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Con Santiago en el pecho

Por Marianela Morena.

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Caras y Caretas Diario

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Estoy en Santiago de Chile a mil, en el festival anual de teatro. Represento a Uruguay con mi nueva obra: Rabiosa melancolía, y di un taller en la Universidad Católica. Los encuentros de lenguajes, artistas, programadores, gestores hacen que la ciudad expanda sus límites, como dice el lema del festival: sin fronteras. Eso es algo que uno incorpora, ¿hasta dónde puede? Quizá el límite mismo sea el cuerpo, y no el presupuesto, como tantas veces decimos. Quizá el límite sea uno con uno, y con lo que puede o quiere recibir, ese otro creador, ese otro ciudadano, ese otro colega, ese otro espectador, ese otro crítico, ese otro programador, ese otro estudiante, ese otro actor. Ese otro. Uno quiere ser ese que dice que es cuando critica a los otros, los que no pueden entregarse a lo nuevo, a la necesidad, a la sensibilidad, a la injusticia. Uno cree que es más libre que nadie, y apenas tiene un cuerpo para lidiar con los climas geográficos, urbanos, artísticos y humanos. Esa maraña y esas paredes que cada mañana levantamos y cada noche queremos destruir.

Hace unos días Chile vive una de las catástrofes más grandes de los últimos tiempos; son cientos de incendios forestales devastadores. Entonces llueven cenizas en Santiago, suaves y leves, grises como el plomo, que caen sobre la piel y luego el sol nos asa como corderos de Navidad, chamuscados y ahogados con el humo que baja del cielo o sube de la tierra; ¿habrá separación?

Una de las actrices me dice: “Hoy actué al aire libre, y sentía esa cosa que cae que no es mojado, es seco, y uno piensa que la ficción es la que entrega desde arriba otras cosas que no son agua. No, en Santiago también llueven pétalos grises”.

Rosas y fusiles. Quizá, eso sentí, cuando tomé el metro en hora pico, salidas de trabajo. Los rostros cruzados por un único anhelo: encontrar un lugar en el vagón. Para eso todo es válido: todo. Elijo mirar el rostro del hombre que me había empujado, un rostro tallado por la vida, cada surco un dolor, cada dolor un minuto menos de civilización, cada huella una sonrisa menos. La civilización está unas calles más allá; está el teatro, venga conmigo, sudemos desde otro lado, vivamos este calor con el calor de las luces y la fiesta del cuerpo que es la escena, aunque lloremos por las injusticias denunciadas. Pero el silencio de su rostro agotado pudo con mi palabra y me bajé en silencio. Ingreso al monumental GAM, ese edificio cultural que alberga a todas las generaciones, y las posibilidades de encuentros artísticos, culturales, sociales, eso que queremos todos: que nos dé la paz que la urbanidad nos roba.

Y Santiago comenzó a meterse en el cuerpo. No sé descifrar el impacto de los “pétalos grises” que se van comiendo mi pecho, y los alimentos que mi alma devora, esos espectáculos necesarios para ser y olvidarse del animal que alguien nos reclama afuera: los perros ladran.

Uno a veces ladra, uno a veces gime, uno a veces es persona. Pero cuando el arte se cuela, en ese pedazo de carne que permite, uno deja la puerta abierta para sentir y saberse sintiendo, hasta que la emoción nos dé el valor de lo humano, superior, ordenando incendios para superarlos. Apagarlos.

¿Cuáles son los incendios que tengo en el pecho?

Me levanto y la opresión es esa mezcla indescifrable pero clavada, para no olvidarme de que hay una realidad que no puedo desconocer. La vivencia se impone, la experiencia se impone, las ideas naufragan cuando la práctica no nos coloca el cuerpo para conocerlas. Eso es el teatro, eso es Santiago. Vivencia en el pecho.

Ya no estoy en el hotel en Las Condes. Ximena Carrera me ofrece su casa; está en las afueras en un barrio donde se construyen varios barrios en uno. La convivencia una vez más sugiere el diálogo cuando de espacios de tolerancia se trata.

El domingo 22 al mediodía, en el cierre del festival, me encuentro con Guillermo Calderón y le pregunto: “¿En qué parte del cuerpo tenés a Santiago? Yo la tengo en el esternón”, y él responde: “Es el infierno”. Algo parecido, algo cercano a esas películas de ciencia ficción, en las que se desmorona la naturaleza, y los que pueden se refugian en sus búnkers. ¿Será que me tocará morir en Santiago en medio del festival? No estaría mal saborear el anticipo cremado, saberse en el aire, y pensar que uno va con otros. No estaría mal si fuera así, y no llamaradas de bosques, pero uno se va de su cuerpo para estar en ese otro lugar que es la desesperación de comprobar que el límite suena todo el tiempo. Y aúlla. Será por eso que el teatro habilita: no hay límites, hay cuerpos, pero no hay límites.

Voy a ver la última obra de Guillermo Calderón, Mateluna. Ahí sí que Chile abrió un hoyo para quedarse en mis células; no sé si se quedó con mis genes, pero en mi biología se instaló para no irse. No sé si podré ponerla en otro lugar que no sea este cuerpo limitado, tan limitado que sólo me deja llorar, y reír, y a veces escribir. Pero este cuerpo limitado quiere ver qué hace con eso que me dio Mateluna, que sigue vivo abriendo caminos que las arterias tenían bloqueados. Sangre con sangre, adentro hay combates.

Una historia sobre Jorge Mateluna y la desolación que es la condena al inocente, el sistema que legitima y favorece a unos y a otros no. Todos conocemos de qué trata la injusticia, pero pocos elegimos hacer algo con eso. Cuando vi el rostro luminoso de ese chiquilín y sus ilusiones, pensé en mis tantas cobardías, en mis tantas vanidades, en mis tantas estupideces, en mis tantas lágrimas egoístas.

A la salida, con esa agua limpiadora, entiendo como suceden los encuentros entre ciudades y personas, entre los de arriba y los de abajo, entre mi elección y la de los creadores, para que no solamente se filtren los tóxicos que esta realidad genera, sino para que se produzcan ficciones que rompen el límite de lo tangible, como Mateluna.

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