La resolución fue adoptada por el actual canciller Mario Lubetkin, luego de que una investigación interna confirmara que el documento -lejos de ser “una simple hoja protocolizada”, como sostuvo en su momento el expresidente Luis Lacalle Pou- formaba parte de un expediente electrónico formal.
Ese expediente fue creado en noviembre de 2022 para cumplir con una orden del Tribunal de lo Contencioso Administrativo, que obligaba al Ministerio de Relaciones Exteriores a entregar información solicitada por los senadores frenteamplistas Charles Carrera y Mario Bergara.
La pesquisa interna determinó que, el 25 de noviembre de 2022, el jerarca Carlos Mata trasladó el expediente a la Torre Ejecutiva y lo entregó al entonces asesor presidencial Roberto Lafluf, por instrucción directa del ministro Bustillo.
Ese documento contenía los chats de WhatsApp entre Ache y Maciel, en los que el propio gobierno admitía que Marset era “un narco pesado”, mientras se tramitaba su pasaporte diplomático.
Hoy, casi dos años después, la administración de Lubetkin entregó los resultados de la investigación al fiscal Alejandro Machado, a cargo de la causa penal por destrucción de documentos públicos. En paralelo, la Oficina Nacional del Servicio Civil designó a dos funcionarias para instruir el sumario administrativo.
Periodismo de anticipación
En Caras y Caretas lo dijimos con nombres, fechas y número de expediente. Lo dijimos cuando era riesgoso hacerlo, cuando la maquinaria oficial se esforzaba por desmentirlo o relativizarlo.
Y lo dijimos también en Legítima Defensa, donde explicamos que lo destruido no fue “un papelito”, sino un expediente electrónico, lo que agrava la situación penal y ética de los involucrados.
En esa columna del 10 de noviembre de 2023 señalamos con claridad lo que hoy nadie puede negar. “El Presidente quería poner de acuerdo a los subsecretarios en no entregar las comunicaciones exigidas. Ya ahí estamos ante la voluntad de desacatar a la Justicia. (...) En 24 horas, una concertación para delinquir tuvo lugar entre el Canciller, el Presidente, su asesor comunicacional y ambos subsecretarios, una orquesta para cometer el gravísimo delito de destrucción de un documento público.”
Esas líneas, publicadas en Caras y Caretas, describieron con exactitud los hechos que la Cancillería acaba de corroborar oficialmente. Y no sólo eso, el artículo incluía el número de expediente, la cronología de los hechos, y la mención explícita de la reunión en el piso 11 de la Torre Ejecutiva, el 25 de noviembre de 2022, donde -según se desprende de las declaraciones- se habría acordado borrar las pruebas.
Hay que decirlo sin rodeos, para que este asunto llegara finalmente a la instancia de un sumario administrativo y judicial, fue necesario un cambio de gobierno. Durante dos años, las advertencias periodísticas y las denuncias de la exsubsecretaria Ache fueron minimizadas o directamente desoídas por la administración anterior.
Recién con el cambio de autoridades en Cancillería -y con un nuevo clima político que permite investigar sin ataduras- se reabrió el expediente interno y se confirmó lo que ya se sabía, que el documento existió, que fue incluido en el sistema oficial y que luego fue destruido deliberadamente.
Un delito grave contra la institucionalidad
La destrucción de un expediente público es uno de los delitos más graves que puede cometer un funcionario del Estado.
El Código Penal uruguayo lo tipifica con penas de tres a diez años de penitenciaría, y su gravedad se multiplica cuando involucra a jerarcas de alto rango.
No se trata, como intentó minimizar el expresidente, de un error administrativo o de un “malentendido”. Se trata de una acción deliberada para eliminar evidencia judicial, con el objetivo de evitar que el Poder Legislativo y la Justicia accedieran a comunicaciones oficiales sobre un caso que vinculaba al gobierno con un narcotraficante internacional.
En otras palabras, se trató de un intento de engañar al sistema democrático, de manipular la información pública y de obstaculizar la transparencia. Por eso, más allá de las responsabilidades individuales, este caso toca el corazón mismo de la confianza institucional.
El sumario administrativo es un paso, pero no el final del camino. Queda pendiente determinar quién autorizó o instigó la destrucción del expediente, y hasta dónde llegaba la cadena de responsabilidades. Si, como todo indica, la decisión fue política y no meramente técnica, el caso podría tener implicancias que alcanzan al más alto nivel del anterior gobierno.
También será necesario que la Justicia profundice sobre cómo un documento reservado del Ministerio de Relaciones Exteriores terminó en la Torre Ejecutiva, y bajo qué justificación se accedió a un expediente que debía permanecer en Cancillería.
El intento de ocultar o borrar pruebas oficiales atenta contra los fundamentos del Estado de Derecho y aunque algunos pretendan reducirlo a una “cuestión técnica”, los hechos son de una gravedad institucional enorme.