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Culpables hasta en la tumba

Por Celsa Puente.

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En Uruguay, un candidato a la Presidencia de la República por el Partido Nacional logró la friolera de 376.427 firmas para llevar adelante la campaña “Vivir sin miedo”, una suerte de solución mágica para el problema de la inseguridad en la que se propone sacar a los militares a las calles para supuestamente protegernos. Y una se pregunta cómo se concibe una mirada tan restringida del grave problema de la violencia que atraviesa nuestras relaciones sociales. Hay otras cifras dolorosas e impactantes de este 2018 recién terminado: 39 femicidios en una población de tres millones de habitantes, 39 mujeres violentamente exterminadas por el odio machista. 39 mujeres eliminadas de este mundo por ser tales. 39 mujeres de entre 2 y 86 años para las que el escenario de mayor riesgo fue su propia casa y cuyos homicidas fueron sus parejas o exparejas o familiares muy cercanos. ¿Se puede ser tan miope como para no ver esta realidad? ¿Cuántas mujeres y niñas/niños están sufriendo violencia en este momento y son pasibles de desaparecer en tiempos venideros? “El feminicidio es el extremo de un continuum de terror antifemenino que incluye una gran cantidad de abuso verbal y físico”, dice la activista sudafricana Diana Hamilton Russell. ¿Cuántos padecimientos soportaron las víctimas previo al desenlace feroz?

Cada asesinato machista nos mata un poco a todas. En los últimos días tres mujeres fueron víctimas de feminicidio, asesinadas por los mismos hombres que un día les juraron amor. En este estado del arte, sabemos lo que pasa pero parece que nadie sabe cómo transformarlo. Entonces, la fantasía de sacar a los militares a la calle -peligro que no me detendré a analizar en esta breve nota- se cae como solución mágica y desnuda una realidad descarnada: vivimos en la sociedad de maltrato machista normalizado y cuando las mujeres exhiben decisiones propias y se enuncian como sujetas de derecho con autonomía para conducir sus vidas, la situación se vuelve insoportable para los hombres y aparecen las expresiones del disgusto registradas en el cuerpo de las mujeres y niñas/niños que se viven como territorios de posesión, como trofeos del poder.

Urgen cambios. Uno de ellos en la reconstrucción de la mirada cultural, erradicando la idea de que a las mujeres les toca obedecer y callar y a los hombres mandar, decir y decidir.

La  catarata de preguntas que se dispara  frente a cada caso de violencia machista es elocuente: ¿por qué le abrió la puerta? ¿Por qué fue a ese sitio con él? ¿Qué llevaba puesto antes de que la violaran? ¿Por qué andaba sola a esa hora? ¿Qué hacía en ese lugar? ¿Con quién había ido?  Nadie cuestiona al agresor u homicida, todas las imputaciones van referidas  a las víctimas. También es elocuente la desacreditación de la lucha de las mujeres para generar estos cambios  y los insultos que a nivel público comienzan a florecer frente a cada expresión de repudio, marchas y mecanismos de exigibilidad que se ponen en juego.  Histéricas, injustas, desmedidas, brujas, frustradas y locas son solo algunos de los vocablos que surgen como consecuencia de la expresión de los colectivos de mujeres que exhiben su rechazo a la violencia y, cuando no es esto, es la burla de quienes dicen que se sobredimensionan las situaciones, mofándose de la lucha, de las víctimas, de las denuncias, de la violencia y del sufrimiento.

Necesitamos una nueva educación y un feminismo vivo que deje muy claro que no queremos igualarnos al varón para hacernos poseedoras de lo peor que siempre han tenido los hombres. Reclamamos y luchamos por derrumbar el orden simbólico, reclamamos dejar de ser vejadas, humilladas, golpeadas, violadas y asesinadas. Reclamamos dejar de ser definidas en base a los hombres, ser consideradas en función de nuestras propias características y ocupar el lugar que nos corresponde por ser sujetas de derecho, no ser objetos de propiedad de nadie ni materia para la complacencia masculina. Y reclamamos sin desmayo dejar de ser culpables.

“De camino a casa quiero ser libre, no valiente”, dice una mujer joven desde una de las redes sociales, denunciando el ataque que sufrió una compañera la noche anterior. Y por ahí pasa parte del trabajo pendiente, poner el esfuerzo y la constancia en la construcción de un nuevo modelo de vida que no ponga en riesgo a las mujeres simplemente por vivir como deseamos. Dejar de sentirnos imputadas por los crímenes que se cometen contra nosotras: “Si la próxima soy yo, luchen en mi nombre para que al menos desde la tumba no me hagan sentir culpable”, grita otra jovencita desde Twitter.

“Una mujer -en realidad tres en 48 horas- asesinada por su pareja. Un hombre acuchillado por su vecino cuando cortaba el pasto. Un centenar de jóvenes “festejando” a botellazos la Navidad.
Y todavía hay quienes creen que esta sociedad violenta no es nuestra y solo se cambia con el nombre del ministro”, dice mi amigo Carlos Lebrato. Así sintetizó  hace unos poquitos días las cuestiones que nos comprometen claramente como sociedad en relación a la construcción de los vínculos y que deberíamos tomar como punto de arranque para un 2019 que nos encuentre trabajando estos temas sin simplismos pueriles.

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