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Columnas de opinión | Bolivia | indígenas | MAS

Del vendaval indígena a las grietas del MAS

Bolivia: el progresismo en la telaraña del caudillo

Bolivia, hasta hace apenas dos décadas, parecía condenada a la eterna inestabilidad, al despojo de sus mayorías indígenas y al festín de élites criollas que gobernaban en nombre propio.

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La irrupción del Movimiento al Socialismo (MAS), primero en las urnas y luego en la arquitectura institucional, fue un vendaval que desbarató el viejo orden. No se trató solo de un cambio de gobierno, sino de un viraje histórico: por primera vez, la voz de campesinos, obreros, comunidades originarias y sectores olvidados se convirtió en ley. El MAS inauguró un ciclo que no solo modificó la distribución de la riqueza, sino que devolvió dignidad a quienes durante siglos fueron condenados a la marginalidad.

La Constitución de 2009, con sus 411 artículos, fue bastante más que un texto legal: se erigió como piedra angular de un Estado plurinacional que se atrevió a reconocer en su seno la diversidad de lenguas, culturas y cosmovisiones. Allí donde antes se negaba incluso la existencia de los pueblos originarios, emergió un pacto jurídico que hizo de los principios ancestrales Ama Sua, Ama Llulla, Ama Qhilla (no robar, no mentir, no ser débil) la brújula ética de la convivencia colectiva. Se ensancharon derechos sociales, se multiplicó el acceso a la salud y la educación, se distribuyeron oportunidades laborales y se recuperaron recursos naturales estratégicos para destinarlos al servicio de las mayorías.

Aquel huracán popular arrastró viejas certezas oligárquicas y, en su lugar, sembró una esperanza inédita en la región. Bolivia dejó de ser la caricatura de un país condenado a golpes de Estado y servidumbres externas: se convirtió en un laboratorio político que irradiaba a los movimientos progresistas desde los Andes hasta el Río de la Plata. En el corazón de ese ciclo latía una convicción simple y radical: que la democracia no es solo votar, sino reconocer, dar voz y redistribuir; abrir cauces a la palabra silenciada y entregar poder real a quienes habían sido históricamente postergados.

Golpe e interregno

La fuerza de aquel proceso no fue lineal ni estuvo libre de acechanzas. En 2019, la conjura de élites políticas, económicas y mediáticas, en connivencia con la OEA y con el beneplácito de potencias extranjeras, interrumpió brutalmente el ciclo democrático. Lo que había nacido como revolución de las urnas se topó con la vieja maquinaria del golpe, reciclada en discursos modernizados pero con la misma entraña oligárquica y racista de siempre. La represión, las masacres de Sacaba y Senkata y la persecución a dirigentes sociales exhibieron con crudeza hasta qué punto los poderes fácticos no estaban dispuestos a tolerar una Bolivia plural y soberana.

Sin embargo, el golpe no puede entenderse sin atender a la excusa que lo precipitó. La oposición y la OEA tejieron la narrativa del fraude a partir de la interrupción del sistema de transmisión de resultados (TREP). Aquella pausa de 24 horas, seguida de un vuelco porcentual que otorgó a Evo Morales la victoria en primera vuelta, fue presentada como prueba irrefutable de manipulación. Las protestas masivas, la deserción policial y la “sugerencia” de los militares completaron la escena: la renuncia forzada del presidente y un quiebre institucional tan calculado como brutal.

Pero detrás de la excusa se escondía también una constatación incómoda: Evo Morales buscaba un cuarto mandato, aun cuando un referéndum en 2016 impulsado por él mismo había rechazado la reelección indefinida. Fue el Tribunal Constitucional, bajo su influencia, el que lo habilitó con el argumento de que impedirlo violaba sus derechos políticos. Ese exceso de poder personalizó el proceso, erosionó la legitimidad y profundizó la fatiga de un gobierno que ya rozaba los 14 años. La excusa golpista se montó, así, sobre un terreno abonado tanto por la intransigencia oligárquica como por la hybris de un líder que confundió la fuerza de un proyecto colectivo con su propia permanencia.

Sin embargo, aquella fractura no alcanzó a sepultar el espíritu popular. Apenas un año después, el voto volvió a abrirse paso, devolvió al MAS la conducción del país y dejó al desnudo la farsa del golpe. El triunfo de Luis Arce en 2020 no fue una elección más: fue el restablecimiento de la voluntad democrática y la prueba de que, pese a la violencia y la desinformación, las mayorías conservaban memoria y horizonte. En Bolivia, la democracia no era concesión de las élites, sino una conquista que el pueblo defendía incluso en sus noches más oscuras.

Fractura y desencanto

Las elecciones del domingo confirmaron la erosión de aquel ciclo. Lo ocurrido no fue simplemente una votación: fue un espejo deformado donde se reflejaron tanto las heridas del progresismo como las grietas de la democracia boliviana. La derecha, dividida en proyectos rivales, logró asegurarse la segunda vuelta gracias a un regalo inmerecido: la fragmentación del MAS, convertido en archipiélago de liderazgos enfrentados y desconfianzas mutuas. La vieja maquinaria popular que en otro tiempo arrastraba multitudes como un huracán apareció ahora exhausta, sin brújula común, relegada a un cuarto lugar que revela más que mil diagnósticos.

El exvicepresidente, Álvaro García Linera, fue tajante en su reciente artículo en el diario argentino Página 12: “Un gobierno progresista o de izquierdas pierde en las elecciones por sus errores políticos”. Y en este caso, esos errores se concentran en la gestión económica: una inflación de alimentos que bordea el 100 %, colas interminables para conseguir combustible y un dólar que duplicó su valor en el mercado paralelo. Ese deterioro cotidiano golpea donde más duele: en los bolsillos de quienes alguna vez vieron en el MAS un garante de dignidad y estabilidad. Pero a la crisis material se sumó la política: la guerra intestina entre un presidente sin épica, empeñado en desplazar a Evo de la escena, y un líder histórico que ya no puede ganar elecciones pero sí dinamitar el tablero si se lo margina. Fue, en palabras de García Linera, “el resultado final de este miserable fratricidio”: la demolición de la obra colectiva más ambiciosa que conoció Bolivia en décadas.

Evo, en cambio, eligió otra lectura: celebrar el voto nulo como una victoria. “Votamos, pero no elegimos”, escribió tras conocerse que el 19 % de los bolivianos había optado por esa vía. Sumado al voto en blanco, la cifra ascendía al 22 %, con una participación del 88 %, similar a la de anteriores comicios con voto obligatorio. Para él, esos sufragios expresaban un mensaje de rebeldía contra la corrupción y la “privatización con justicia prebendalizada”. En sus palabras, Bolivia exige “recuperación económica, estabilidad, crecimiento y más democracia”. Morales insistió en que el voto nulo no era apatía ni indiferencia, sino una forma de interpelación política. De haberse sumado esos sufragios a los obtenidos por los candidatos vinculados al MAS, la cifra alcanzaba el 30,4 %: una masa significativa que, sin embargo, quedó desarticulada.

Como lo mapea Le Monde Diplomatique, lo que alguna vez fue la fuerza política más poderosa de la historia boliviana hoy se ha fracturado en cuatro pedazos: un MAS oficialista encabezado por Del Castillo, herido de muerte en las urnas; Andrónico Rodríguez, el heredero desheredado; Eva Copa, fugaz estrella proyectada desde El Alto; y “EVO Pueblo”, la marca personal del líder cocalero, sin habilitación legal pero con un núcleo duro de fieles. El drama boliviano radica en esta paradoja: el instrumento que nació para unificar a los pueblos indígenas y plebeyos terminó celebrando el rechazo antes que la representación. Un gesto simbólico que, como advierte el periódico, se convierte en triunfo moral de Evo, pero al precio de dejar la cancha libre a las derechas.

La paradoja es brutalmente dramática: el MAS, que alguna vez encarnó la fuerza transformadora de los humildes, aparece hoy reducido a facciones rivales, consumido en la melancolía de sus glorias pasadas. Y mientras el voto de protesta se celebra como victoria moral, las derechas, con discursos revanchistas y racializados, se aprestan a desmontar dos décadas de conquistas. Bolivia, que enseñó al continente que la democraticidad podía ser sinónimo de dignidad, se asoma ahora al abismo de ver su democracia reducida a la penumbra de su propio desencanto.

A comienzos de este siglo, Bolivia, Ecuador y Venezuela ensayaron lo que parecía una refundación democrática. No incluyo a Chile y Uruguay: en el primer caso, el proyecto surgido de la constituyente fue rechazado en las urnas; en el segundo, el congreso del Frente Amplio dejó la iniciativa en un limbo al derivarla al Plenario Nacional. Pero en los tres primeros países, las nuevas constituciones se presentaron como cartas magnas inéditas en la región: más extensas, más audaces, más inclusivas. Incorporaron derechos sociales hasta entonces relegados, reconocieron la plurinacionalidad y la interculturalidad, y otorgaron estatuto jurídico a la Pachamama. Venezuela inauguró la democracia participativa con mecanismos de revocatoria para todos los cargos; Ecuador puso en el centro el Sumak Kawsay, el “Buen Vivir” como horizonte de vida comunitaria; Bolivia reconoció a sus 36 naciones indígenas y consagró la justicia plural y los derechos de la Madre Tierra. En el muy sintético cuadro, se marcan sus ejes.

Pero en el corazón mismo de esas conquistas se incubaba una tensión no resuelta. Todas las constituciones reforzaron el rol del Estado en la economía y ampliaron los mecanismos de democracia directa, pero al mismo tiempo extendieron y en algunos casos borraron los límites a la reelección presidencial. En Venezuela, la reforma de 2009 abrió la puerta a la reelección indefinida; en Ecuador, la reforma de 2015 hizo lo propio, hasta que un referéndum en 2018 la revirtió; en Bolivia, el Tribunal Constitucional dictaminó en 2017 que la repostulación indefinida era un derecho humano, habilitando así la controvertida candidatura de Evo Morales en 2019.

Ese movimiento pendular entre la democratización radical y la concentración de poder terminó debilitando las propias conquistas. Lo que en un inicio se concibió como ampliación de derechos se transformó, en el imaginario opositor, en coartada para perpetuaciones personalistas. Y así, el ciclo progresista que nació bajo la promesa de ser “más” democracia terminó denunciado, a veces con razón, como una democracia rehén de su caudillo.

La tentación del reeleccionismo

El reeleccionismo no es una simple anomalía institucional ni un capricho de liderazgos carismáticos: constituye la piedra angular de un deterioro profundo en la arquitectura republicana y en la distribución del poder. Quienes lo defienden suelen relativizarlo con el argumento de que “lo importante son los intereses que se tocan” y no la permanencia de un rostro en la boleta. Pero esa argumentación ignora lo esencial: que la democracia no se reduce a elegir gobernantes, sino a garantizar la circulación del poder, la rotación de cargos, la revocabilidad de los mandatos y la fiscalización ciudadana, entre muchas otras posibles acciones ciudadanas.

La rotación es quizás el instituto más eficaz para erosionar el caudillismo, quebrar la reproducción de jerarquías y contener la burocratización. Cuando la reelección se instala como norma, la política se personaliza y se degrada: la sociedad deja de discutir instituciones y programas, para discutir individuos. Basta recorrer desde la reforma radical-menemista de 1994 en Argentina, hasta el presente con Bukele, que convirtió a El Salvador en vitrina de modernidad autoritaria, con trenes y criptomonedas como telón de fondo de represión masiva, exilio periodístico y demolición de contrapesos, pese a que una década atrás se definía como chavista. El destino del reeleccionismo ilimitado es siempre el mismo: un cesarismo plebiscitario que confunde legitimidad electoral con legitimidad democrática, y termina por corroer ambas.

Las izquierdas, sin embargo, no han asumido este debate. Tanto los partidos marxistas-leninistas (comunistas, trotskistas, maoístas) como los democráticos y socialdemócratas han construido dispositivos institucionales de bajísima democraticidad. Todos ellos, en mayor o menor medida, reproducen formatos oligárquicos mediante el dominio de minorías o élites. Explorar en detalle esas derivas exigiría otros análisis; aquí basta señalar que la raíz del problema es común: el desprecio por la rotación como principio vital de la democracia.

La experiencia histórica latinoamericana demuestra que los pueblos pagan caro la ilusión de líderes “insustituibles”. Allí donde se quebró la rotación, se consolidaron el caudillismo, la burocratización y la corrupción. El argumento de que impedir la reelección “corta procesos de transformación” encubre una verdad más honda: ningún proyecto emancipador puede sostenerse en la eternidad de una figura, sino en la democratización radical del poder hacia las bases, víctimas de las decisiones de los líderes.

El centro de la democratización no reside en prolongar mandatos, sino en multiplicar sujetos. Una ciudadanía con capacidad de recambio y de control permanente sobre sus representantes es más fuerte que cualquier líder reelecto. Lo contrario no es política democratizadora: no multiplica sujetos, no consulta a los afectados por las decisiones; es apenas una ficción que se disfraza de popular para encubrir un monopolio: la concentración de las llaves del Estado en una sola mano. Y toda mano que se eterniza en el poder, aunque haya nacido con consignas populares, termina sirviendo a las mismas lógicas de dominación que proclamaba combatir. ¿Hace falta pensar en Bukele o en Ortega?

El laberinto del caudillo

El progresismo latinoamericano alcanzó, en los albores del siglo XXI, lo que parecía imposible: transformar la letra muerta de las constituciones en un arsenal vivo de derechos sociales, culturales y colectivos. Pero al mismo tiempo, abrió un pasadizo por donde se filtró la vieja sombra del personalismo. En nombre de la continuidad de los proyectos emancipadores se corrieron los límites de la reelección presidencial. Lo que comenzó como garantía de estabilidad frente a las ofensivas de las élites terminó convertido en atajo para perpetuar liderazgos. Así se reprodujo el caudillismo paternalista, que induce a creer en dirigentes insustituibles y facilita tanto la concentración como la eternización del poder. Y de este modo, el mito del dirigente indispensable volvió a instalarse en el corazón de las nuevas arquitecturas institucionales, sin oposición alguna de las izquierdas y progresismos.

Bolivia encarna con crudeza esa paradoja. El MAS no fue derrotado únicamente por la derecha, sino también por la incapacidad de separar la fuerza de un proyecto de la permanencia de un hombre. Evo Morales, que en su hora de esplendor fue símbolo de dignidad para los postergados, terminó convertido en el espejo de esa confusión: la idea de que sin él no había proceso, de que la historia misma no podía continuar sin su nombre en la boleta. La hybris personalista no solo erosionó la legitimidad, sino que brindó a la oposición la excusa perfecta para reactivar la maquinaria del golpe.

Hoy, mientras el voto nulo se celebra como victoria moral y la derecha se frota las manos, el dilema que se abre en Bolivia atraviesa a toda la región: ¿puede el progresismo reinventarse sin líderes eternos?, ¿puede articular nuevas mayorías sin convertir la democracia en rehén de la reelección indefinida? La respuesta no admite dilaciones: lo que está en juego no es la biografía de un líder, sino la persistencia de conquistas colectivas que costaron generaciones enteras de lucha.

Si la reelección es políticamente antidemocrática, también es culturalmente autoritaria. Refuerza los roles jerárquicos, consolida la separación entre dirigentes y dirigidos, alimenta la burocratización y con ella, la corrupción, infunde en el “dirigente profesional” una superioridad imaginaria, desalienta cualquier evaluación crítica de costos y beneficios, organiza la red de cooptación y protege a sus usufructuarios.

El destino del ciclo progresista se juega en esa encrucijada: dejar atrás el personalismo para que las constituciones de la esperanza sigan siendo brújula y no mausoleo. De lo contrario, en América Latina, cada conquista popular seguirá condenada a perderse en el torbellino del caudillo que la escrituró a su nombre.

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