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De quién es la memoria

Por Marcia Collazo.

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El escenario es de calles apacibles y de casas bajas, antiguas, venerables. De construcciones nobles, como suele decirse, de marcado estilo neoclásico, de fachadas severas, con frontones griegos y arcos de medio punto, guirnaldas y grutescos. Hay todavía pocos edificios altos, y eso permite ver no solamente el cielo, sino también la geografía verde de los campos, al extremo de ciertas calles.

Es también un escenario ondulante. Suaves (y no tan suaves) colinas se alzan y descienden, y en función de sus alturas y llanezas la vida ha transcurrido, al compás de la prosperidad, la mansedumbre, la lucha por la existencia cotidiana o la franca tragedia. Porque ha de saberse que de tragedia está colmada la ciudad de Paysandú, y eso se siente por todas partes, a pesar del bullicio de autos y de personas, de altavoces y de letreros comerciales, de cielo azul y de jardines exuberantes que se asoman a la vuelta de cualquier esquina. El escenario se condensa, por último, en el amplio espacio de la recién inaugurada Biblioteca José Pedro Varela, en la que tuve el honor de realizar –más concretamente en su flamante Ateneo- la primera actividad literaria que la misma brindó al público.

Llegué a Paysandú (en mi séptima visita) el jueves 5 de diciembre, y permanecí cuarenta y ocho horas en la ciudad, y sin que yo lo supiera –porque así ocurren los sucesos misteriosos decretados por los dioses- los astros se alinearon en más de un sentido, en consonancia con esa mezcla de tragedia y de cotidianeidad de la que hablé antes. El primer signo fue que la presentación de Heroica, mi última novela, se fijara para el 6 de diciembre, fecha emblemática si las hay, al menos en Paysandú. Es que un 6 de diciembre de hace 155 años cayó sobre la ciudad la primera bomba brasileña, de las cientos o miles que serían disparadas.

Así lo relata Orlando Ribero en su diario de guerra, escrito en 1893 en Buenos Aires: “Amaneció el día 6 de diciembre. Los defensores de la plaza se encontraban todos en sus puestos, esperando el momento del ataque… el General Gómez, rodeado de su Estado Mayor, recorría a caballo las trincheras… haría próximamente diez minutos que estaba en observación, cuando se sintió el primer disparo de cañón… dirigido desde el costado Este, enfilando la calle 18 de Julio… La granada fue a reventar en los muros de la Iglesia Nueva”. Poco después se escuchó el segundo cañonazo, que resultó espantable y mortífero.

No sé si las autoridades de la Intendencia de Paysandú fijaron a propósito la presentación para ese día (sospecho que se trató de mera casualidad), pero yo no pude soslayarla. Temprano en la mañana ya me encontraba en la plaza Constitución, intentando una vez más realizar el casi desesperante ejercicio de meditar en los sucesos y de recrear las vivencias de ese pasado terrible.

Miré el cielo azul, las torres de la Basílica (obviamente reconstruida luego de la masacre), la estatua de Leandro Gómez, su Mausoleo y el sitio donde se levantó el Baluarte de la Ley. Después volví sobre mis pasos y me paré frente al edificio de la Inspección de Primaria, donde funcionó el hospital de sangre. De ahí marché a visitar la plaza Bella Vista, ubicada en el viejo sitio de Las Tunas, uno de los enclaves estratégicos que ocupó el ejército brasileño para bombardear la ciudad.

Bajo el calor que apretaba desde temprano, intenté sentir una vez más el pulso de la historia que corre por debajo de la vida, en su incesante devenir, pero ese pulso se me seguía escapando. Yo sabía que ahí, en Paysandú, me miraban varios siglos. No hablo únicamente de los tres sitios que padeció la ciudad (1811, 1846, 1864) sino también de los remotos orígenes, en los que se confunden datos y nombres, mapas y fechas, sangres y procedencias, desde las menciones al fraile Policarpo Sandú hasta el paraje de una isla del río Uruguay, de nombre Ipaúc Andó, bautizada más tarde como de La Caridad.

En la tarde noche de mi primer día en la ciudad, jueves 5, se realizó la ceremonia de inauguración de la Biblioteca José Pedro Varela. Bajo las estrellas de un cielo plácido, manso y de bochornos tempraneros, la fiesta popular parecía muy lejana de cualquier referencia monstruosa, pero hasta el más distraído sabe que los monstruos continúan ahí, en la memoria, en el olvido y en la mera sospecha de que todo vuelve, tanto lo amable como lo terrible. El olvido juega su papel, por supuesto. Tendemos a olvidar nuestra propia desgracia, y eso fue muy notorio en Paysandú hasta hace poco.

Volviendo a la alineación de los astros, el segundo signo consistió en lo siguiente: el día de la presentación de Heroica, una adolescente de 16 años llamada Ana Brenes fue la encargada de leer algunos pasajes, encarnando así a la protagonista de la novela, que era casualmente una muchacha de quince años, de nombre de Micaela Victoria Fortuna Atenea Armendáriz.

El tercer signo, aunque bastante previsible, consistió en que estuvieron presentes en ese acto literario varios descendientes de los defensores de 1864. Asistió, por ejemplo, heroicamente apoyado en su bastón, don José Rivero (cuyo apellido consta con “v” corta), bisnieto de Atanasio Ribero, quien salvó la vida de milagrosa manera gracias a la piedad de uno de los soldados floristas, quien se conmovió ante su juventud y le indicó que huyera por un pasaje lateral. Y la joven actriz ya mencionada, desciende de Ana Morales de Correa, una de las matronas fundadoras de la famosa Sociedad Filantrópica de Damas.

Curioso y poderoso el papel de las mujeres en aquel Paysandú del siglo XIX, no sólo durante el sitio, sino desde mucho antes. Curiosa, por excepcional, su participación en la vida política, económica y social de la región, así como su fuerte incidencia en la toma de decisiones y hasta su mismo enfrentamiento con las autoridades y con el ejército, que sucedió más de una vez. Curioso y emocionante el tránsito perpetuo de la memoria al olvido y del olvido a la memoria, en las nuevas generaciones sanduceras.

Durante la presentación de Heroica la emoción era poderosa, vibraba en cada rostro, en cada mirada y hasta en el aire quieto de la sala. Alguien me había comentado, rato antes, que en Paysandú hay heridas abiertas. Alguien más agregó que hasta los años 50 no se mencionaban ni se enseñaban los sucesos del sitio. Había una plaza llamada Venancio Flores, a la que se rebautizó –menos mal- como José Pedro Varela. Falta todavía, sin embargo, el reconocimiento a esas mujeres, de las que me ocupé en Heroica. Falta que ese reconocimiento, de laboriosa índole, apenas comenzado o esbozado –destaco en tal sentido la magnífica labor del Museo Histórico y de su Director, Alejandro Mesa-, se plasme en una renovada nomenclatura de las calles.

Heroica, como trabajo de investigación histórica, adolecerá de unos cuantos errores o imprecisiones; es posible. Pero como pieza literaria ha obrado un diminuto milagro que sólo puede brindar la narrativa. Ha sumado su granito de arena para tender un hilo de resurrección, ha alzado la punta de un telón compuesto no solamente de nombres y de fechas, de acontecimientos y de lugares, sino especialmente de sentimientos y de creencias, de convicciones, de memorias y de juicios existenciales. De eso se compone la verdadera urdimbre verdadera de los pueblos. Será por eso que la emoción palpitó con tanta fuerza ese 6 de diciembre.

El filósofo Paul Ricoeur se pregunta de quién es la memoria. Paysandú necesita, en tal sentido, trascender la tenencia pasiva del recuerdo, acudir a él de manera activa, enérgica, militante. Preguntar no solamente quién recuerda, sino también qué y cómo se recuerda. Es preciso aprender a recordar, aprender a valorar y aprender a reconocer. El pasado está ahí, al alcance de la mano. Las voces de esas mujeres –de las que yo relevé cuarenta y siete nombres- están ahí, latiendo. Escucharlas es un asunto de justicia, tan urgente como impostergable.

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