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Columnas de opinión | papa | Han |

Neoliberalismo y revolución

Papá, cuéntame otra vez

La contradicción entre lo que se declara y lo que se hace efectivamente en los hechos parece ser la nueva enseña de estos tiempos

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Caras y Caretas Diario

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Que el lenguaje es poderoso no es ninguna novedad; que el pensamiento agazapado se cuela, por presencia o por ausencia, en los términos que utilizamos o que rehuimos, también. Hoy en día ciertas palabras han sido borradas del mapa del lenguaje. Solidaridad, empatía, colaboración. Otras, más peligrosas, ya casi nadie las nombra. Igualdad, protesta, revolución. Vienen a mi memoria las estrofas de aquella canción de Ismael Serrano: “Papá cuéntame otra vez ese cuento tan bonito / de gendarmes y fascistas, y estudiantes con flequillo / y dulce guerrilla urbana en pantalones de campana / y canciones de los Rolling y niñas en minifalda”, y casi parece que se tratara de un relato mítico, emparentado con la guerra de Troya y los dioses homéricos.

Hoy, cuando estamos sumidos en el escándalo Astesiano, que ha venido a mostrar la evidencia de un derrumbe colosal, en que el Estado de derecho cae por su base, en medio del estupor de un lado y el cinismo entronizado del otro, me parece interesante asomarme una vez más al pensamiento de algunos filósofos contemporáneos, como el italiano Antonio Negri y el coreano Byung Chul Han, a propósito del neoliberalismo y la revolución. El primero analiza los modos de ejercer una revolución que reinvente la democracia, en un mundo globalizado donde los mercados financieros son soberanos. El segundo es mucho más escéptico y sombrío; niega toda posibilidad de cambio social organizado, en una postura muy influenciada por Heidegger y Nietzsche.

El fenómeno de las redes sociales y de los teléfonos inteligentes nos ha convertido, sostiene, en seres desconectados de nuestra realidad, sumidos en la ilusión de una comunicación total, hundidos en la soledad de una burbuja virtual en la que nadie escucha a nadie, y en la que todos atacan a todos, donde se compite por ver quién denigra y destruye más y mejor al prójimo.

El ejemplo más escalofriante es Twitter, pese a que sus organizadores proclaman “estar al servicio de la conversación pública”, y agregan que “la violencia, el acoso y otros tipos de comportamiento similares, disminuyen el valor de la conversación pública a nivel mundial”. Para matarse de la risa. La contradicción entre lo que se declara y lo que se hace efectivamente en los hechos parece ser la nueva enseña de estos tiempos, no solamente por parte de los dueños de Twitter, sino también de casi todas las instituciones actuales, gobiernos incluidos. Y a nadie se le mueve un pelo. Nadie salta a la tribuna a denunciar que el rey está desnudo, y si lo hace, es prontamente sofocado.

Cuando hubo revolución hubo masa crítica, pero también hubo enemigo visible, cosa que ahora no existe. El enemigo, el que nos quiere dóciles, manipulables y conformes, se camufla de continuo, se escurre y cambia su apariencia. Se muestra amable y seductor, ofrece bienes deseados, promete cumplir sueños, hace como que no se opone, como que no está. Pero está y nunca duerme. Se enseñorea en una gigantesca red de control y de vigilancia, que no reconoce barreras de ninguna índole. Ni la democracia, ni los poderes republicanos, ni la ley ni el Estado de derecho son obstáculos para sus planes. Atraviesa todas las fronteras y aplasta toda oposición, sea la que sea.

En su libro En el enjambre, dice Han que hoy no existe ni un asomo de masa crítica con capacidad de cohesión y acción común organizada. No existe siquiera ese “nosotros” del que tanto han hablado filósofos como el argentino Arturo Andrés Roig, representante de la filosofía de la liberación latinoamericana. Somos un enjambre, una pléyade de abejas domesticadas, colocadas cada una en su celda, frente a la deslumbrante pantalla virtual. Hacemos un poco de ruido cada tanto y nos disgregamos tan rápidamente como nos formamos, sin haber logrado ni un solo cambio sustancial. Leo a esos pensadores, intento meditar, observo el culebrón de mi propio país, en el que Astesiano se ha convertido en el protagonista mayor (que no lo es), y me digo, mientras recorro las calles, veo una película, escucho la radio y miro vivir a mis semejantes, que la revolución ha regresado a sus viejos capullos de utopía, al olvido más brutal y descarnado, en el que duermen los héroes y los dioses, cuyos mismos nombres y banderas se han perdido.

Leer a Han también es peligroso. Uno se queda con la idea de haber bebido cicuta, con la sensación de que estamos perdidos, atrapados en la tela de araña neoliberal hasta sus últimas consecuencias. Uno se imagina que el mundo se convertirá, en corto plazo, en un pequeño grupo de millonarios pérfidamente poderosos, que comen en platos tallados en diamantes y poseen mansiones con paredes de oro macizo, de un lado, y una legión de esclavos complacientes por el otro, incluida por supuesto una multitud de pobres conformes con su suerte.

Han se enfoca en el neoliberalismo y dice que esta modalidad capitalista es muy astuta. Ha dejado de mostrarse como el viejo patrón represor, propio de la revolución industrial (única revolución que admite y que hace constar en sus anales), al que todo el mundo podía identificar y visualizar como el enemigo con mayúscula, y ha mutado en un ente seductor, el más sabio, el que posee todas las respuestas, el que indica el camino del triunfo a unos sujetos libres y auto determinados. Seguir o no seguir ese camino es problema de cada quien. Esta idea es una constante en el pensador coreano. Cada uno de nosotros es su propio amo y esclavo, todo se queda en el umbral de uno mismo, y por lo tanto no hay a quien reclamar por un producto defectuoso o vencido.

En síntesis, no hay un “otro” ahí afuera que cargue con la responsabilidad, y si lo hay, no es identificable. Con todo, me parece que el universo pintado por Han no es monolítico. Tiene muchas fisuras y goteras. Para empezar, es evidente lo del comienzo de esta nota. Nos han escamoteado palabras “claves”, consideradas obscenas, censurables. Ningún representante del actual neoliberalismo pronunciará jamás términos como igualdad y desigualdad, derecho a la protesta, combate a la pobreza, acción social organizada, etcétera. Por el contrario, creo que este neoliberalismo ha hecho y sigue haciendo esfuerzos titánicos para demostrarnos que hay cosas totalmente caducas, vituperables y malditas. Son malditos los socialismos y los comunismos (más allá de sus experiencias históricas), son malditas las organizaciones sociales, los docentes, los sindicatos, las ollas populares. Lo único que cuenta es la libertad, pero hasta esto es una idea engañosa, por no decir prostituida en aras de mezquinos y desalmados intereses. Nada es para siempre, ni siquiera este brutal y deshumanizado neoliberalismo, que tantos males nos causa, tanto en su núcleo de acción directa como en sus regiones periféricas. Creo que mantener a la sociedad aislada, compartimentada y anestesiada, a través del consumismo, la falsa libertad y el alud de la tecnología virtual, sigue siendo también una utopía, de las malas, que tarde o temprano pasará sus facturas.

Si algo demuestra la historia es que el ser humano se ha movido siempre, de manera constante e incansable, en pos de esa idea redentora, que atraviesa los siglos, hace caer regímenes y monarcas de turno, y continúa su marcha hacia el futuro. La libertad se hace a sí misma. No es posible nombrarla, sino tan solo practicarla. Y por supuesto no se reduce a la triste película del consumismo, la competencia descarnada, el auto cero kilómetro y tantos otros espejitos de colores, cada día más lejanos a la inmensa mayoría de los mortales.

Como dice nuestro José Artigas, “Nunca permitamos que nuestras desavenencias ocasionen la mínima ventaja a un enemigo que nos es común. Tengamos presente en medio de tanta desazón… el fin general por el que tomamos las armas… si no conseguimos librar a América este año, lo conseguiremos el que viene; cuando empezamos a trabajar fue por librarla; si no somos nosotros, serán los que vienen atrás de nosotros”.

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