Un poco más canoso y arrugado por fuera —tan solo eso—, Trigo mantiene intacto el fuego interior cuando comienza a hablar del boliche como espacio de encuentro, al que, según sostiene, la gente va en busca de abrazos o simplemente «para juntarse con alguien con quien conversar». Está convencido de que la tecnología nos ha distanciado y que por ello cada día hay más personas que salen solas en busca de un lugar gastronómico y cultural donde sentirse a gusto. En la SUVD hay espacio para casi todo, menos para el fascismo. Fiel a la esencia de sus boliches de antaño, las tertulias improvisadas no eluden la filosofía y la política, la religión y el deporte, el amor y la locura.
¿Dónde nació?
Nací en La Aguada, en el año 61, en un boliche que se llamaba El Ámsterdam, al lado de la sede de Daniel Fernández Crespo (que se desempeñó como presidente del Consejo Nacional de Gobierno). Tenía la sede arriba y al lado estaba el Club Uruguay Onward. Nací en la trastienda de ese boliche. Soy el segundo hijo de inmigrantes y nos criamos allí. Luego, hasta los 14 años, vivimos en La Aguada. En 1966 nos mudamos a Pocitos, donde también pasamos a vivir en la trastienda de un boliche, como buenos inmigrantes. Hoy veo las corrientes migratorias actuales, con inmigrantes viviendo en negocios, junto a tíos, hermanos y familias enteras y en parte es revivir la historia. Ahora son inmigrantes económicos, no políticos, como lo fue la generación de mis padres. Ellos vinieron de La Coruña, de la zona de la Costa de la Muerte, en Malpica. Mamá —Elvira— nació en una aldea llamada Las Cortes y papá en una aldea vecina.
¿Cómo fue criarse entre boliches?
Crecer en un boliche en los años 60 significaba estar rodeado de copas y discusiones políticas. No participaba, pero sí sentía el ambiente, el miedo. A veces no sabía si eran recuerdos propios o historias que escuché tantas veces que las asumía como vivencias. Recuerdo la llegada de los cañeros a La Aguada, cerca del Palacio Legislativo. Mis tíos y mis padres, que venían de la época del franquismo, se conmovieron al verlos acampar. Sintieron que la historia se repetía. Se dieron cuenta de que éste ya no era el país de las vacas gordas.
En el boliche nunca existía la soledad. Siempre había risas, gente, submundos. Hasta podría decir que era un ambiente promiscuo en cuanto a las interacciones. Los deberes los hacía siempre con alguien del mostrador y si te rezongaban, lo hacía cualquier parroquiano. Nuestra vivienda consistía en dos dormitorios, pero la vida familiar transcurría en el bar. Las peleas, las risas, todo sucedía allí. Era una especie de “Gran Hermano” constante pero sin cámaras. Por otro lado estaba la contradicción de asistir a colegios católicos, con una cultura muy distinta. Salía de la escuela y me metía en un mundo de quinielas clandestinas y carreras de caballos. Mis padres querían que tuviera una formación cristiana, pero chocaba con la realidad que vivía en el boliche. Me marcó mucho porque la distancia entre mis experiencias y las de mis compañeros de escuela era enorme.
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Foto: Manu Amengual
Su mamá tuvo una infancia dura.
Sí, muy dura. Mamá emigró sola a los 16 años. Aunque conocía a papá de Galicia, porque sus hermanos mayores estaban casados, llegó sola a Uruguay. La recibió la familia García, que tenía una panadería, y empezó a trabajar como empleada doméstica de los Cattivelli. Papá llegó más tarde, durante la toma de mando de Perón. Estaba en el servicio militar en la Marina y Franco envió el crucero Galicia a Buenos Aires para la ceremonia. Papá desertó allí, pero lo capturaron y cumplió el servicio en un calabozo. Luego vino a Uruguay y se reencontró con mamá. Se casaron en 1956 o 1957, y así empezaron su vida juntos.
Tuvo que ser difícil tener pareja trabajando de noche.
Sí, el trabajo nocturno es complicado para las relaciones. Siempre tuve parejas pero nunca fui un mujeriego. La noche está llena de conversaciones interrumpidas: alguien te habla, se va, otro llega y te deja pensando "¿qué me quiso decir?". Llegás a casa con la cabeza llena de historias y no querés hablar con nadie.
Sus hijos también vivieron el impacto de su trabajo.
Sí, Maxi tiene 35 años, Luca 31, Candela 26 y Abril 23. Cuando me iba bien, ellos lo disfrutaban; cuando me fue mal, también les afectó económica y emocionalmente. "Don Trigo" era mi apellido, y el restaurante, y aunque no era un negocio masivo, era muy conocido. Después, con la vida, el crecimiento, el desarrollo, para las nuevas generaciones “el Trigo” era yo. O mi hermano. Pero mi hermano tiene otro perfil, más bajo, más reservado. No tan de cara al público. Pero sí, terminó siendo que Don Trigo era yo. Y fue un boliche muy exitoso entre 1985 y 2010.
Un espacio irrepetible...
Allí te podías encontrar con Martín Karadagian, con Wilson Ferreira Aldunate, El Sabalero, Urbano Moraes, Jaime Roos, el Vasco Errandonea, Juan Capagorry y muchos más. Era otro tiempo, otra noche, otros códigos, y por supuesto que a la distancia todo se ve con otros cristales.
¿Cuándo comenzó el amor por la música y la cultura?
No lo sé bien. Supongo que son cosas que no elegí. Crecí en un ambiente que me acogió y protegió y a mí me tocó eso. Ya lo venía heredando de mi padre. Vos entrabas al boliche de mi viejo y de pronto el gallego no te atendía porque estaba leyendo a Borges. Tenía un libro de Borges arriba de la caja y te decía: “Esperá, ya voy”. Ese lugar fue testigo de momentos históricos del país. En el 71, el 72, yo con 10 o 12 años ya estaba en el mostrador, y ahí viví toda la efervescencia previa al golpe de Estado. Después, la crisis del 82, con La Tablita... En el 82 me fui un ratito a España y cuando volví, papá ya estaba cansado. Y en el 84 empezó a armarse lo que después fue la Escuela de Bellas Artes, con muchos amigos. De pronto te encontrabas con que estaba toda Falta y Resto dentro de El Trigo, o La Soberana. Un mundo en el que no sabías dónde meter la oreja. Yo tuve la suerte de estar en ese lugar, en ese momento. Fueron tiempos de vértigo y algo parecido a una película. Cuando era chico, durante la dictadura, en el horno de pizzas se quemaban libros y en el sótano de la calle Gabriel Pereira se escondía gente. Y a la salida de la dictadura la ciudad vivió la entrada del movimiento punk y los metaleros. Fue un choque cultural muy grande y a mí me tocó estar justo en el medio.
El boliche en su máximo esplendor casi le cuesta la vida.
Sí, casi me costó la vida en varias oportunidades. Noches de exceso, de frustración. Con 40, 41 años, visto desde hoy era muy jovencito, ¿no? Y con proyectos de España, de internacionalización de la marca... Fue todo muy exagerado, muy extremo. Hasta que un temporal, un ciclón nos derrumbó.
¿Dios lo ayudó?
Yo creo que Dios me ayuda permanentemente. No es una vanidad espiritual, no es una soberbia espiritual. Soy cristiano, tengo formación cristiana. Yo llegué a la izquierda por el catolicismo, por la Teología de la Liberación. Eso también nutrió a un grupo importante de gente a mi alrededor, me vinculó con Paulo Freire, con el cura Ernesto Cardenal, con distintos teólogos que decían cosas muy potentes. Y uno trataba de aprender, poniendo oreja, mucha escucha. Eso se perdió. Eso es lo que uno trata hoy de entender con este nuevo proyecto: por dónde pasan las cosas.
¿Y por dónde pasa la SUVD?
Creo que por la gastronomía y la palabra. Cuando hablamos de gastronomía, el término es muy amplio. Está el catering, los banquetes, las recepciones, los congelados, es un mundo enorme. Yo me considero más bolichero que gastronómico. Lo que siempre atrajo a la gente a un bar fue la tecnología y lo que no tenían en casa. En los años 40, la gente iba a tomar una bebida fría. En los 60, iban a ver la televisión porque no todos tenían una en casa. También iban a hablar por teléfono. Antes, no había teléfonos en los hogares, y el bar se convertía en un punto de conexión. Luego, llegó la televisión a color, que tampoco era accesible para todos, así que la gente iba a los bares a ver partidos o el informativo. Incluso la radio reunía a la gente en los bares.
Lo que hoy la gente no tiene es conversación. Antes los bares suplían lo que faltaba en las casas; hoy la tecnología y el confort ya están en los hogares. Nadie necesita ir a un bar a hacer una llamada o a usar Wi-Fi, que tal vez fue lo último que atrajo público. Tampoco a escuchar música. En una época si un bar no tenía 300 discos, no existía. Hoy la gente sale a comer y a disfrutar de un plato, pero sobre todo, viene a buscar un abrazo, un refugio, un momento para salir de la casa.
Los bares siguen siendo, en muchos casos, lugares para solitarios. Son lugares de encuentro, de vínculos que se arman y se desarman. Antes, un fin de semana sin un punto de encuentro significaba no ver a tus amigos. Como no había celulares, se pactaba un horario y un lugar para reunirse. Hoy los bares tienen que atraer con actividades culturales, con compañía, con ternura, con aquello que la gente a veces no encuentra en casa.
La SUVD tiene unas cuantas diferencias con el boliche de antes. En su caso, además, ahora tiene un equipo de gestión.
Sí, hay bastantes diferencias. Yo siempre concebí el espectáculo y la cultura como generadores de público y, sobre todo, como espacios de referencia. Siempre concebí al bar y a mis negocios como lugares de encuentro más que como propuestas gastronómicas. En algunos lugares me fue bien, en otros mal… Pero en este caso, nada de lo que pasó lo elegí yo. Se fue dando solo. No busqué la cantina del Club 25 de Agosto, me la ofrecieron. No busqué que me dieran el salón de arriba, me lo dieron. Yo sólo le puse corazón y trabajo. Cuando el Club 25 de Agosto me ofreció el salón social, dije: “Mirá, la cantina me alcanza con lo que tengo abajo. Relancemos el club desde lo social”. Ahí sumé a un gran amigo, Pablo Chocho Bevilacqua, que tenía experiencia gerenciando institutos docentes. Inspirados en las sociedades gastronómicas vascas, decidimos crear un espacio donde, además de comida, hubiera charlas, encuentros con profesores y contenido social.
A medida que avanzábamos, más gente se sumó. Yo ya tenía mi emprendimiento privado y había vivido la exposición pública. Soy un vanidoso en abstinencia. No quería que fuera un proyecto personal, así que convocamos a otros. Se fueron sumando personas más locas que yo o que, al menos, me siguieron la corriente. La huerta, por ejemplo, no es mía: se sumó Daniel Greif y después otros. La pandemia, paradójicamente, nos ayudó. Mucha gente quedó sin trabajo y apareció este galpón donde nos refugiamos. Pasamos el invierno reciclando, escribiendo, haciendo proyectos. Se armó una directiva, una asociación civil. Yo tenía contactos y podía llamar a alguien que viniera a dar una mano, pero pronto nos dimos cuenta de que, para el proyecto, era mejor que yo no estuviera tan visible. Estábamos creando un centro cultural sin fines de lucro, con valores, y yo seguía siendo visto como un empresario. Así que decidimos que diera un paso al costado, algo que agradezco porque me trajo mucha tranquilidad.
Hoy la directiva tiene cinco personas y en el espacio trabajan tres personas rentadas y después hay varios voluntarios que colaboran en horarios libres, como militancia. Allí están Cecilia Cirillo, J.P. López, Alberto Majo, Juan Manuel López y más. Juntamos gente del barrio, gente que conocemos, referentes. Queremos que Villa Dolores esté en el mapa. Salimos a buscar memorias con antropólogos, dramaturgos, construimos un relato, armamos paseos con audios y actores que narraban las historias que nos contaban los vecinos. Descubrimos que los primeros pobladores de Villa Dolores eran afrodescendientes, esclavos de los saladeros. Poner al Mundo Afro dentro de la historia del barrio fue algo novedoso. También están la comunidad armenia, la italiana, la española, la francesa, y ahora la caribeña, que está cambiando el ADN del barrio con su música, comida, colores. La pandemia nos mostró la soledad en la que vivíamos. Mucha gente decía: "No puedo ver a mi madre que está en un residencial", cuando en realidad hacía seis años que no la visitaban. También evidenció que los vecinos no se conocían. Como todo lo prohibido se vuelve más deseado, la pandemia nos hizo darnos cuenta de la necesidad de juntarnos.
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Foto: Manu Amengual
El mundo se está enfrentando nuevamente al fascismo. ¿Cuál es la visión desde este rincón del mundo?
A pesar de todo, esperanzadora. Nunca veo un final distópico. Para mí, la utopía es el camino. Creo que nos bombardean con información para aislarnos. La única forma de combatir esto es en el territorio. Generar actividades que reúnan a la gente, como el fútbol, el carnaval, un recital. Ya ni siquiera el cine es un acto social. Hay que volver al contacto real. Si no te veo, no te quiero. Para quererte y entenderte, tengo que verte. Claro que no me esperaba el resurgir del fascismo pero creo que son los últimos coletazos de un mundo que se cae. Un capitalismo que se está devorando a sí mismo. Y paradójicamente, hoy la economía más grande del mundo la dirige el Partido Comunista, no el capitalismo.