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Columna destacada | drogas | debate |

Esperanza

Por fin se piensa mejor sobre drogas

Desde mediados de los 80, solo hubo un restringido debate académico mal visto, y ONGs de adolescencia, juventud y derechos humanos que defendían lo entonces indefendible.

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Hace casi 40 años que me ocupo en el Uruguay del tema ‘drogas’ (antes en Brasil y USA), con publicaciones de diverso calibre, cursos de grado y posgrado, presencias en congresos, abundante exposición mediática, etc. Nunca, hasta hace unos días, había asistido a una conferencia sin protagonistas ignorantes, prejuiciados mojigatos, desinformados parlanchines ni corruptos manipuladores atemorizadores.

Desde mediados de los 80, solo hubo un restringido debate académico mal visto (creo haberlo liderado), y ONGs de adolescencia, juventud y derechos humanos que defendían lo entonces indefendible.

Todo lo que ya en el siglo XXI, amplificado, derivó en la campaña, discusiones y debates en torno a la marihuana despenalizada y estatalmente regulada, con final feliz en 2013 con la ley sobre despenalización parcial y regulación parcial del ciclo de la marihuana desde el Estado.

Pero siempre con ignorantes, prejuiciados, desinformados (o mal informados) y corruptos presentes, mandatarios nacionales y extranjeros, obstaculizando el debate.

Una agradable sorpresa y varias alegrías

Pero el jueves 28 de setiembre de 2023, desde las 18 h. en la Sala Magnolio, un grupo de invitados asistimos -quizá por primera vez- a exposiciones dialogadas, sin indeseables entre los expositores (solo había unos pocos en el público), y hasta a intercambios con la platea, sobre un tema cuyo título hacía temer por más de la acostumbrada basura histórica sobre el asunto: ‘Seguridad y drogas: innovando en la lucha contra el narcotráfico’, organizado por el Centro de Estudios de Políticas Públicas. Pero, afortunadamente, esos fundados temores se diluyeron a medida que los capacitados y elocuentes expositores fueron desplegando sus conceptos y respondiendo preguntas.

Porque me llevé una agradable sorpresa y varias alegrías a partir de lo que expusieron e intercambiaron John Collins, Diego Sanjurjo y Gonzalo Croci. John Collins, irlandés, director académico de la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional, entre múltiples méritos académicos y de investigación. Diego Sanjurjo, uruguayo, integrante del sector Ciudadanos del Partido Colorado, doctor en Ciencia Política especializado en Seguridad y Desarrollo, coordinador de un programa del BID sobre Seguridad Ciudadana, radicado en el Ministerio del Interior del Uruguay, entre otros méritos. Gonzalo Croci, uruguayo, blanco, doctor en Ciencias de la Seguridad y el Crimen por la University College of London, entre más títulos.

Para poder intuir rápidamente que no se trató de la misma basura usual, citemos algunas frases, agradables sorpresas.

Sanjurjo: “Soy escéptico respecto a la posibilidad de regular drogas más adictivas (que la marihuana), sobre todo los derivados de la cocaína, pero si hubiera una alternativa factible con un experimento piloto acotado y fuertemente controlado, no me opondría”. Añadió que la regulación parcial estatal de la marihuana mostró que la regulación parcialmente despenalizada de las drogas es una opción viable, y que facilitó el acceso legal a los consumidores; aunque no previno ni redujo apreciablemente el mercado ilegal organizado, que es de gravedad social máxima en el caso de la pasta base.

Collins: “La aplicación de una estrategia de guerra contra las drogas, a nivel global, militarizada e impulsada por acciones de fiscalización, ha producido enormes resultados negativos y daños colaterales”, así como una “inmensa violencia en América Latina”. Reclamó “revisar drásticamente las prioridades para la asignación de recursos, abandonando las acciones de fiscalización y de interdicción y orientando recursos hacia políticas de salud pública para la reducción de daños y la provisión de tratamiento”, bienvenido cambio de foco para abandonar la fracasada y contraproducente ‘guerra contra las drogas’, cambio para el cual los conferenciantes han contribuido reiteradamente.

La primera alegría producida por esas agradables sorpresas oídas fue la de ver que ideas que esforzada y costosamente he defendido desde hace casi 40 años, son sostenidas y políticamente perseguidas como políticas públicas en la mayoría del mundo, y en el Uruguay con más amplitud que hasta ahora.

La segunda alegría fue encontrarme con alumnos y compañeros de épocas heroicas en la defensa de racionalidad y pragmatismo respecto al imaginario y a las políticas sobre drogas que, a la salida, me decían: “¡Pensar que son cosas que vos decías hace más de 30 años!”. Y que, por suerte, están publicadas (y ahora escaneadas y digitalizadas) desde entonces.

Pero vayamos a algunos comentarios que no pude expresar durante la conferencia, que pueden parecer críticos pero que deben ser leídos en el contexto de mi enorme y superior coincidencia con lo dicho entonces.

Dudas sobre el papel del Estado en el tema y defensa de las drogas

Uno. Quizá hay cierto optimismo sacralizador respecto del papel del Estado en los nuevos enfoques sobre el tema. Y lo digo por las siguientes razones cardinales.

  • A) No olvidemos que los Estados (y sus gobiernos) han estado entre los máximos responsables por la instalación en casi todo el mundo de la equivocada ‘guerra contra las drogas’, que multiplicó oferta y demanda, indujo a la producción de variedades sintéticas más letales y generó una violencia y corrupción inéditas en el planeta.
  • B) De modo que, si bien es probable que Estados y gobiernos tengan papeles cruciales e indiscutibles a desempeñar en los nuevos modelos de abordaje de los problemas relativos a las drogas, y que tengan otros papeles más discutibles en ellos, debe cuidarse de que no reediten malos desempeños anteriores, como los nombrados.
  • C) Tampoco olvidemos que Estados y gobiernos también han sido corresponsables, junto a narcoproductores y traficantes, de la creciente ola de violencia y corrupción que asola el planeta y, más que nada, a nuestra América Latina. En el mundo antiguo y medieval, nunca hubo insalubridad, violencia ni corrupción como la que se inicia con las prohibiciones del siglo XIX, con ápices de bumerán, violencia y corrupción iniciados en el siglo XX y vigentes hasta hoy; y sus actores principales son Estados, gobiernos, organizaciones internacionales y think tanks privados, a cuyas iniciativas respondieron actores secundarios, que fueron creciendo en la realidad y en la narrativa mediática, como los productores y distribuidores de las drogas ilegalizadas.

De modo que Estados y gobiernos no son ningún Santo Grial, y deberán ser cercanamente controlados por las sociedades civiles, en especial por los profesionales y académicos vinculados, y, más que nada quizá, por la comunidad de consumidores que, desde el neolítico, demanda diversos tipos de sustancias para su cotidiano y para la experimentación de estados alternativos de conciencia rituales o ritualizados, sustancias difamadas a partir del fundamentalismo moral de las invasivas religiones monoteístas de vocación universal, y autoestima de verdad absoluta y eterna sobre sus convicciones. Y los Estados siguieron las morales instiladas por esas totalitarias fuentes de creencias y moral.

Dos. Quizá los Estados intervienen, aunque con buenas intenciones (de las cuales está empedrado el infierno, reza un sabio adagio popular), pero provocando externalidades y consecuencias secundarias y colaterales quizá malignas.

Tomemos el ejemplo de la ley uruguaya de 2013 sobre la marihuana, ya referida. Se propone satisfacer la demanda sin nutrir el mercado negro y erosionando los ingresos y estructura de la narcoproducción y el narcotráfico, lo que es benefactor en ciertos sentidos. Pero esa acción intencional y fáctica tiene limitaciones fuertes para la obtención de sus objetivos y desencadena hechos no previstos, secundarios, externalidades y daños colaterales que no deben repetirse, a saber:

  • A) No se satisface toda la demanda real que sí satisface el ´mercado negro’: ni la de los menores (que pueden acceder por interpósita persona, como para tantas otras interdicciones), ni la de los turistas (que a lo largo del año son tantos como los residentes fijos); la de quienes temen ser perjudicados si se identifican para acceder al mercado legal, ni la de quienes encuentran que la potencia de la sustancia legal es menor e insatisfactoria respecto de la prohibida.
  • B) El fragmento del mercado de las drogas captado estatalmente es insuficiente como para erosionar los intereses de los grandes productores, comerciantes y lavadores de activos que se proclamaba pretender afectar. En cambio, los que sí resienten su actividad laboral, y los ingresos suyos y de los suyos, son los pequeños acopiadores y comerciantes que tienen su territorio y población cliente, por ejemplo, cerca de donde se instalan farmacias expendedoras de marihuana legal. Supongo que muchos de ellos resienten su venta al punto de que deben buscar otros horizontes y que, en la lucha dentro de un mercado que no tiene modos de resolver sus conflictos con acceso a la justicia pública, esas confluencias geográficas y territoriales de puja por territorios y clientelas cautivas pueden explicar en parte la explosión de violencia localizable, de homicidios y sicariatos a que asistimos tan perversamente atraídos como atemorizados. Si así fuera, el Estado debería intervenir en el mercado de las drogas, pero como un competidor, (y desleal, además) del lado de la oferta, de los satisfactores en negro de la demanda. Esa abrupta y autoritaria intervención en el mercado puede tener consecuencias secundarias no deseadas de semejante potencia social como las primarias específicamente buscadas.
  • C) Los Estados y gobiernos han sido responsables por la autorización, sin duda equivocada y probablemente corrupta, de la venta de productos institucionalmente producidos en el mercado legal, y que han provocado muchas más víctimas que las de todos los demonizados carteles sudamericanos, centroamericanos y mexicanos: el oxycin y el fentanilo, producidos por benéficos y altruistas laboratorios, y autorizados por celosas reparticiones públicas de salud, (todo en USA, que comandó la prohibición general) han matado más gente que las afectadas desde las drogas producidas por carteles y organizaciones ‘hollywoodizadas’ y ‘disneyzadas’, aunque sin duda no sean ‘ángeles’; pero por lo menos no son envenenadores con Premio Nobel a la salud.

Beneficios de la intervención de Estados y gobiernos

El Estado tiene una enorme variedad de funciones a cumplir en modelos avanzados inteligentes de intervención sobre el mercado y actores consumidores de drogas hoy ilícitas. Por ejemplo, control de la calidad de las sustancias, que asegure satisfacción saludable; control de precios de insumos y productos en diversos puntos del ciclo; adecuada información a la población, sin miedos inducidos, sobre efectos, consecuencias y modalidades de consumo; provisión de instancias de ´conversatorios’ con interesados; adecuada existencia de consultas accesibles a quienes dudan de los efectos que están sufriendo con el consumo; instancias especializadas para el tratamiento ambulatorio de excesos coyunturales y de tratamientos psicosociales más demorados en casos de problemas mayores. Quizá proporcionar acceso a la justicia gubernamental evitaría muchos y cruentos conflictos.

Pero la función y tareas de satisfacer con una oferta angelical y benefactora (Estado) en sustitución de otra supuestamente diabólica y maligna (narcos) puede ser un bumerán como ya puede haberlo sido. Regular y mejorar el mercado de oferta-demanda, sí, intervención sustitutiva del mercado civil ya formado, no. Además de que instala corrupciones posibles entre abastecedores del Estado y el mercado negro, y de los productores proveedores con instancias estatales. Regular, controlar y mejorar el mercado privado, sí, sustituir ofertantes satisfactores, no, por riesgo de oferta laboral menguante y de conflictos sustitutivos por mercados rapiñados a sus detentores naturales.

Permítanme unas líneas para no dejar la impresión de que descarto al Estado y de que creo que la ley de la marihuana ha tenido malas consecuencias. Ya hemos visto arriba que creemos que hay muchas cosas positivas y fundamentales que Estados y gobiernos deben hacer en el contexto de políticas racionales respecto de las drogas (a la vez dudo mucho de que el mejor lugar sea el de la Salud Pública, aunque mejor que en el Ministerio del Interior y en la Justicia); y también la ley cambió el cotidiano social respecto de la marihuana y hasta de las drogas en general; derribó un tabú fundamentalista y mostró a los recalcitrantes que fumar cotidiana y ubicuamente marihuana no altera el cotidiano ni introduce alienígenas callejeros mortíferos en calles y plazas. Enhorabuena. También planteó alternativas al consumo sin pasar por las desagradables y peligrosas ‘bocas’ (sustituidas parcialmente por farmacias, clubes, cultivo personal). Bajado el tabú, que se vio era infundado, sobre la marihuana y sus consumidores, habilita a pensar en extender la despenalización y regulación a otras drogas.

El cambio sociocultural que aún falta

Pensando en tirar al frente del pelotón, después de años de pedalear cómodamente en él, permítanme agregar, para terminar, que aún estamos padeciendo algo que creo un profundo error: enfocamos la problemática y las soluciones respecto a las drogas como si fueran cosas intrínsecamente malas que debemos racional y pragmáticamente minimizar en sus riesgos y daños; de acuerdo, minimicemos sus riesgos y daños con información, prevención, control sobre el ciclo extracción-industrialización-comercialización, y atención.

Pero, ¿por qué no pensar que sustancias que han tenido su demanda y regulación religioso-comunitaria desde el neolítico, no son malas con riesgos y daños a minimizar sino que, al contrario, son sustancias buenas y justamente demandadas, cuyos riesgos hay que minimizar, más que para minimizar males para permitir que su bondad intrínseca se manifieste lo mejor posible; sin los tabúes que las religiones monoteístas globalizantes han introducido en los últimos 15 siglos, envenenando el imaginario respecto a las drogas, y generando esta absurda, contraproducente, letal y corrupta ‘guerra a las drogas’? Quizá las políticas concretas no variarían mucho en sus contenidos, pero se haría una revolución de restauración del lugar y significado antropológicos de las drogas que sería un saludable impacto en el imaginario psico-socio-cultural actual.

Y habría mucha menos violencia, muchísima menos corrupción, y menor lucro letal de los laboratorios químico-farmacéuticos, premiados ahora con un Nobel indirecto. Puede que el ganador del próximo Nobel de Medicina sea el Laboratorio Purdue por el fentanilo -en este caso compartido con la FDA-, o bien los perfeccionadores de algún misil nuclear. Por eso son mis dudas de que el mejor lugar para radicar las políticas de drogas sea la Salud Pública, con un frondoso prontuario de aprobación de sustancias que han dado lugar a abundante muerte, corrupción y condenas judiciales por múltiples delitos sanitarios (Pfizer ostenta el honroso blasón de ser el más condenado y multado multidelincuente, y el más profuso coimero, con cifras publicadas). Da para largo y hoy no da. Pero, ¡ojo al gol!

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