Se acordarán, lectores, que en nuestra última columna de Caras y Caretas les dijimos, contra todo lo que se cree, se dice creer, y se hace en base a todas esas creencias, que los avatares del ‘caso Astesiano’, que siguió casi inmediatamente al ‘caso Marset’, no ‘moverían la aguja’ en materia de inclinaciones electorales partidarias, salvo como sutil diferenciador en coyunturas de paridad electoral determinada por otras cosas.
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Y, como se vio en las últimas encuestas de Equipos, Cifra y Factum, en las tres, casi no se movió la aguja de las preferencias y las evaluaciones gubernamentales ni personales en los últimos sondeos, con relación a los sondeos anteriores a dichos ‘casos’.
Porque la gente, que se muestra horrorizada en público respecto de esos ‘casos’ -por las dudas, para no quedar mal consigo mismo, ni con los interlocutores que interrogan ni con aquellos que puedan enterarse-, en su fuero íntimo no reprueba tanto esas conductas ni se fija tanto en esas cosas para votar.
Lo que, además, cuestionaría la utilidad tan temida de la judicialización mediática de la política, si fuera cierto -como parece- que la corrupción no escandaliza tanto como se quiere creer, ni influye tanto en las preferencias electorales como se ha manifestado que lo harían.
Entonces, lector, nos queda profundizar en 5 pseudo-sorpresas, en las que nosotros nunca creímos, pero que tanto la opinión pública como la académica manifestaron creer: uno, que la corrupción no escandaliza tanto como es políticamente correcto afirmarlo; dos, que los ‘corruptos’ no son tan mal vistos electoralmente como se creía o decía creerse; tres, que no mueve la aguja electoral salvo en coyunturas de alta paridad en otros rubros; cuatro, que, si todo esto fuera así -como parece- la judicialización mediática de la política no sería una herramienta político-electoral tan poderosa como se piensa; cinco, y de nuevo, si todo esto siguiera siendo cierto -como sigue pareciendo ser-, ¿por qué y para qué se insiste tanto en el cuestionamiento jurídico-moral de los políticos competitivos, cada vez más que su enjuiciamiento técnico?
Parte de las respuestas están en el abordaje de análisis dramatúrgico -teatral- de la vida cotidiana y pública que desarrolló durante los 50 y los 60 Erving Goffman. Otra parte está en las características del marketing político, que sigue al comercial, apelando cada vez más a la seducción emocional que a la persuasión intelectual, y al carisma y al populismo demagógico. Veamos.
Uno: por qué la corrupción no escandaliza tanto
Gran tema; pero rápidamente, porque sabe: a, que en todos lados se cuecen habas, y que corrupción hubo, hay y habrá en todas las tiendas, más o menos, sabiéndose más o menos, y siendo más o menos castigada. El escándalo que todos manifiestan en sus interacciones privadas y públicas son la representación teatral de ‘la presentación del yo en la vida cotidiana’, diría Goffman. Hay que posar de escandalizado para no se vaya a creer que se es corrupto, para realzar el hecho de que ni se sepa ni se haya ventilado nada corrupto de nuestro lado; queda mal, es políticamente incorrecto no escandalizarse aunque no nos escandalice, aunque quizás allá en el fondo y a solas con la almohada, envidiemos al corrompido o sobornado, que puede ‘hacerla’ mucho mejor que nosotros (teniendo más cuidados, claro). Y aunque pueda importarnos más su descuido o inhabilidad en dejarse descubrir que en la maldad de lo que se hizo. Podría no estar claro si al corrupto descubierto lo critican por inmoral o por gil.
Los políticos tampoco se escandalizan mucho, y por las mismas razones que la gente común; pero, como ella, tienen que ‘mantener su cara’ (Goffman) y perfilar sus personajes: de melodramático escandalizado, disgustado pero severo los denunciantes; de víctima inocente indignada los denunciados; tampoco pueden representar su verdad porque están en el tinglado y allí no queda otra que jugar el juego o se pierde todo.
Finalmente, el gran ganador es la prensa, que la campanea alimentándola porque donde hay lío hay rating, aunque finge escándalo también, porque a la gente también le gusta; hay más adrenalina en una pelea que en un argumento técnico.
Y, más allá del hecho de que la naturaleza humana se ha mostrado mucho menos virtuosa que lo reconocido y deseable, estamos en una comunidad, la uruguaya, con una moralidad de raíz religiosa relativamente baja (aunque mayor que lo creído), con una mayoritaria ética lumpen reflejada tanto en el folklore de la viveza criolla como en la admiración por la resignación moral del tango, que estudió obligatoriamente en la niñez escolar al Lazarillo de Tormes, y que cree firmemente que para ganar en un deporte ‘vale todo’ ‘cuando las papas queman’. Esa comunidad histórica es un olmo al que no se le puede pedir que dé peras, que aborrezca y no practique cierto grado variable de corrupción, en línea con ese su pedigrí moral.
Por algo los mismos anticlericales agnósticos y ateos que suprimían la religiosidad de la institucionalidad pública, al mismo tiempo fundaban el Arzobispado de Montevideo, católico; decían que la presencia religiosa minimizaba tanto la barbarie rural como la ‘juventud urbana levantisca’, visión volteriana sobre la inutilidad de las creencias en lo trascendente pero de su utilidad para el disciplinamiento moral. Que el letrista no se olvide, en contra de nuestra autoimagen laica, que según la Constitución de 1830, “la religión del Estado es la Católica Romana”, y que solo hay realmente libertad de cultos en la de 1934, con progresos en ese sentido en la de 1917.
Dos: por qué los corruptos no son tan mal vistos electoralmente
Por las razones vistas, y porque no se piensa que eso pueda afectar tanto su bienestar como comunidad; que es mucho más importante cómo gobiernen, qué beneficios materiales puedan generar, que la moralidad abstracta que encarnen. Y no es una particularidad solo ni principalmente uruguaya. Una gestión gubernamental, una performance presidencial, descansarán, para su aprobación o desaprobación, más en los beneficios materiales que aporte que en los valores que encarne. El pragmatismo pancista golea a la moralidad estreñida como prioridad. Maradona es un ejemplo: puede hacer lo que quiera con su vida privada, aun en público; pero si aporta títulos importantes que contagian de orgullo a todos sus congéneres, y si con dos goles a los ingleses (uno técnicamente grandioso, y otro ‘de vivo’) venga simbólicamente la derrota de las Malvinas, tiene canilla libre de transgresiones y hasta merece altares.
Tres: por qué la corrupción solo mueve la aguja electoral en paridad
Como vimos, porque lo que hagan en su gestión, en su gobernanza, en su beneficio material a la masa electoral, define mucho más la adhesión del voto que su moralidad, que no sirve mucho, en ese sentido, si no da beneficios. Un jerarca público puede ser manchado con sospechas o hasta con procesamientos o condenas judiciales; pero si provee de más beneficios materiales que los que provee alguien con intachable moralidad, el voto irá mayoritariamente por el corrupto y no para el impoluto. Aunque, a paridad de beneficios, la moralidad puede llegar a ser un diferencial final positivo; solo en ese caso, que no es tan infrecuente. Y por eso no se debe descuidar así nomás el grado de moralidad que se encarne, secundario como criterio electoral, pero influyente en coyunturas de paridad anteriores a las instancias que despiertan esa hiper-consideración abrupta de la moralidad.
Cuatro: por qué, entonces, la judicalización mediática de la política
Primero, como vimos, porque puede hacer una diferencia en caso de paridad anterior a los hechos de corrupción focales.
Segundo, porque en el tinglado dramatúrgico de la vida pública, la pose de escandalizado moral se impone como maniobra especular de afirmación de bondad, que, en tantas instancias, se afirma mejor no solo afirmando bondad, sino también horror al mal, a la maldad, redundancia retórica creída como necesaria para completar el estereotipo, el carácter que se quiere comunicar.
Tercero, si alguien abjura notoriamente del mal y vocifera su bondad, los otros no podrán dejar de hacerlo, a riesgo de que no sea contabilizado entre aquellos indudablemente buenos y que odian manifiestamente a los malos.
Cuarto, el tinglado dramatúrgico de la vida pública casi que exige que la sospecha o, más aun, la certeza de una inmoralidad, desencadene un dominó de hechos y dichos que se justifican: a, porque con la mano en el pecho, mesadas las barbas y los cabellos, y con gesto épico, se diga y considere que el rival político es defenestrado, no porque lo sea y con ello yo lucre, sino porque mi moralidad ciudadana y mi limpieza política deben defenderse, a la vez que la moralidad pública debe preservarse por su intermedio; b, porque es parte de mis deberes como político controlar la gestión del gobierno, pedir razones e investigar; c, porque le compete diferenciarse del malo rival, casi enemigo, y de los suyos, como contra-afirmación de la bondad propia y de los míos.
Cinco: por qué el enjuiciamiento legal-moral más que el técnico
Porque en el transcurso del siglo XX, luego de que el marketing comercial lideró el camino, la convicción -y la política también-, se intenta, más por la vía de la seducción emocional que por la de la persuasión racional, distinción que se remonta a Aristóteles, que escribió sobre retórica y poética hace más de 26 siglos. El resultado del marketing es más barato en tiempo de exposición, y más seguro en su resultado, si decimos rápidamente que esto lo consume Luis Suárez que si gastamos más tiempo y dinero en mostrar en un complicado diagrama el recorrido virtuoso que el producto hace en nuestros organismos.
Por eso Max Weber se temía, y lo dijo genialmente a principios del siglo XX, que el carisma y la demagogia ganarían terreno en las democracias; porque el carisma convence mejor por seducción emocional que el raciocinio técnico o la demorada argumentación, y porque será más fácil, para ganar un voto, averiguar qué quieren los votantes para seguirlos que persuadirlos de querer lo que se propone o lo mejor técnicamente; cada vez más dócil en ‘comerse las pastillas’, como lo han demostrado la pandemia y el conflicto de Ucrania, el ‘demos’ ya no se diferencia más de lo que el ‘oligos’ le hace pensar, creer, sentir y hacer; cada vez lo implementa más y mejor; una consulta al demos demandante, es, en realidad y crecientemente, una averiguación sobre el oligos oferente. Pero se sigue repitiendo que ‘hay que consultar al pueblo’; la ‘alienación’ y la ‘falsa conciencia’ pasaron de moda.