AccAcabo de ver un western titulado En el valle de la violencia(2016), dirigido por Ti West, protagonizado por Ethan Hawke y John Travolta y filmado en Santa Fe, Nuevo México, tierra arrebatada a México por Estados Unidos durante la guerra de 1846. Entre las áridas alturas y valles de la región, habitada por serpientes de cascabel, osos y cabras de montaña, se desarrolla la trama.
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La película entera es una metáfora sobre las diversas formas de la violencia, tanto las físicas como las psicológicas, las que se ejercen sobre otros y las auto infligidas, las que se extienden más allá de una sola voluntad humana y más allá de una puntual generación, las que se libran desde el valor o la cobardía, el abuso o la búsqueda desesperada de todo aquello que la violencia niega: la libertad, la concreción del destino propio y la paz.
Dejando entre paréntesis el consabido argumento del forastero que llega a un pueblo dominado por un pequeño grupo de poder, así como el asunto de su venganza, la estructura de la trama me suscita un par de reflexiones que trascienden el mero esquema del filme y tocan incluso a nuestra sociedad actual. Casi todos los westerns tienen una característica en común (además de los tiroteos en el salón y en la calle): la lucha desigual contra un medio hostil y una casi absoluta carencia de recursos para hacerle frente.
En el fondo se trata del combate por la supervivencia, que signó también el destino de nuestros gauchos, o de cualquier habitante de la pradera, la montaña, la llanura y la selva en nuestra América Latina. También entre ellos se desarrolló la violencia a lo ancho y a lo largo de las dilatadas regiones en las que les tocó existir. Los gauchos de Uruguay y de Argentina, los llaneros de Venezuela, los sertanejos o habitantes del sertón, los gaúchos de Río Grande en Brasil, y tantos otros tipos humanos, más o menos solitarios y más o menos itinerantes, comparten una condición que los emparenta en muchos sentidos con el famoso cowboy del Lejano Oeste (incluso a este se le ha llamado buckaroo, palabra derivada del término español vaquero). No se trata de un producto o un tipo humano estrictamente norteamericano; por el contrario, emigró a los Estados Unidos desde México.
En la California española (una parte del inmenso territorio arrebatado a las antiguas colonias del reino ibérico) existían los jinetes prototípicos desde mucho antes de que se produjera la conquista del Far West. Muchas otras palabras fueron tomadas de allí: lasso (por lazo), rodeo, bronco, corral, stampede, y varias otras. Adoptaron incluso el antiguo juego de la sortija (lacing game), tantas veces ejecutado en nuestra propia tierra, en ocasión de bailes y pencas.
Nuestro muy uruguayo escritor Carlos Reyles describe en sus novelas ciertas prácticas camperas que cualquier desprevenido asociaría a los vaqueros norteamericanos, sin reparar en que se trata de escenas totalmente vernáculas. Es cierto que en la película referida no hay una sola escena relativa al ganado, al rodeo o la doma, pero abundan las vinculadas al caballo, al perro y al cuchillo (facón entre nosotros), y obviamente al revólver. Hay además, como ya he señalado, cierta condición atávica surgida como respuesta frente a un medio hostil e implacable, que moldeó y caracterizó a estos grupos humanos, y que se advierte en los protagonistas del filme.
Se trata, para mal o para bien, de figuras épicas, casi siempre solitarias, libradas a la desmesura de los elementos, que aprenden a obedecer las leyes de la naturaleza, en la que están incluidos los animales (en la película, el principal protagonista conmina a un sacerdote, hallado en el camino, a que aprenda a respetar a su mula), o mueren en la demanda. Se trata, además, de seres que arriesgan su vida todos los días; tienen cicatrices y les faltan miembros (el sheriff del pueblo lleva una pierna de palo, al estilo de un pirata de tierra, y al cantinero le falta el ojo izquierdo). Y si bien en semejante medio se desarrollan virtudes, como la valentía, la templanza, el arrojo, el sacrificio y la hospitalidad, también sucede que la dureza reinante, así como la escasez de bienes (tierra propia, alimento, agua potable, posibilidad de ocio, de recreo, de cultivo de vínculos y de prácticas espirituales, entre otros) reduce al ser humano casi a sus últimas posibilidades y lo convierte en un ser agresivo y en permanente alerta.
El gaucho, entre nosotros, se inició y floreció como contrabandista. Principió su existencia, en efecto, con las primeras vaquerías practicadas en nuestra tierra, mucho antes de que se pensara siquiera en fundar Montevideo. El gaucho pasó a ser, después, el brazo armado de todas las revoluciones y guerras civiles, comenzando por la gesta libertaria de 1811 y continuando por las contiendas partidarias o de banderías, desprovistas ya de aquella gloria emancipadora, en que supimos desangrarnos. Lo hacía de grado o por la fuerza. Lo esperaba, cuando menos, la leva forzosa, o la huida que lo convertía en un temido y perseguido matrero.
Algo parecido sucedió con el cowboy. En ambos se advierte ese fondo de violencia y de tragedia, que llevan sobre sí como una segunda piel, y que no siempre se debe a una índole díscola o perversa, sino a la abrumadora presión del entorno. Ya se trate de hombres o de mujeres, esta presión los sumerge en una soledad abrumadora, en una existencia degradada y en una violencia sin límites. Entre nosotros se destacan, en tal sentido, la novela Gaucha, de Javier de Viana, y Soledad, de Eduardo Acevedo Díaz, aunque podría nombrarse también a los argentinos José Hernández (Martín Fierro), Guillermo Hudson (La tierra purpúrea), Ricardo Güiraldes (Don Segundo Sombra) e incluso Jorge Luis Borges (“El matrero”). La lista, en todo caso, es larga, pero en definitiva, los gauchos y los cowboys, en sus infinitas expresiones, son seres pintorescos, y son también, aunque no siempre, seres heroicos.
Su heroicidad radica no solamente en el ansia (muy humana) de hallar en este mundo algo parecido al bienestar o la felicidad, sino, más que nada, en la lucha desesperada por seguir una ética, un mandato moral, una auto exigencia de ir tras la verdad y el bien aristotélicos, por encima de las condiciones reinantes y de su propia historia, que suele estar plagada de yerros, caídas y “pecados”. En la película, el protagonista le ha jurado a su perra que ya no matará a nadie. ‘No soy un ladrón, pero he sido un asesino’, llegará a exclamar.
En esta lucha por dejar atrás lo terrible del pasado, de redimirse y de encontrar un lugar propio en este mundo, se juega en buena medida el destino de algunos personajes. Eso es lo que los hace universales, porque a través de esa búsqueda se manifiesta, en definitiva, el juego de toda condición humana. Está, por ejemplo, el hijo del sheriff, una figura abominable, amparado a la sombra del poder de su padre, imbuido de soberbia, petulancia e impunidad, que cree que todas las cosas han sido puestas en el orbe para su exclusivo disfrute y beneficio.
Como hijo protegido, no ha tenido que ganarse la vida, ni conoce por lo tanto el esfuerzo y el sacrificio desplegado por sus semejantes, y nada de lo que posee se debe a su mérito propio. No comprende, en suma, la complejidad de los hechos más simples de la vida, pero se cree con derecho a mandar a los otros, y su accionar es no solamente violento, cruel o insensible, sino vil y cobarde. Será este hijo, munido de semejantes atributos infelices, el que desatará con sus actos la tragedia que envolverá a todos los protagonistas, y esto es también un asunto universal, que planea por encima de cualquier argumento local o cultural.
El protagonista principal, por su parte, se debate entre su afán de rescatarse a sí mismo (al hombre o a lo que queda de él), y la intempestiva venganza que se le presenta como un llamado acuciante. No narraré el final de la historia, pero diré que en esa lucha interna se juega siempre, en última instancia, nuestro más profundo ser moral, el que transcurre más allá de los mandatos del consumo, del interés mezquino de las pulseadas politiqueras y de las admoniciones de una ética heterónoma, o sea exterior y ajena, venga de donde venga. Porque, como dice Kant, la verdadera y única moral proviene del legislador interior, más implacable y severo que cualquier iglesia o cacique de este mundo o del otro.