Hacete socio para acceder a este contenido

Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.

ASOCIARME
Columnas de opinión | libertario | casta | poder

Uno menos

Los vuelos de Ícaro: la caída libre del credo libertario

Finalmente, a pesar de todos los tweets ratificadores de la candidatura, la renuncia de José Luis Espert, hundido por las evidencias de corrupción y lavado, dejó vacante el primer puesto en la lista de candidatos a diputados de La Libertad Avanza

Suscribite

Caras y Caretas Diario

En tu email todos los días

El economista argentino José Luis Espert, célebre por su prédica liberal y profesor en la Universidad del CEMA —una escuela de oficios privada y fábrica de recetas neoliberales de pretensión universitaria, donde desfilan toda clase de politiqueros, ministros fracasados y corruptos—, la que había prometido “limpiar la política con la escoba de la eficiencia”, terminó atrapado en una maraña de transferencias sospechosas, vuelos privados y contradicciones públicas. El caso que hoy lo acorrala comenzó con una operación de 200.000 dólares proveniente de Texas, girada desde una empresa vinculada al empresario aeronáutico Federico “Fred” Machado, acusado en Estados Unidos de narcotráfico, lavado de dinero y estafas en la compraventa de aviones.

I. El vuelo del tecnócrata arrepentido

El dinero fue enviado en 2020 bajo el pretexto de un contrato de “asesoría económica”, pero ni el trabajo se realizó y del contrato se sabe ahora que ascendería a un millón. Las autoridades argentinas investigan además 36 vuelos privados no declarados, valuados en unos 350.000 dólares, y una camioneta blindada “prestada” para la campaña electoral. Dos causas avanzan en paralelo: una en los tribunales federales de Buenos Aires (conocida como “Comodoro Py” por el nombre de la calle donde tienen sede) por financiamiento ilícito de campaña, y otra en los juzgados de San Isidro por lavado de dinero.

La ironía es cruel: el autor del lema “cárcel o bala para los delincuentes” terminó cercado por su propia consigna. Los fiscales hallaron que las rutas del dinero pasaban por el Bank of America, trianguladas mediante criptomonedas hasta llegar a bancos como el Citi y el Morgan Stanley. En un video nocturno, Espert intentó explicarse con voz temblorosa y lágrimas, alegando ingenuidad, pero los hechos expuestos lo desmienten: su discurso moralista se había desmoronado en cámara lenta.

Mientras tanto, Fred Machado, desde su casa en Viedma, una ciudad patagónica donde cumplía prisión domiciliaria, concedía entrevistas radiales contradictorias, como si la radio fuera su confesionario de ocasión. Afirmaba que su extradición a los Estados Unidos era “cuestión de tiempo” —lo fue: la Corte Suprema argentina la aprobó y el Poder Ejecutivo la convalidó en horas contando para ello con 10 días hábiles— y hablaba con cierta nostalgia de su vínculo con Espert: decía haberle financiado traslados en avión y presentaciones de libros por unos 150.000 dólares. Luego, se desdijo. Su relato, como el de Espert, era un tejido de negaciones.

El dirigente social Juan Grabois, abogado católico y referente del movimiento de trabajadores informales, presentó la denuncia inicial ante la Justicia. Grabois —conocido también por su cercanía con el papa Francisco y su rol en causas de defensa de estratos sociales vulnerables— acusó a Espert de haber recibido recursos provenientes de una organización criminal. En pocas semanas, los medios revelaron la documentación bancaria que confirmaba el aporte.

El escándalo simbolizó algo más profundo que la caída de un hombre: la implosión moral de una generación de seudotecnócratas que pretendió reemplazar la política por planillas de Excel. El “profesor” que soñó con limpiar la corrupción con fórmulas financieras, terminó convertido en ejemplo de lo que denunciaba.

II. El espejismo del poder: negación, dogma y vodevil

En la residencia presidencial de Olivos, aquella noche del 4 de octubre, el ambiente olía a traición y a miedo. José Luis Espert llegó dispuesto a renunciar, hundido por la evidencia. Los noticieros repetían su caída como un mantra, los estrategas del PRO —el partido liberal-conservador fundado por Mauricio Macri— aconsejaban amputar la gangrena, y los estudios de opinión confirmaban la hemorragia electoral. Macri, desde las sombras, recordó al presidente Javier Milei la parábola de su propia campaña: en 2015, para salvarse, había sacrificado a su candidato Fernando Niembro, envuelto en un caso de corrupción. Pero Milei, líder del movimiento La Libertad Avanza (LLA), no quiso escuchar.

Prefirió la fe a la prudencia. Abrazó a Espert y lo convenció de quedarse. A los pocos minutos, el economista tuiteó “no me bajo nada”, y Milei lo retuiteó con entusiasmo. Ese gesto —la obstinación convertida en liturgia digital— condensó la doctrina oficial: la lealtad personal por encima de la responsabilidad pública.

Para entonces, los hechos se acumulaban con precisión judicial. El diario Página 12, uno de los principales medios progresistas de Argentina, había enumerado diecisiete falsedades en el descargo televisado de Espert: asesorías inexistentes, triangulaciones en criptomonedas, vuelos privados no declarados, una camioneta blindada “prestada” y una cuenta en Estados Unidos omitida ante la agencia tributaria. En Texas y Florida, los tribunales norteamericanos confirmaban que Machado, su benefactor, enfrentaba cargos por narcotráfico y lavado de dinero, y había sido condenado en otra causa por estafas por 179 millones de dólares.

Mientras tanto, el Gobierno argentino reaccionaba con torpeza. En lugar de tomar distancia, Milei se atrincheró en la negación. Su círculo íntimo —ministros, asesores y diputados libertarios— culpaba al kirchnerismo, el movimiento kirchnerista que gobernó entre 2003 y 2015, de montar una “operación mediática”. El discurso se volvía dogma.

Y entonces, como en un acto reflejo, el poder se transformó en espectáculo. Apenas días después del escándalo, Milei montó su propio “show de resiliencia” en el Movistar Arena de Buenos Aires, un estadio para quince mil personas. Presentaba su nuevo libro acompañado por La Banda Presidencial, un grupo musical formado por funcionarios: la diputada terraplanista Lilia Lemoine como corista, los hermanos Benegas Lynch —descendientes de una tradicional familia ultraliberal argentina que fundó otra escuelita privada de pretensiones académicas— en batería y guitarra, y su biógrafo Marcelo Duclós en el bajo.

El espectáculo, reseñado por La Nación, mezcló música, política y culto personal. Milei abrió con “Hola a todos, yo soy el león”, frase con la que se autodenomina desde su campaña (tomada de la canción “Panic Show” del grupo La Renga). En el repertorio incluyó versiones de Charly García, Gilda y Sandro, rebautizadas con letras propias. La más provocadora fue “Kuka tira piedras”, donde sustituyó versos de una canción romántica para burlarse de los manifestantes opositores —a los que llama “kukas”, en alusión despectiva a los kirchneristas—, mientras en la pantalla gigante se proyectaban imágenes de la represión a las protestas de 2017 contra el gobierno de Macri.

El acto tuvo momentos delirantes: un video con estética de ciencia ficción donde Milei derrotaba a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner y al gobernador Axel Kicillof —representados como villanos en una parodia de La Guerra de las Galaxias—; un segmento titulado “Hava Nagila” dedicado a Israel, donde se presentó como defensor de la “civilización occidental”; y el cierre con una frase que desató el desconcierto: “Ahora me voy a vestir de presidente”. Volvió minutos después, enfundado en traje y envuelto en una bandera argentina a modo de poncho, para cantar a capella el Himno Nacional.

A la salida, incluso la prensa patricia como el diario “La Nación” hablaba de un vodevil político, una mezcla de rock místico y propaganda. Pero detrás del histrionismo se percibía un mensaje más hondo: el libertarismo argentino había sustituido la razón por el rito, la gestión por la épica. El economista que citaba infantilmente a Ludwig von Mises y se autoinscribía en la escuela austríaca y prometía austeridad, cantaba ahora entre luces estroboscópicas mientras la economía se hundía. El poder, convertido en espectáculo, ya no se justificaba en resultados sino en fe.

III. El retorno de la casta: Santilli, del anatema al altar

Finalmente, a pesar de todos los tweets ratificadores de la candidatura, la renuncia de José Luis Espert, hundido por las evidencias de corrupción y lavado, dejó vacante el primer puesto en la lista de candidatos a diputados de La Libertad Avanza (LLA), el partido ultraliberal de Javier Milei, en la provincia de Buenos Aires, el distrito más poblado y decisivo del país. La salida del “profesor” generó una crisis inmediata: ¿quién encabezaría ahora la boleta oficialista?

La respuesta llegó con la misma velocidad que el escándalo: Diego Santilli, dirigente del PRO, antiguo vicejefe de gobierno de Buenos Aires y exministro de Seguridad de la ciudad, fue designado como reemplazo. La ironía fue monumental. Apenas dos años antes, Milei lo había acusado de ser “el candidato de los TikTok y el boludeo”, un “engendro” y “uno de los políticos más corruptos del país”. Los tuits, rescatados por La Nación y Página 12, se multiplicaron: “No hay nadie que no diga que es un corrupto”, había escrito el entonces candidato libertario en 2023, cuando competía contra el macrismo y el kirchnerismo en simultáneo.

Santilli, conocido como “el Colo” por su cabello rojizo, era en aquel momento parte del ala moderada del PRO que respondía al entonces jefe de gobierno Horacio Rodríguez Larreta, a la postre rival interno de Macri. La alianza entre Milei y Santilli —que hace apenas dos años se insultaban mutuamente en televisión— parecía una parábola de cinismo político: la autoproclamada “cruzada contra la casta” terminaba abrazando a uno de sus emblemas.

La polémica creció cuando la fiscal federal con competencia electoral en la provincia dictaminó que el reemplazo de Espert debía recaer en Karen Reichardt (modelo, actriz y playmate), segunda en la lista, y no en Santilli, tercero, por aplicación de la ley de paridad de género, que obliga a mantener la alternancia entre hombres y mujeres. Sostuvo que desplazar a Reichardt “sería usar una norma de igualdad para perjudicar a una mujer”, y recordó antecedentes judiciales, como el caso de la senadora neuquina Lucila Crexell, en los que se impidió un corrimiento similar. El juez Ramos Padilla lo ratificó.

La escena revelaba la contradicción más profunda del mileísmo: un gobierno que se proclama defensor del mérito individual, pero manipula las leyes según su conveniencia. Mientras el discurso del movimiento celestial denunciaba al feminismo como “ideología colectivista”, sus dirigentes intentaban torcer una norma paritaria para ubicar a un hombre en el primer puesto.

El contraste se volvió aún más grotesco durante el recital presidencial en el Movistar Arena. Allí, ante miles de seguidores, Milei abrazó efusivamente a Santilli, el mismo a quien había llamado “corrupto” y “pésimo candidato”. En las pantallas del estadio se proyectaban imágenes de “la casta” —esa categoría moral que el propio Milei había utilizado para definir a los políticos tradicionales— mientras el presidente festejaba con uno de sus más notorios exponentes.

Los medios argentinos no tardaron en señalar el absurdo. Página 12 tituló su crónica “De corrupto a cabeza de lista”, mientras La Nación recordaba los ataques de Milei en 2023 y subrayaba su “giro discursivo”. Incluso algunos de los trolls del gobierno ultraliberal más activos en redes sociales, que habían insultado durante años a Santilli, comenzaron a teñirse el pelo de rojo en señal de “conversión”, subiendo selfies con el hashtag #TodosSomosElColo.

La política argentina siempre ha tenido una capacidad singular para reciclar a sus personajes, pero el caso Milei-Santilli superaba la sátira. La “revolución moral” prometida por el presidente se había convertido en una parodia de alianzas. El libertarismo que juró combatir a “la casta” terminaba gobernando con ella.

Como escribió hace tiempo el filósofo José Pablo Feinmann, el país parecía condenado a vivir en “la eterna repetición del oportunismo”. O, como decía Borges, a que “los espejos y la cópula sean abominables porque multiplican el número de los hombres”. En este caso, multiplicaban el número de los hipócritas.

IV. El barro y la ceniza: justicia invertida, economía en fuga

Mientras los noticieros repetían la imagen del presidente abrazando al “Colo” Santilli, la maquinaria judicial del país parecía funcionar con lógica invertida. Los militantes sociales que arrojaron torpemente estiércol frente a la casa de Espert —una forma de protesta simbólica heredera del “escrache”, práctica nacida en los años noventa para denunciar a represores de la dictadura— eran acusados de sedición, una figura penal pensada para golpes de Estado. En cambio, los casos de corrupción y lavado que involucraban a funcionarios o aliados del poder se archivaban entre tecnicismos y demoras.

El Protocolo de Seguridad de la ministra Patricia Bullrich, que habilita la represión preventiva de protestas y restringe el derecho a manifestarse, se aplicaba con fervor; pero el mismo Estado parecía ciego ante los delitos de guante blanco. Era la vieja justicia de clase, reciclada bajo el barniz libertario: endurecer las penas para los pobres, aliviar las sanciones para los poderosos.

El caso Espert-Machado simbolizaba esa doble moral. Mientras la prensa oficialista minimizaba las acusaciones como “errores administrativos”, los periodistas menos dependientes documentaban una red de financiación internacional ligada a empresas fantasmas en Estados Unidos y Paraguay. En los tribunales federales, el expediente avanza con lentitud, pero el descrédito moral ya es irreversible.

Sin embargo, el barro no termina en la política: alcanza también a la economía. Detrás de la estridencia de guitarras Gibson y consignas libertarias, la fuga de capitales alcanza niveles históricos. Según el Instituto Argentina Grande, una consultora privada, en lo que va de 2025 salieron del sistema financiero 17.300 millones de dólares, cifra superior a los desembolsos del Fondo Monetario Internacional (FMI) durante el mismo período.

El fenómeno, conocido técnicamente como Formación de Activos Externos (FAE), describe la compra de moneda extranjera o activos fuera del país por parte de empresas y particulares. En lenguaje cotidiano, se trata de la fuga de capitales: los fondos que abandona Argentina por desconfianza o especulación. Desde que el Gobierno eliminó los controles cambiarios —el llamado “cepo”— en abril, el drenaje no cesa. Julio fue el mes récord: 5.432 millones de dólares salieron del país, coincidiendo con una devaluación del 12 %.

El dato más inquietante es social: 1,5 millones de argentinos compraron dólares billete solo en agosto. No son magnates ni fondos de inversión, sino ahorristas de clase media que desconfían de su propio gobierno. En un país con inflación crónica, la moneda nacional se disuelve como sal en el agua.

La paradoja se completa con otro despropósito: el turismo emisivo —los gastos de argentinos en el exterior— superó en los primeros ocho meses del año los 7.100 millones de dólares, neutralizando el superávit energético de 6.500 millones. En otras palabras: lo que el país ganó exportando gas y petróleo se evaporó en pasajes a Miami. La “libertad” que Milei ofrece es, en los hechos, la libertad de fugarse, de ahorrar fuera, de consumir lejos.

Mientras el Tesoro estadounidense evalúa brindar asistencia financiera a Buenos Aires, analistas advierten que un eventual préstamo norteamericano solo aceleraría la salida de divisas, financiada paradójicamente por los contribuyentes de Estados Unidos. “Libre”, palabra que Milei pronuncia como mantra, se vuelve así un oxímoron cruel: la libertad de los capitales para huir, la servidumbre de los ciudadanos para pagar la deuda.

La economía se vacía con la misma velocidad que el lenguaje político. Los términos “república”, “honestidad”, “mérito”, “casta” se erosionan en cada contradicción. Como escribió alguna vez Rodolfo Walsh, periodista y militante asesinado por la dictadura en 1977, “nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires”. Hoy podría añadirse: procuran también que no tengan memoria.

En julio escribimos, a propósito de Espert, en este espacio, que el odio es un modo de gobierno; hoy podemos añadir que la negación es su máscara de oxígeno. Ícaro no cae por una adversidad externa, sino por la soberbia de sus alas. Las del credo de mercado están hechas de resentimiento, oportunismo y espectáculo. Creyó que podía sobrevolar el barro sin mancharse; ahora, entre la arcilla y la ceniza, descubre que la gravedad también es una institución.

Tal vez de ese polvo nazca y se encarne popularmente otra idea de libertad: menos estridente y más humana; menos dogmática y más solidaria. Una libertad que no necesite karaokes presidenciales con Auto-Tune, ni cruzadas religiosas para legitimarse, que no tema a la crítica ni adore al mercado como un dios. Para el autor de la consigna “cárcel o bala”, nunca deseamos bala. Ni para nadie. Solo queda entonces una opción justa de esa disyuntiva. Porque la historia —esa maestra cruel— vuelve a recordarnos que ningún altar del dinero resiste la corrupción de sus propios sacerdotes.

Dejá tu comentario