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Dejar el celular por un ratito

Reflexiones erráticas de año nuevo

La realidad es jodida, claro, pero si no nos encargamos de ella, a fondo y sin desmayos, de frente y sin evasivas, ella será la que se encargue de nosotros.

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Vivimos en tiempos de una virtualidad furiosa, despiadada, inapelable. Se trata de una cuasi dictadura del teléfono inteligente, convertido en verdadera extensión de nuestro yo, a la manera de un pulpo monstruoso que ha decidido esclavizarnos. El pulpo omnisciente nos obliga a mirar esa pantalla maliciosa a todas las horas del día y de la noche, no para volvernos más instruidos o más inteligentes, sino para reducir nuestro cerebro, aniquilar nuestra capacidad de aprendizaje, anular nuestra curiosidad ante el mundo. En efecto, la abrumadora mayoría de las noticias que nos ofrece son insignificantes o patéticas.

Nos hemos enterado así, en estos últimos días, de la rutilante ruptura de Mario Vargas Llosa con la socialité Isabel Preysler, y del último capítulo de la saga del príncipe Harry contra la corona británica. Aunque en tiempos medievales la gente habría creído que el celular inteligente y la pantalla líquida eran artes del Maligno, o prodigios del mago Merlín, en muchos sentidos el tiempo no ha pasado para la humanidad. Continuamos atados a ciertas ilusiones, espejismos, rituales y prejuicios más firmes y más dotados de autoridad que las doce tablas de la ley colocadas en el foro romano. Permanecemos anclados en la más rancia Edad Media, como alguien expresó hace pocos años, en cierta frase virtual que sonaba más o menos así: “Ungimos a un papa, casamos a un príncipe y realizamos una guerra contra el moro. Bienvenidos a la Edad Media”. Si extremamos la comparación, podríamos afirmar sin exageración que el Nobel y su exnovia han protagonizado escenas del famoso amor cortés, fraguado entre jardines palaciegos, cálculos políticos y banquetes con juglares, el mismo en que se destacaron ilustres antecesoras de la Preysler (mucho más prestigiosas y poderosas que ella, por cierto), como la célebre Leonor de Aquitania, quien fue reina consorte de Francia y de Inglaterra, y una especie de socialité del siglo XII, impulsora de la literatura del amor cortés y de un incipiente feminismo. En cuanto a Harry, es fácil imaginarlo de calzas y jubón de terciopelo negro, al estilo de un Hamlet melancólico que contemplara el cráneo de su propia madre, desterrado en espíritu allá en las altas torres desiertas, abandonado a su trágico destino, o como un joven rebelde, cubierto de armadura, túnica blanca y espada al cinto, al estilo de Ricardo Corazón de León, dispuesto a librar su propia cruzada (de paso, Ricardo era el hijo predilecto de Leonor, así que todo continúa en familia).

En muchos sentidos el mundo y el alma humana son los mismos, pero las redes impactan de manera distinta en nuestras vidas. Ahora ya casi nadie sabe (y no le importa saber) quién diablos fue Leonor de Aquitania. Pero el pasado integra el presente y extiende sus tentáculos hacia el futuro, nos enteremos de ello o no, y el celular inteligente, mutado en extensión casi perfecta de nuestra mano (faltándonos solamente enchufar el brazo a 220 para ya no tener que depender de la carga), ha venido a sustituir al libro y a la casi totalidad del conocimiento. La gente ya no sabe, no conoce, no lee, y no se molesta en disimularlo. En un programa de radio, hace una semana, los dos locutores (uno de ellos ya mayorcito, rumbeando para la cincuentena) desconocían la palabra esparto, y jamás habían escuchado la canción Pueblo blanco, de Joan Manuel Serrat, en la que el cantautor expresa, casi al final: “Y morir por morir, quieren morirse al sol, la boca abierta al calor, como lagartos, medio ocultos tras un sombrero de esparto”. Expresaron su desconocimiento al aire, así como si nada, leyeron el mensaje de un benevolente oyente, se asombraron, pusieron la canción y, al aire también, esperaron, preguntándose en qué momento aparecería la referencia al famoso esparto. Podrían haber solucionado el problemita de su ignorancia fuera de micrófono, con lo cual también habrían demostrado clemencia hacia todos los sufridos escuchas, pero no, lo hicieron enteramente en público, en un alarde de ignorancia gozosa.

Mientras tanto, la tierra continúa girando, y no sabemos qué diría de los humanos, en caso de poder hablar. Si logramos salir, así sea por una fracción de segundo, de los erráticos paseos por las noticias del corazón y por las reyertas de la corona británica, si levantamos la cabeza y contemplamos el paisaje, nuestra vida no parece mejorar demasiado. Junto con la rotación de la tierra (que es una parte no despreciable de la realidad, imaginen si se detuviera de repente) caen sobre nosotros las noticias sobre otros sucesos, que también poseen el poder de impactar en nuestras míseras existencias. Así nos enteramos de que la sequía es terrible, que los campos están amarillos, casi blancos, agrietados a la manera del cañón del Colorado, que ha llegado a nuestras costas una insólita invasión de medusas, que la gente se dedica, durante largas horas, a sacarlas del agua, incluso con caña de pescar, mientras unos pocos buenos samaritanos ponen el grito en el cielo e intentan impedir el asesinato múltiple. Y a nuestro alrededor sigue aguardando, latiendo, trazando anillos invisibles, la prosaica realidad, esa que nos negamos porfiadamente a ver, sin tener en cuenta que de todos modos está allí, que su poder es absoluto (por lo menos en cuanto a las leyes físicas de la causalidad, contrarias a la casualidad), que el tiempo pasa y que, como cantan León Gieco, Mercedes Sosa y Víctor Heredia: “Nos vamos poniendo viejos/ sin saber cómo es volar./ Sin probar un poco de libertad/ Sin saber cómo es la felicidad/ Nos vamos poniendo viejos/ Sin vivir en realidad”. Por eso, tire el celular por un ratito, o al menos escóndalo en el fondo de un cajón, olvídese de los devaneos de los famosos y de las fruslerías de las redes, tire también los zapatos, camine de pie desnudo por donde pueda, asómese a la ventana, cierre los ojos, respire a fondo, y asuma simplemente eso. Que está vivo. Que hay vida. Que la realidad es jodida, claro, pero si no nos encargamos de ella, a fondo y sin desmayos, de frente y sin evasivas, ella será la que se encargue de nosotros.

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