que lo llevó como candidato, se dividió internamente, y los sectores progresistas ya le habían dado la espalda al exmandatario tiempo atrás acusándolo de haber traicionado sus promesas de campaña. ¿Cómo sería una estrategia electoral en estos tiempos de crisis? Tal vez, como ha ocurrido en otros casos, el mismo proceso de movilizaciones construya nuevos liderazgos. La crisis no comenzó el 7 de diciembre: ese día se rompió un dique. La profundidad reside en que se está ante un modelo político fundado bajo Fujimori que luce agotado, un status quo que las élites buscan sostener mientras crece su impugnación. Una última pregunta es cómo evolucionará el respaldo internacional recibido por Boluarte: ¿lo mantendrá el departamento de Estado estadounidense si la situación continúa en escalada? ¿O buscará también una salida electoral para estabilizar Perú, lo cual conllevaría la renuncia de la mandataria? Preguntas sobre las cuales tal vez se tenga respuesta en los próximos días o semanas.

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