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Columna destacada | almas | neoliberalismo |

Neoliberalismo

Se venden almas

El neoliberalismo se impuso en América Latina hace ya como medio siglo, colado de rondón en medio de las dictaduras cívico militares de los años 70

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Confieso que durante algunos años no se me ocurrió profundizar demasiado en ese asunto del neoliberalismo. Hasta el año 1996, más o menos, me limité a estudiar de manera superficial el concepto, o más bien sus complejas formas plurales. Pero, si hago memoria, advierto que lo he visto avanzar en medio de verdaderos alardes de fuerza, desde mucho tiempo atrás. El neoliberalismo, o NL para abreviar, se impuso en América Latina hace ya como medio siglo, colado de rondón en medio de las dictaduras cívico militares de los años 70, primero en Chile y después en otros lares, como fue el caso de Uruguay. A todos nos fue dado contemplar su llegada, percibir las transformaciones, los giros del lenguaje, las nuevas consignas de la publicidad. Llegó, se instaló y comenzó a desplegar sus dogmas (sus dogmas, sí, porque ciertamente hace gala de una intolerancia cerrada, monolítica, agresiva). Pero una cosa es ver el crecimiento de un fenómeno así como de lejos, al pasar, sin entenderlo ni poco ni mucho, mientras uno sigue con su vida (y eso suele ser bastante para la mayor parte de la humanidad) y otra, muy distinta, en pararse a pensar a fondo en todo eso, en especial cuando las consecuencias se empiezan a hacer sentir. Me he acostumbrado a eso, como casi todo el mundo, por lo menos en parte. Las gotas neoliberales caen sobre nuestros hombros como una lluvia ácida, al modo de una anestesia aplicada día a día, a dosis casi imperceptibles. Recuerdo, sin embargo, algunos signos alarmantes; el malestar de mi abuela Sara cuando se empezaron a mercantilizar cosas hasta entonces más o menos vedadas al comercio. La intimidad del hogar, de la pareja, de la relación padres e hijos, la seguridad social, la salud, la muerte, la educación pública. Recuerdo mi náusea cuando empezaron a hablar de clientes en lugar de padres y estudiantes. No me lo contaron. Yo lo presencié. Algo se estaba volviendo muy incoherente. Algo hacía demasiado ruido. El artículo 69 de la Constitución de la República Oriental del Uruguay establece que “las instituciones de enseñanza privada y las culturales de la misma naturaleza estarán exoneradas de impuestos nacionales y municipales, como subvención por sus servicios”. El constituyente no creyó necesario ahondar demasiado en el fundamento de esta norma, puesto que en la educación y la cultura el fin o el objetivo último no es el lucro, o al menos no está por encima del servicio. Pero el lucro llegó y lo hizo a fondo. Además de clientes, aparecieron otros términos como capitalismo cognitivo, educación en competencias, sistemas de certificación y evaluación basados en la rendición de cuentas y las pruebas diagnósticas, uso comercial de las TICs, injerencia de empresas privadas en el campo de la formación profesional. Aparecieron, en suma, procesos de mercantilización impensados para nuestras más bien ingenuas y silvestres cabezas. El neoliberalismo ha descubierto que el mundo y sus entes son un semillero insospechado de dinero, en el que es posible echar mano de lo material y lo inmaterial, las ideas, los afectos, el amor, los apetitos, las pasiones, y de paso la culpa y el miedo. Es increíble la cantidad de miedo que acumulamos los seres vivientes. Pues bien. De cada uno logra sacar algo el mercado neoliberal. Un aura, una sustancia aristotélica, un alma que gotea dinero, aunque parezca mentira.

Guardo una vivencia en particular referida a este fenómeno brutal. En el año 1996, durante una de esas jornadas pseudoformativas que las autoridades del entonces Consejo de Educación Secundaria les imponían a los esforzados profesores (igual que las imponen ahora, aunque sean casi totalmente inútiles y, por qué no, insultantes para la inteligencia y para la verdadera formación de esos docentes), nos repartieron unas enormes bolsas de cartón que medían por lo menos 0.80 x 1.00 metro. Eran preciosas, parecidas a las que se venden para hacer regalos. De un blanco satinado, cada una llevaba impreso en su exterior un magnífico paisaje (creo recordar árboles, hojas, una pradera, reflejos de sol, flores y cosas así). Dentro de la bolsa, ¿qué había? Nada menos que un póster o cartel con el mismo dibujo. Eso era todo. Aclaro desde ya que deben haber repartido dos mil de esas bolsas, por lo menos, durante las varias jornadas de aquel curso. ¿Para qué servían?, se preguntarán ustedes. ¿Cuál era su función en un curso de perfeccionamiento docente? Pues… ninguna. No puedo concebir algo más inútil, incómodo, molesto de llevar, o más bien de arrastrar. ¿Tenían alguna relación, así fuera de lejos, con los cursos, sus contenidos, sus objetivos, sus programas? No. ¿Cuál era la finalidad de haberlas entregado? Aquí, por fin, se hizo la luz en mi maltrecha y castigada mente. Evidentemente, se pretendía justificar un gasto. ¿Cuánto costaron las susodichas bolsas? Seguramente una fortuna, aunque huelga decir que jamás lo sabremos. Este, entre tantos otros, me parece un ejemplo casi perfecto de mercantilización y de lucro vinculado a la educación. También de rapacidad y de delirio. Alguien, o algunos, se llevaron una buena fortuna, en un pasamanos completamente ajeno a la educación. La anécdota, aunque triste y grosera, es totalmente real. Ahora bien: imaginemos todas las otras operaciones, incluidas las contrataciones de tecnócratas, quienes ganaban (y ganan) tres veces más que cualquier docente. ¿Quieren saber qué pasó con la bolsa? Apenas salí del instituto donde se daban los cursos la tiré a la basura. Mientras iba hacia la parada del ómnibus, la vieja náusea de mi abuela Sara daba vueltas en mí. Pensaba en todo lo que podría haberse remediado (ése es el término) con la plata tirada en hacer esas bolsas, insultantes por donde se las mirara. Pensaba en las aulas, siempre sucias por falta de personal de limpieza, en los bancos rotos, en los pasillos despintados, en las cantinas pobres y malolientes, en la sala de profesores precaria, mustia, inclemente, en el frío en invierno y el calor en verano, en la falta de marcadores, borradores, hojas de escrito. En la falta de todo. Pensaba en nuestros magros sueldos, en mis tres niños a los que debía mantener con mi salario y, por contraste, pensaba también en las oficinas de los burócratas y los tecnócratas. Constituían otro mundo. El contraste con los pobres liceos era un golpe directo a la mandíbula. Se trataba de oficinas modernas, elegantes, equipadas con aire acondicionado, insumos de escritorio, máquinas de última generación, sillas neumáticas y ventanales. Esa desigualdad era nueva, alarmante, impúdica. En el fondo, también constituía un saqueo. Si alguno de nosotros creía que los cuantiosos préstamos otorgados en esos años por el Banco Mundial a la educación pública del Uruguay, iban a mejorar liceos y salarios docentes, tuvo que sacarse esa idea a manotazos. Me fui de esas jornadas con el huevo de serpiente de todas las injusticias anidado en el pecho. Y desde entonces me puse a estudiar, un poco más en serio, qué es y para dónde va esa cosa llamada neoliberalismo, tan rampante, tan peligrosa, tan generadora de cálculo, de egoísmo y de desigualdad, que todo lo que toca lo convierte en oro… pero en oro que sale, se va, salta en otro bolsillo, engrosa otras cuentas bancarias, dispara siempre para otro lado. Por eso, cada vez que me siento en peligro de caer totalmente anestesiada, pienso en esos contrastes. Los liceos pobres, sucios, siempre en estado de necesidad. Las oficinas aerodinámicas, muelles y suaves, en las que el grato silencio sólo es interrumpido por el murmullo de la cafetera o del aire acondicionado. Los préstamos suculentos, multimillonarios, tantas veces concedidos a la educación en los últimos veintipico años. Y vuelvo a decirme que algo no anda bien.

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