Javier Milei no descubrió la casta: apenas bautizó con ese nombre el hartazgo social ante una dirigencia que vive en otra dimensión. Como señaló el escritor argentino Alejandro Horowicz, la bronca no es producto de una invención retórica, sino un dato de la realidad: políticos, sindicalistas y dirigentes de todo pelaje se exhiben millonarios a la vista de un país empobrecido.
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Es muy difícil encontrar un cuadro del establishment, incluso entre bandos enfrentados en la llamada “grieta” —esa polarización entre kirchnerismo y antikirchnerismo—, que no haya convertido la política en atajo hacia la riqueza personal, blindado por fueros, prebendas o favores judiciales. Milei supo escuchar esa ira, ponerle nombre y transformarla en capital político. Incluso cultivó un aura de honestidad al sortear públicamente su dieta de diputado mes a mes, gesto performático que buscaba diferenciarlo del privilegio habitual. Su narrativa “anticasta” fue la traducción política de un grito acumulado durante décadas: “¡Basta de privilegios, basta de corrupción!”.


Pero la paradoja argentina se consumó con la velocidad del rayo. El mismo outsider que prometía dinamitar la madriguera terminó convertido en su más fiel sacerdote. Quien llegaba con la motosierra para cortar los hilos de la vieja trama quedó atrapado en la misma maraña que juraba incendiar: valijas que circulan por el aeropuerto sin control desde vuelos privados, contratos sobrefacturados, retornos naturalizados, familiares y amigos en los centros neurálgicos del poder. El rugido del león contra la corrupción se volvió maullido doméstico ahogado alrededor de los sobres. La “anticasta” terminó fundando su propia casta, espejo de las anteriores, con viejos integrantes reciclados en sus filas.
Los escándalos se suceden con la regularidad de una serie clase B: los más groseros comienzan con la venta de candidaturas partidarias como si fueran empanadas de feria; luego la criptomoneda “Libra”, bautizada con ironía astrológica para disfrazar una cripto-estafa; después las valijas mágicas ingresadas al país que reeditaron el fantasma Antonini-Wilson —el caso de 2007 en el que un empresario venezolano intentó ingresar a Argentina con una maleta repleta de dólares no declarados—; y, por fin, la revelación más corrosiva: los audios de Diego Spagnuolo, entonces director de la Agencia Nacional de Discapacidad (Andis), organismo estatal encargado de asistir a personas con discapacidad, describiendo retornos millonarios en la compra de medicamentos dentro de su organismo.
En esas grabaciones atribuidas a su voz, Spagnuolo acusa a Eduardo “Lule” Menem —mano derecha de Karina Milei— de montar un sistema de coimas que incluía exigir un 8 % de las licitaciones a las empresas proveedoras, con un 3 % reservado a la propia hermana del presidente. Todo ello en un país donde la corrupción se naturaliza al punto de que un engranaje libertario como Lule Menem puede justificar el diezmo como trámite: “lo hacen todos”. La paradoja se consuma: el anticasta se convierte en actor principal de la misma tragicomedia que juró clausurar. Hasta voces inicialmente afines registran el derrumbe del relato: el mandato anticorrupción se deshilacha al contacto con el sótano real del poder, ese subsuelo donde se urden los retornos.
1. Medicamentos, PAMI y la maquinaria del saqueo
Conviene aclarar, para no perder de vista el trasfondo, qué significa exactamente una droguería en el universo sanitario argentino. No se trata de un simple depósito ni de una farmacia de mostrador. En la cadena de valor del medicamento, primero están los laboratorios que producen; luego los distribuidores, que almacenan y mueven el stock en nombre de esos laboratorios; y recién después aparecen las droguerías, que compran los remedios y los revenden, buscando convertirse en el último eslabón previo al consumo. Su negocio se multiplica cuando logran “puentear” a las farmacias y vender directamente al Estado en grandes licitaciones, donde la rentabilidad es mayor.
En Argentina existen cerca de un millar de droguerías, pero tres concentran el 70 % del mercado: Del Sur, Monroe Americana y la célebre Suizo Argentina, aludida en este escándalo. Fue precisamente uno de sus directivos, Emmanuel Kovalivker, quien fue sorprendido por la Justicia huyendo de su casa con 266.000 dólares en sobres y 7 millones de pesos en efectivo, aparente prueba material del circuito de retornos denunciado en los audios. No son meros intermediarios inocentes: su capacidad de lobby y su control del flujo de medicamentos los convierte en piezas decisivas de cualquier trama de corrupción vinculada a la salud pública.
El Programa de Asistencia Médica Integral (PAMI), institución que debería ser bálsamo y protección de la vejez y escudo de vulnerables, terminó convertido en botín partidario y caja de recaudación. Licitaciones exprés de pañales por cientos de millones de dólares, exigencias de retornos a empleados y nombramientos en cascada de cuadros y familiares libertarios revelan una maquinaria donde la motosierra no recorta privilegios: los multiplica.
La Agencia Nacional de Discapacidad (Andis), epicentro del escándalo y dirigida hasta hace poco por Spagnuolo, debió ser intervenida de urgencia tras la difusión de las grabaciones. Pero el mecanismo de corrupción no se agotó allí: se proyecta hacia organismos vecinos como el PAMI, replicando la lógica de expoliación. Como si no bastara con licuar medicamentos mediante vetos o “reformas” contables, se roba dos veces: primero con el ajuste, después con el sobreprecio de contratos amañados. No es la casta la que saquea; es la anticasta arrodillada en el mismo altar, con nuevos oficiantes y viejas liturgias.
El Ministerio de Seguridad, bajo la mano férrea de Patricia Bullrich —encargada de apalear, entre otros, a los jubilados que protestan todos los miércoles frente al Congreso por el derrumbe de sus ingresos— aparece como la cartera con más adjudicaciones a Suizo Argentina: más de 8.000 millones de pesos en pocos meses, según documentación oficial de compras públicas. No se trata de un organismo periférico, sino del corazón coercitivo del Estado, donde el discurso del orden convive con la opacidad contractual.
La paradoja es brutal: el mismo aparato que reprime con gases y bastones a quienes reclaman en las calles nutre con dinero público a la empresa señalada en el epicentro de la causa por sobornos. Ironías de época: mientras se despliega el garrote contra los pobres que protestan, se acaricia con contratos a los proveedores que lubrican el engranaje de retornos.
2. El pacto cínico y la pedagogía de la coima
Aun desde trincheras periodísticas poco afectas al kirchnerismo, la crónica converge en lo estructural. Carlos Pagni lo sintetiza desde el aristocrático diario La Nación: la corrupción argentina tiene rasgos crónicos y se organiza en “circuitos” que alimentan la política. Los principales: medicamentos, juego, obra pública, alimentos y el régimen industrial de Tierra del Fuego. Spagnuolo tocó uno de esos cables pelados, el de los medicamentos.
La novedad no está en la trama -ya conocida por la sociedad- sino en el papel del exorcista convertido en oficiante. Milei, que se presentaba como ruptura, aparece pegado a la continuidad de prácticas y nombres. Con un agravante táctico: no hay fusibles. Su hermana Karina, la única persona en quien confía plenamente, quedó alcanzada de inmediato. La simbiosis fraterna convierte cada expediente judicial en un golpe directo al plexo del poder.
La corrupción, además, no es sólo un vicio moral: es lo que el propio Milei llamó “degeneración fiscal” al acusar a sus adversarios. Cada coima se traslada al presupuesto en forma de sobreprecio. Así, Suizo Argentina pasó de cobrar 3.900 millones de pesos el año pasado a 108.000 millones en lo que va de este año, un salto de casi 28 veces que la lógica del “retorno” explica mejor que cualquier estrategia de marketing.
La voz atribuida a Spagnuolo detallaba que era justamente Suizo Argentina la que llamaba a las demás droguerías para imponer la nueva tarifa del soborno: ya no el 5 % histórico, sino el 8 %. Del total, un 3 % debía llegar a Karina Milei. El presidente que sermonea contra los “degenerados fiscales” omite que la mayor degeneración proviene del festín de coimas que su gobierno habilita. La motosierra ajusta derechos, mientras el desvío expande el gasto. La aritmética es simple: lo que se roba arriba se paga abajo, en forma de despidos, jubilaciones licuadas y hospitales sin insumos.
En paralelo, la normalización del delito avanza como una segunda capa de óxido. Cuando Eduardo “Lule” Menem tranquiliza a un militante con la frase: “cobrar coimas es normal”, ya no hablamos de hechos aislados, sino de un lenguaje que degrada a la política entera. Lo que antes se ocultaba por vergüenza se convierte en trámite administrativo. La coima deja de ser excepción para volverse rutina.
El paso siguiente es previsible: si el soborno se vuelve costumbre, el Estado deja de representar legalidad y se transforma en feria de favores. Allí no rigen derechos, sino tarifas fijadas por el proveedor de siempre, con el funcionario como recaudador silencioso.
El resultado institucional es una escenografía raída. El Congreso simula deliberar mientras el Ejecutivo reescribe leyes por decreto o las anula a golpe de veto (no sin colaboración opositora), ese fósil monárquico que hoy oficia de verdugo del voto. La Justicia, habituada a investigar a presidentes ya jubilados y no a los que ejercen, funciona como reloj de arena detenido: las causas se eternizan hasta licuarse.
La opinión pública, saturada por operaciones mediáticas, consolida el pacto cínico que sostuvo al menemismo en los años noventa: “Roba, pero hace”. Milei, que prometió dinamitar ese pacto, terminó rubricándolo con tinta indeleble.
Esta degradación no se limita a la contabilidad de coimas: también es simbólica y cultural. Donde antes había injuria callejera hoy hay discurso presidencial. Donde el veto era excepción, hoy es método. Donde el escrache nació como memoria militante, hoy se caricaturiza para criminalizar la protesta, como ya analicé en textos recientes.
La gramática del poder se sexualiza y humilla. Al adversario no se lo debate: se lo posee y se lo somete. A la discapacidad no se la acompaña: se la ridiculiza. A la pobreza no se la asiste: se la multa por hurgar en la basura. Se impone una política higienista para tiempos de barbarie: desinfectar al “enemigo” con garrote mientras se desangra el presupuesto. Y, sin embargo, hay una excepción: allí donde reinan las coimas, el gasto público no se recorta, sino que florece.
El caso Spagnuolo, con sus grabaciones y abogados, irrumpe como un cisne negro que corre el telón de una sala ya conocida. Allí están Karina y “Lule” Menem, las designaciones a medida, los mensajes de WhatsApp, la droguería que actúa de mediadora, los mismos apellidos orbitando gobiernos de distinto signo. La novedad no está en la coreografía, sino en el protagonista que prometió reescribirla. Un presidente sin fusibles, aferrado a un equipo del que no puede —o no quiere— desprenderse. La proximidad familiar convierte cada expediente en un misil directo a su círculo íntimo. Hasta la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), tantas veces acusada de ser caja negra de la política, aparece interpelada. ¿Sabían lo que ocurría? ¿Miraron al costado? Las internas del propio aparato de inteligencia se mezclan con la investigación y dejan entrever que lo conocido puede ser apenas la punta del iceberg.
La política, entretanto, se refugia en un consuelo tecnocrático: “Si baja la inflación, el resto se perdona”. La hipótesis tiene antecedentes: Menem logró su reelección pese a escándalos monstruosos, sostenido por la ilusión de estabilidad económica. Pero también hay advertencias. El clima social cambia cuando la economía se enfría y la tolerancia a la corrupción se agota. Hoy, con índices de confianza en caída, la anestesia pierde efecto. Y es en el conurbano bonaerense —el territorio donde el oficialismo se juega su principal músculo electoral— donde esa erosión se vuelve más peligrosa. Allí, la pedagogía de la coima es letal. Cada sobreprecio significa menos remedios en la salita, menos leche en el comedor comunitario, menos trabajo en la PyME. La corrupción deja de ser una abstracción institucional para convertirse en hambre, enfermedad y desempleo.
El historiador Roy Hora escribió en un tuit que “desde 1983, ningún oficialismo perdió elecciones por escándalos de corrupción, por más graves que éstos fueran. No afectó a ningún gobierno, ni siquiera a los de Menem o los Kirchner, que llevaron esta práctica a un umbral superior, y fueron ampliamente denunciados por ello”. Tiene buena parte de razón, aunque no de manera absoluta.
Tras la corrupción de Menem, llegó la Alianza con Fernando de la Rúa, que se presentaba como el político “honesto”. A poco de andar, estalló el escándalo de la llamada ley “Banelco” (por la red de cajeros automáticos utilizada para los retornos): el Poder Ejecutivo sobornó a legisladores para votar una ley de flexibilización laboral. La maniobra costó la renuncia de su vicepresidente. La elección de medio término fue récord de ausentismo, voto en blanco y nulo. Meses después, la rebelión de diciembre de 2001 marcó el derrumbe del gobierno. No estoy seguro de que la corrupción sea siempre indiferente a las masas electoras, como afirmé en mi libro “Olla a Presión”.
Lo que sí parece constante es la ideología personalizadora de la política. Tal como señalé en mi artículo sobre Bolivia, este mecanismo impide aprehender las razones estructurales detrás de los comportamientos políticos que se critican o condenan. Verdadero círculo vicioso: cada vez que la masa ciudadana percibe conductas desleales, abusos de poder o corrupción, tiende a juzgar sólo a las personas que los encarnan. Y la espontánea reflexión que podría orientarse hacia las estructuras es rápidamente desviada por el establishment político y comunicacional hacia un pensamiento ingenuo y esterilizante: votar “políticos honestos”, quienquiera sean, dejando intacto el sistema que los produce.
El oficialismo solo aspira a lograr tener un tercio de cada cámara en las próximas elecciones de medio término. De ese modo, puede gobernar por decreto y vetar las leyes incómodas que mayorías parlamentarias produzcan, blindando el veto con el deseado tercio propio.
3. República destartalada o memoria de dignidad
Max Weber advirtió contra el dedo solitario que detiene la voluntad común, señalando el peligro de que una decisión personal suplante al cuerpo colectivo. Jean-Jacques Rousseau, por su parte, alertó contra la prerrogativa particular que usurpa la voluntad general. El veto presidencial encarna esa usurpación: actúa como verdugo del voto, cancelando mayorías y reemplazándolas por decreto. Si a este poder solitario se suma la normalización del diezmo partidario, el resultado es devastador: un Estado que deja de ser república para volverse propiedad, un patrimonio a administrar entre pocos.
No se trata de un inventario morboso, sino de desnudar la anatomía del sistema. Coimas que financian campañas; campañas que compran votos; votos que legitiman nuevas coimas. Proveedores que reciclan favoritismos entre gestiones. Una justicia que llega tarde o nunca. El hiperpresidencialismo, sin fusibles ni contrapesos reales, encierra al líder en el despacho junto a su círculo más estrecho. El “milagro” de la anticasta no radicó en purificar la política, sino en trasladar el catecismo: de las viejas coimas a las nuevas, de los viejos nombres a los recién llegados.
Y, sin embargo, la historia no concluye en la podredumbre. La degradación es también un espejo: devuelve la imagen deformada de un país que tolera lo intolerable, pero conserva memoria de dignidad y resistencia. El mismo pueblo que soportó indultos y saqueos, que padeció la aporofobia convertida en política pública, que vio desmantelarse conquistas sociales, sabe que ningún poder es eterno. Lo decisivo será si esa memoria se activa como grito y como organización: no la justicia de tribunales complacientes, sino la que late en la conciencia colectiva capaz de arrancar el telón de la farsa.
Porque si la corrupción es la niebla que cubre la escena, la justicia —procedimental, social y ética— puede abrir paso todavía a un amanecer distinto. No será por iluminación mística ni por la virtud de un líder, sino por la suma trabajosa de reglas claras, controles reales, responsabilidad política y una ciudadanía que no renuncie a su propio pulso.
La república no es decorado para perpetuar farsantes. Merece dejar de ser tramoya. El teatro continuará, pero la historia dirá si habrá obra viva o apenas más utilería polvorienta.